Pero estos fugaces holgorios no compensaban una infinita gama de sufrimientos. El negro que no moría por enfermedad o a causa de un castigo, acababa pegado a una talanquera, hecho hueso y pelo… Los mayores eran la plaga peor. Abusadores, crueles, altaneros. Doblando siempre el espinazo ante el amo, descargaban sus secretos rencores sobre el siervo de carne obscura. La mayorala, ávida de parecerse a las señoritas de la casa, imponía las faenas más estúpidas a los esclavos de la dotación. ¿Que llegaba un domingo? Escogía al mejor bailador de la colonia para llevar un recado a cinco leguas de distancia. ¿Que estaba embarazada y quería comer pescado? ¡Vengan dos negros para meterse en el río y coger sol y humedad por gusto…! Sin embargo, el viejo Juan Mandinga fue de los pocos que no pudieron quejarse por aquellos años durísimos. Con sus dientes limados en punta y cauterizados con plátano ardiente, supo caerle en gracia al amo. El amo de aquel ingenio no era como tantos otros. Se le sabía afiliado a la masonería. Leía unos libros franceses que hablaban de la igualdad entre los hombres. Hizo destruir varios calabozos destinados a la negrada. A menudo regañaba al mayoral cuando le sorprendía castigando a un negro con excesiva rudeza. Y cuando nació el hijo de Juan Mandinga, lo eligió para desempeñar tareas domésticas que se reducían muchas veces a la de jugar con los niños blancos… Cuando estalló la guerra, fue de los primeros en alzarse contra los tercios españoles. El padre de Luí le cargó las escopetas y la tienda de campaña. Y al terminarse la esclavitud, en recuerdo de los días tormentosos de la manigua, el amo regaló al viejo esclavo aquel trozo de tierra que sus hijos labrarían… hasta verse obligado a venderlo al Ingenio norteamericano… ¡Juan Mandinga sí que había visto cosas…! A pesar de su fidelidad al amo, descifró, como todos sus semejantes, los secretos toques de tambor que anunciaban próxima sublevación en las dotaciones vecinas. Pero nada dijo acerca de ello, deseando que, por una vez, los mayorales conocieran los furores del humilde que se subleva. Los jefes de aquella rebelión fueron bárbaramente pasados por las armas, como aconteció muchos años antes con aquel heroico Juan Antonio Aponte, cabecilla de esclavos, cuyo cadáver, descuartizado, se expuso en el puente de Chávez para escarmiento de las negradas. Las señales rítmicas surcaban el cielo como un toque de rebato. Juan Mandinga husmeó el aire en silencio, sintiendo una simpatía ancestral por los que osaban remozar ritos de telegrafía africana con aquellos tam-tam que olían a sangre. Pensaba que si el desesperado esfuerzo no daba fruto, al menos los palenques de cimarrones quedarían engrosados. Y después de sofocado el levantamiento, cuando el amo, adivinando que Juan sabía largo sobre el asunto, le preguntó: “¿Y tú, qué opinas de los atropellos cometidos por tus hermanos?”, el negro le respondió valientemente: “Mi amo, tóos no son como uté, y cuando e río crese e porque hay lluvia. Si la tiñosa quiere sentalse, acabarán por salir le nalgas…” El amo le había contemplado con muda sorpresa, pensando que, en el fondo, las palabras del esclavo anunciaban el ocaso de un indefendible estado de cosas. Y cuando devolvió la libertad a Juan Mandinga, le autorizó a llevar su propio apellido para que su prole no fuera mancillada por un nombre forjado en mercado de negros… El viejo Luí se acaloraba con el relato. -Sí, niño. Lo tiempo eran malo pa la gente de colol. Por salas que estén las cosas ahora, no e lo mimo. ¡Las zafras por e suelo! ¡Los pobres siempre embromaos y pasando hambre! ¡Lo colono pagando poco y regateando e resto! ¡Pero, a pesar de to, no hay desgrasiao que pueda pelarle el lomo a uno! ¡Pa eso hubo la guerra! ¿E tiempo de Eppaña? ¡Pal cara…!
Menegildo no se conmovía con estas evocaciones. El monólogo del abuelo, harto conocido, le era tan indiferente ahora como la monótona trepidación del Central. Pensaba gravemente en la mujer que había elegido. Él hubiera querido arrimarse con ella, construir un bohío como éste, con una “colombina de matrimonio” para poder dormir juntos. Pero aquello se mostraba como algo muy remoto. Todo contrariaba sus proyectos… De pequeñuela, Longina había sido llevada a Haití por su padre. Este último, embrujado por un hombre-dios que recorría las aldeas con los ojos desorbitados, desapareció un día sin dejar huellas. La niña quedó al cuidado de una tía vieja que la maltrataba. Con la adolescencia, sintió anhelos vagabundos, y como tenía deseos de volver a la tierra que decían suya, se fugó con un bracero haitiano que iba a Cuba para trabajar en los cortes. Poco después, su primer “marío” la vendió por veinte pesos a un compé de la partida, llamado Napolión. Era pendenciero y borracho. Le inspiraba un miedo atroz. Siempre encontraba motivo oportuno para zurrarla… Y Longina no era mujer a quien gustara dejarse pegar por “un cualquiera”… (“Tú sí puées hacel conmigo lo que te dé la gana”, había confesado a Menegildo)… Por esto temió hablar con el mozo durante largas semanas. ¡Pero, ahora, todo le importaba poco! Ella lo quería. Lo juraba sobre la memoria de su padre y las cenizas de su madre. ¡Que se viera muerta ahora mismo si decía mentiras…!
Menegildo se repetía que esta situación no podría durar mucho tiempo. Instintivamente, esperaba un desenlace traído por la fuerza de las cosas. Y al reconocer que “estaba enamorado como un caballo”, presentía una época de conflictos y violencias que le abriría las puertas de mundos desconocidos. Nada podría oponerse a la voluntad bien anclada en el cerebro de un macho. Como decía el difunto Juan Mandinga: “Si la tiñosa quiere sentalse, acabarán por salirle nalgas”…
22 Incendio (a)
Inmóvil, mudo de sorpresa por la rapidez con que se había desencadenado el incendio, Usebio Cué contemplaba la gran cortina de fuego que cerraba inesperadamente el centro del valle. ¡Eso sí que era candela, caballeros! El humo claro subía majestuosamente en la noche, yendo a engrosar pesadas nubes tintas de ocre y preñadas de agua. Miríadas de lentejuelas ardientes revoloteaban sobre el plantío, levemente sostenidas por el vaho de la hoguera conquistadora. Frente a las llamas corrían hormigas humanas, sacudiendo largos abanicos. En coro, las sirenas del Central tocaban alarma.
– ¡Desgraciaos! -sentenciaba el abuelo, apoyado en un horcón del portal, sin explicar a quién se dirigían sus insultos-. ¡Desgraciaos! Se va a quemar la casa de Ramón Rizo.
Espoleando su caballo de cascos pesados, un guardia rural entró en el batey, machete en mano, dispuesto a repartir planazos:
– ¿Qué c… esperan aquí…? ¡Salgan a apagar, ajo!
¡Cojan yaguas y arranquen…!
Menegildo y su padre empuñaron pencas de guano y echaron a andar hacia el fuego. Por el camino, el padre rezongaba rabiosamente:
– ¡Ahora hay que dil a tiznalse por gutto! ¡Siempre resulta uno salao!
Llegaron a la línea de defensa. El incendio avanzaba sobre los campos con un frente de doscientos metros. Las cañas sudaban, crepitaban, ennegrecían, sin perder un zumo cuya cocción se iniciaba sobre la tierra misma. Los ramos de hojas verdes y cortantes, pictóricos de savia, humeaban como chimeneas de fábrica. El colchón de paja que cubría el suelo húmedo era atacado por llamitas azules que lo iban mordiendo con ruido de motor de explosión. Centenares de guajiros y braceros azotaban el fuego con sus plumas vegetales, levantando torbellinos de chispas… Algunos colonos, galopando en sus caballos asustados por el resplandor, lanzaban órdenes breves, subrayadas, por imprecaciones y palabrotas. En medio de la turbamulta, la mujer de Ramón, sucia, desgreñada, casi desnuda, seguida por varios mocosos con las nalgas al aire, corría despavoridamente aullando lamentaciones que nadie escuchaba. Algunos jamaiquinos, con máscaras de cenizas y sudor, salían de vez en cuando de la zona del combate para tragar un sorbo de ron que les templaba las entrañas.