Menegildo abría los ojos ante las piernas rosadas de las hembras del Norte. También admiraba las campanas de papel rojo que se mecían en el techo del bar.
– ¡Qué gente, caballero…!
De pronto el ingenio se estremeció. Escupió vapor, vomitó agua hirviente y todas sus sirenas -carillón de cataclismo- se desgañitaron en coro. Las locomotoras, que arrastraban colas de vagones cargados de caña, atravesaban el batey volteando campanas, abriendo válvulas y chirriando por todas las piezas. El silbido de la “cucaracha” cundió también en el tumulto. Entonces la multitud pareció amotinarse. Se golpearon cazuelas, se hicieron rodar cubos. Se gritaba, se chiflaba con todos los dedos metidos en la boca. Un chico huyó por una calle, haciendo saltar una lata llena de guijarros. En el hotel americano se oyeron coros de borrachos evangélicos. Y el relevo de media noche se hizo en medio del desorden más completo… Vestidos de over-all, chorreando sebo, varios negros salieron corriendo del ingenio y fueron directamente al bar más cercano clamando por un trago. Algunos yanquis, con la corbata en la mano, abandonaron el hotel sudando alcohol… Un violento rumor de voces partía de la casa de calderas. A causa de la fiesta, el personal de relevo no estaba completo. Quiso impedirse la salida a los jamaiquinos. Estos amenazaron con emborracharse en las mismas plataformas del Central.
Atontado por la baraúnda, cegado por las luces, Menegildo entró en la bodega de Canuto. Aquí también se bebía, junto a una “vidriera” que encerraba cajetillas de Competidora Gaditana, ruedas de Romeo y Julieta, boniatillos, alegrías de coco, jabones de olor, carretes de hilo y moscas ahogadas en almíbar… Varios cantadores guajiros improvisaban décimas, sentados en los troncos de quiebrahacha colocados en el portal a modo de bancos. Los caballos asomaban sus cabezotas en las puertas, atraídos por el resplandor de quinqués de carburo en forma de macetas… Las flores poéticas nacían sobre monótono balanceo de salmodias quejosas. Las coplas hablaban de trigueñas adoradas a la orilla del mar, del zapateado cubano y de gallos malayos, de cafetales y camisas de listado; todo iluminado con tintes ingenuos, como las litografías de cajas de puros. Mientras tanto, un escuadrón de judíos polacos se infiltraba entre los borrachos, vendiendo corbatas pasadas y hebillas de cinturón con las insignias de yacht-clubs imaginarios.
Menegildo pidió una gastosa por encima de diez cabezas. Se hizo magullar y vio cómo Pata Gamba, uno de los guapos del caserío, apuraba su refresco sin hacerle el menor caso. Intimidado, triste, solo, emprendió nuevamente el camino para alejarse del ingenio.
A la salida del pueblo varios faroles de vía avanzaban a paso de carga.
– ¡Viva Españaaaaaa…!
Menegildo vio surgir de la sombra a los siete únicos gallegos que habían quedado en el Central, anulados por la miseria, después del éxodo de emigrantes blancos de los años anteriores. Ahora estaban unidos en un gran concertante de gaitas y chillidos. Blandían botellas vacías y pomos de aceitunas que, pagados en vales a la bodega del ingenio, debían haberles costado varias semanas de durísimo trabajo… ¿Pero quién pensaba ya en el mañana…? ¡Era tan sabido que, al fin y al cabo, sólo los yanquis, amos del Central, lograban beneficiarse con las magras ganancias de aquellas zafras ruinosas…!
16 Encuentro
Una luna grávida, clara como lámpara de arco, parecía atornillada, muy baja, en una toma de corriente de la cúpula nocturna. Las siluetas de los árboles eran recortes de papel negro clavados en la campiña. Una luz de ajenjo bañaba el paisaje. Menegildo abandonó la ruta para seguir un atajo. Detrás de él, rodeado de músicas y danzas, roncaba el Central. Al pasar delante de una casona incendiada por los españoles en época de la guerra del 95, se santiguó. El sendero estaba orlado por setos de piedra cubiertos de lianas verdes, parecidas a sierpes. De trecho en trecho se alzaba, por unos metros, una alta e impenetrable pared de cardones lechosos. Una lechuza hendió el espacio como una pedrada… “¡Sola vaya!”, murmuró Menegildo.
Se aventuró en una vereda, siguiendo un campo de caña cuyas hojas se mecían blandamente con ruido de diario estrujado. En un extremo divisó varias cabañas triangulares. Cerca de estas viviendas primitivas, una hoguera agonizante lanzaba guiños por sus rescoldos.
– ¡Lo haitiano! -pensaba Menegildo-. Deben estar todo bebío…
Y escupió, para demostrarse el desprecio que le producían esos negros inferiores.
Siguió andando. Un poco más lejos, en una gruesa piedra, divisó una forma blanca. Desconfiado por instinto desde la hora en que caían las sombras, Menegildo se detuvo, mirando con todos los poros. Parecía una silueta de mujer. ¡Alguna haitiana del campamento…! Se acercó a paso rápido y, sin detenerse, pronunció un seco:
– Buenaj noche.
– Buenaj noche -respondió una voz que le hizo estremecerse por su acento inesperado.
Ya había dejado la mujer a sus espaldas, cuando la oyó hablar nuevamente:
– ¿Pasiando?
– Un poco…
Menegildo se volvió, deteniéndose a unos metros de ella, sin saber qué decirle. Había regresado por la sorpresa que le causaba oírla hablar “en cubano”. Debía ser de la tierra, porque casi ninguna haitiana lograba hacerse entender con “el patuá ese de allá…”. Menegildo observó que unos ojazos dulces y afectuosos relucían en su rostro obscuro. Sus cabellos, apretados como un casco, se veían divididos en seis zonas desiguales por tres rayas blancas. Estaba cubierta por un vestido claro, lleno de manchas y remiendos, pero bien estirado sobre el pecho y las caderas. Sus pies descalzos jugaban con el espartillo húmedo de rocío. Tenía una flor roja detrás de la oreja. (“Tá buena”, pensaba Menegildo, desnudándola mentalmente.)
– No tenía gana e dolmil, y vine a sentalme aquí a cogel frecco.
– ¿Sí?
Menegildo se sentía cohibido. No se le ocurría frase alguna. Queriendo adoptar una actitud varonil, se sacó de la camiseta un trozo de tabaco mascullado y lo encendió largamente. La mujer lo miraba con fijeza mientras la luz del fósforo hacía bailar sombras en su cara.
De pronto, Menegildo halló un tema de conversación:
– Ya tenemo año nuebo.
– Parese…
– En e pueblo la gente bailaba en tó lao. ¡Y había tomadore! ¡Caballero, qué de tomadore…! Ella suspiró:
– Yo hubiese querido dil hatta e caserío pa vel a la gente… ¡Pero e muy lejo! ¡Y de noche! ¡Y sola por ahí! ¡E un diablo eso…!
– No e bueno metelse en e rebumbio! ¡Ya debe habel gente fajáa…! ¡Yo vine en seguía! ¡Pal demonio…!
– Sí, pero aquello está diveltío… Lo de aquí etá muy tritte…
Menegildo hizo una pregunta que le quemaba los labios:
– ¿Uté e de por aquí?
– Yo soy de allá, de Guantánamo.
El silencio pesó nuevamente. Un orfeón de grillos transmitía sus adagios bajo las hierbas. Menegildo, no sabiendo en qué ocupar sus dedos, se quitó el sombrero de guano. La mujer sonrió:
– No se quite e sombrero.
– ¿Pol qué?
– Mire que la luna e mala…