– ¡Veddá…!
Tenía razón. La luna era mala. Salomé se lo había dicho mil veces. Menegildo se cubrió. El hombre y la mujer callaban, mirándose de soslayo. El mozo chupaba fuertemente su puro. Pero estaba apagado y no le quedaban cerillas… La desconocida observó que este percance lo llenaba de vergüenza.
– Agualde…
La mujer corrió hacia la hoguera casi apagada para traerle una rama en que una pálida lumbre vivía aún.
Al encender la colilla, Menegildo creyó adivinar la forma de un seno por el leve escote del vestido.
– ¡Gracia…!
– ¡De ná!
El cerebro del macho esbozó un gesto que sus manos no siguieron. Ahora se sentía profundamente humillado por su cortedad. “¡Si no fuese tan tímido, le fajaría a la mujel esa…!” Pero la sensación de que nunca tendría el valor de ello aumentaba su indecisión. Quería marcharse y no lograba dar un paso… Al fin rompió el silencio:
– Entonse… Buena noche.
– Adió.
Partió sin volver la cabeza. Dos ojos brillantes estaban clavados en su nuca. Sus músculos percibían esa mirada a través de la camiseta. Se apresuró, hostigado por una inquietud extraña que le hacía contraer las espaldas.
Una araña peluda, con lomo de terciopelo pardo, atravesó lentamente el sendero.
17 Lirismos
Menegildo estaba enamorado. Mil lirismos primarios iban naciendo en las íntimas regiones de su tosca humanidad. Un cálido cosquilleo recorría su cuerpo cada vez que pensaba en la mujer encontrada la otra noche. Cantaba, reía solo o, súbitamente, se sumía en un abatimiento sin esperanza. Erguido en la carreta, atravesaba los cañaverales con aire ausente. A veces trocaba los nombres de los bueyes, regañando a Piedra Fina por Grano de Oro, haciéndoles bajar a las cunetas o derribando montones de cañas.
– Tú etá loco, muchacho -decían gravemente los carreteros viejos.
El que por principio, sin saber leer, discutía siempre el peso de las carretadas cuando había detenido sus bestias bajo el arco de la romana, se quedaba apartado ahora, dejando que el pesador manipulara libremente sus termómetros de quintales. El florecimiento de su vida sentimental era responsable de algunos vientres apretados a la hora de la paga, pues el pesador -antiguo hidalgo italiano, arruinado por la guerra y su estetismo improductivo- movilizaba todas las prácticas encaminadas a engañar al mísero machetero en beneficio del colono. Los pesos y contrapesos corrían sobre reglas de cobre, movidos por manos de bandido. Pero Menegildo pensaba en otras cosas, apoyado en su pica… Como su aspecto físico comenzaba a preocuparlo, se compró un par de zapatos de piel de cerdo, con ancha suela redonda. El polaco Kamín le hizo adquirir una camisa anaranjada, con círculos rojos y azules, en La Nueva Varsovia. Además lo indujo a gastarse los últimos cuartos que le quedaban en un “jabón de olor”.
Estas maravillas fueron acogidas con desconfianza por Salomé. La vieja se preguntó si su hijo no habría sido víctima de alguna brujería disuelta en una taza de café. ¡Cuando menos se lo piensa uno, le echan la salación…!
Aquella noche, Salomé repitió con insistencia, mirando al mozo de reojo:
– ¡La mujere son mala! ¡La mujere son mala…!
Sin darse por aludido, Menegildo guardó sus compras debajo de la cama, mascullando amenazas terribles para aquel de sus hermanitos que se atreviera a tocarlas.
18 Hallazgo
Dominado por una preocupación nueva en su vida, Menegildo pasaba todos los días delante del campamento de haitianos que albergaba a la linda mujer de la flor en la oreja.
Él nunca habría sido capaz de enamorarse de una haitiana. ¡Desde luego! Pero creía adivinar que una mujer “de allá, de Guantánamo”, no se encontraba a gusto entre tantos negros peleones y borrachos, que sólo pensaban en gallos y botellas. Menegildo no lograba ver claro en ese problema, y la sensación de un misterio hacía crecer los prestigios y atractivos de esa desconocida, a la que deseaba furiosamente ahora, con todos los ímpetus de su carne virgen… El egoísmo de su pasión sana, sin complicaciones, no admitía la posibilidad del obstáculo infranqueable. Lo que debía pasar, pasaría. ¡Y si ella no lo quería por las buenas, sería por las malas!
Una mañana la vio colgando ropas mojadas junto a una de las chozas. La mujer le sonrió dulcemente, mordiéndose el índice. Pero un negro gigantesco atravesó el campamento, y ella le volvió bruscamente las espaldas. Otro día se miraron durante largo rato a distancia. Se hicieron señas que ninguno entendió… Una noche, ella le tiró una flor silvestre que olía a gasolina. Pero cada vez que Menegildo intentaba acercarse, lo detenía un atemorizado ademán. La mujer parecía temer algo. Moviendo hacia él la palma de la mano le decía siempre: “Aguarda…”
Entonces Menegildo, azotado por el deseo, picaba sus bueyes con furia. Grano de Oro y Piedra Fina partían a toda velocidad, belfos en tierra, sacudiendo la cola con indignación.
– ¡Tú etá loco, muchacho! -repetían los carreteros viejos.
Aquella tarde, frente al campamento de haitianos, Menegildo detuvo la carreta para recoger un jirón de tela blanca que colgaba de un arbusto espinoso. Lo tomó con la mano izquierda y se lo guardó en el sombrero, bendiciendo las fuerzas ocultas que lo hacían merecedor de semejante hallazgo.
19 El embó
El bohío del viejo Beruá se alzaba al pie de un mogote rocoso, agrietado por siglos de lluvia y roído por una miríada de plagas vegetales. Algunas cañas bravas, ligeras como plumas de avestruz, jalonaban, su base, orlando el manto casi impenetrable del enorme cipo -urdimbre de espinas, tubos de savia dulzona, verdosos ciempiés y orquídeas obscenas. El brujo vivía pobremente. Jamás había conocido la celebridad de Tata Cuñengue, el que mató al alacrán, ni la opulencia de Taita José, el que llegó a poseer en la capital aquel Solar del Arará, visitado antaño por mas de un nieto de capitanes generales. Pero la mazorca de maíz colgada frente a su puerta, con los granos al descubierto, así como su vejez y la demostrada eficiencia de sus remedios, daban fe de una ciencia digna de ser envidiada por sus más sabios antecesores. Aunque nunca se había aventurado hasta ahí Menegildo adivinó que aquélla era la casa. El mozo gritó con voz fuerte:
– ¡Buenoj día!
El viejo Beruá apareció en el marco de la puerta. Su cara parecía más arrugada que nunca. Tenía la cabeza envuelta en una servilleta blanca -color ritual de la Virgen de las Mercedes. Una patilla gris temblequeaba en el vértice de su barba. Sus manos sarmentosas, llenas de escamas como lomo de caimán, se asían de un grueso bastón. Detrás de él asomó la casi centenaria Ma-Indalesia, esposa del Taita, contemplando a Menegildo con curiosidad hostil.
– Taita… Soy Menegildo, el hijo de Salomé… Era pa un remedio…
Ma-Indalesia lo hizo entrar con una seña. Examinó todavía al mozo durante un instante, hasta que una sonrisa se dibujó en la trama de sus arrugas:
– ¡Ay, niño…! Tu madre no se acuelda ya de la vieja. Battante vese que le puse la Oración de la Vilgen de la Caridá en la barriga cuando daba a lú… Ella debe ettalse figurando que la vieja Indalesia etá que no sibbe pa ná… Jase como una pila e tiempo que no manda ná pal Santo.
– Mientras no hay enfelmo, naiden se acuelda de uno… -apoyó el Taita.
Menegildo, sentado en un taburete entre los dos ancianos, objetó con timidez:
– Taita… Uté sabe que todo lo queremo… Ayel mimitico Luí se acoldaba de cómo Ma-Indalesia le sacó un orzuelo, arrestregándoselo con e rabo de un gato prieto…
Beruá se mostró más indulgente:
– Etamo en pá, niño. E camino e laggo… Y la comadre etá cansá de tanto trabajo y tanto muchacho… ¿Cuá é e remedio que tú necesita?