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Aquella tarde el mozo regresaba a pie del caserío. El crepúsculo combinaba una última gama de rojos y morados. Como de costumbre, Menegildo siguió el sendero que se había vuelto, para él, una ruta cotidiana. Andaba a paso de potro cansado, arrastrando las piernas, dejando colgar los brazos. Desde que el recuerdo de esa mujer iba minando sus reservas de energía, el deseo se había acumulado de tal manera en sus sentidos, que llegaba a experimentar una suerte de anestesia moral. Era como si una gran desgracia, una desgracia mal definida, pero sin remedio, le hubiera acontecido… Miró con ojos torvos las cabañas de los haitianos, que se alzaban a su izquierda. Y como esta visión lo dotó nuevamente del sentido de las realidades, se complació en enviar a todos los ajos a aquella mujer que había entrado en su vida “para trael la desgrasia”… Después de proferir cien imprecaciones a media voz, se sintió más fuerte, más dueño de sí mismo.

Dejó a sus espaldas el campamento donde los negros vaciaban jícaras de congrí y pan bañado en guarapo. Ya atravesaba la cañada que cortaba el camino, cuando se detuvo bruscamente, mirando con toda la piel.

La mujer estaba ahí. Sola. Sentada en una piedra blanca, bajo los almendros.

Menegildo saltó al arroyo para llegar más pronto. Ella intentó huir, con nervioso sobresalto de corza. El mozo la apretó entre sus brazos, incrustando sus anchos dedos en caderas tibias.

– ¡Quita…! ¡Quita…!

La mordía como un cachorro. Los dientes no lograban pellizcar siquiera la carne rolliza de sus hombros. Pero sus sentidos se enardecían hasta el paroxismo, conociendo el sabor de la piel obscura, con su relente de fruta chamuscada, de resina fresca, de hembra en celo. Las manos se le contraían nerviosamente, amasando aquel cuerpo como pasta de hogaza. Ella, remozando un rito primero de fuga ante el macho, arañaba su pecho y esquivaba el rostro ante las ansiosas caricias del hombre.

– ¡Suetta! ¡Suetta…!

– No… No… ¡Ahora sí que no te me va…!

Menegildo le desgarró brutalmente el vestido. Sus senos temblorosos, contraídos por el deseo, surgieron entre hilachas y telas heridas. El mozo la apretó, rabiosamente contra su cuerpo. Jadeantes, empapados de sudor, rodaron entre las hierbas tiernas…

De pronto ella se deslizó entre las manos ya blandas de Menegildo. Atravesó la cañada, hundiendo sus pies desnudos en las arenas cubiertas de agua. Corrió hacia un grupo de guayabos que crecían en la otra orilla, tratando de ocultarse los senos con las manos abiertas. Como el mozo se disponía a seguirla, le gritó:

– ¡Vete…!

Y desapareció entre los árboles.

Después de un momento de indecisión, Menegildo decidió regresar al bohío. Se sentía inquieto, inexplicablemente inquieto, al darse cuenta, de manera vaga, que un nuevo equilibrio se establecía en su ser. Era como si hubiese cambiado de piel, bajo el influjo de un clima insospechado. Una palpitante alegría hacía oscilar un gran péndulo detrás de sus pectorales cuadrados, que ya conocían contacto de mujer… Aquella noche, ante el repentino cambio de humor que observó en su hijo, Salomé aplazó sus proyectos de limpieza mágica. Hizo café dos veces, sin explicar a Usebio y Luí que con ello festejaba una curación misteriosa, que sólo podría atribuirse a sus repetidas oraciones y a la protección de las sacras imágenes del altar hogareño.

Dos días después, guiados por una telepatía del instinto, el hombre y la mujer se encontraron en el mismo lugar. Y la cita se repitió cada tarde… Encima de ellos, bajo cúpulas de hojarasca, los cocuyos se perseguían a la luz de sus linternas verdes, mientras el rumor sordo del ingenio danzaba en una brisa que ya olía a rocío.

21 Juan Mandinga

Aquella noche cabalgando un cajón lleno de leña, el viejo Luí evocaba cosas de otros tiempos… ¡Musenga, musenga! ¡Ay, sí, niño! ¡Y bien que ¡había sido esclavo! Su padre, Juan Mandinga, bozal de los buenos, había nacido allá en Guinea, como los santos del viejo Beruá… Los pliegues más remotos de su memoria conservaban el recuerdo de cuentos que describían un largo viaje en barco negrero, por el mar redondo, bajo un cielo de plomo, sin más comida que galletas duras, sin más agua para beber que la contenida en unos cofres hediondos… ¡Ay, sí, niño! Al bisabuelo ese nadie tuvo que enseñarle la lengua hablada en los barracones. Los ingenios de entonces no eran como los de ahora, con tantas maquinarias y chiflidos. El cachimbo del amo tenía un simple trapiche, con unas mazas y unas pailas para cocinar el guarapo. La chimenea era chata, ancha abajo y estrecha en el tope, como las de ciertos tejares primitivos. Y tanto en el día como por el cuarto de prima o el de madrugada, la dotación penaba junto a los bocoyes… El régimen era implacable. Las hembras de la negrada trabajaban tan rudamente como los hombres. A las cinco de la madrugada llamaba el mayoral, y los que no hubiesen cubierto turnos de noche tenían que salir hacia los cortes o la casa de calderas, bajo la amenaza del látigo. Por la tarde, sonaba la campana, y después de la oración había que hacinarse en los barracones para dormir detrás de las rejas. También había chinos entonces, pero eran mejor tratados, que la carne de ébano. ¡Nada era peor que la condición de negro…! Por cualquier falta le meneaban el guarapo, y, ¡ay, niño!, silbaba la “cáscara de vaca” o el matanegro sobre las espaldas contraídas. El cuero y el bejuco levantaban salpicaduras de sangre hasta el techo del tumbadero… Y, a veces, cuando el delito era mayor, se aplicaba el “boca-abajo llevando cuenta” y el suplíciado tenía que contar en alta voz los azotes que recibía. Y si se equivocaba, ¡ay, niño!, el mayoral empezaba de nuevo. ¿Quién comprendía que muchos bozales sólo sabían contar correctamente hasta veinticinco o treinta? Nadie. Los gritos desgarraban las gargantas: Ta bueno, mi amo; ta bueno, mi amito; ta bueno… Y después, para curar las heridas, las untaban con una mezcla de orines, aguardiente, tabaco y sal. Y cuando una mujer embarazada merecía castigo, abrían un hoyo en la tierra para que su vientre no recibiera golpes, y le marcaban el lomo a trallazos… ¡Y los grilletes! ¡Y los cepos! ¡Y los collares de cencerros que iban pregonando la culpa! ¡Ay, niño, los tiempos eran malos…! Sólo los domingos, después de la limpieza del batey y de la casa vivienda, la dotación podía olvidar sus padecimientos durante unas horas. Bajo la presidencia del rey y de la reina designados para la ocasión, el bastonero daba la señal del baile. Retumbaban los tambores, y los cantos evocaban misterios y grandezas de allá… Pero las negradas del campo ignoraban los esplendores de la Fiesta de Reyes, que sólo se celebraba dignamente en las ciudades. Ese día las calles eran invadidas por comparsas lucumíes, de congos y ararás, dirigidas por diablitos, peludos, reyes moros y “culonas” con cornamentas Antes de recibir el aguinaldo se bailaba la Culebra: