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No había querido, pues, que esta novela volviese a publicarse hasta el día en que una editorial pirata de Buenos Aires lanzó de ella, al mercado latinoamericano, una horrorosa edición, colmada de erratas, de líneas saltadas, de empastelamientos, de la cual, para colmo, se eliminó la mención final de lugar y año -«Cárcel de La Habana, agosto 19 de 1927»-, con el evidente propósito de engañar al lector, haciéndole creer que se trataba de una obra reciente, posterior a El Siglo de las Luces, y, por lo tanto, más actual. Dicha edición circuló por todos los países de América Latina, cruzó el Atlántico, invadió las librerías españolas, y fue reeditada -piratería en cadena- por una empresa uruguaya de cuyo nombre no quiero acordarme.

Y ya que el libro anda rodando por los reinos de este mundo, me resuelvo hoy a entregarlo a las prensas de la Editorial Bruguera, S. A., para que, al menos, cobre valor de documento, perfectamente fechado, explicado y ubicado por el presente prólogo, dentro de la cronología de mi producción.

El primer capítulo es visión -«vanguardista», como dije- de un ingenio en plena zafra. Se dice que: «hay guerra, allá en Uropa». Guerra que es la del 14-18, en el comienzo del tiempo que dio en llamarse de las «vacas gordas» por la mirífica y breve ola de prosperidad que nos trajo la contienda. Se importan braceros haitianos y jamaiquinos; hay muchos emigrantes gallegos, bodegas de chinos, etcétera, etcétera… El nacimiento de Menegildo se sitúa unos años atrás, forzosamente, ya que se alude, más adelante, cuando ya el personaje es hombre hecho y derecho, a una gran miseria que fue, para el pueblo, la de los últimos años del machadato (cap. 34), con una «vida de milagros», cada día renovada. Hay alusiones al latifundio y a sus procedimientos (cap. 6), y a la faramalla politiquera de los primeros años de la República intervenida (cap. 27). Hay un ciclón que prefigura el que habrá de verse en El Siglo de las Luces. La secuencia del rompimiento ñáñigo se debe a lo apuntado por mí en ceremonias a las cuales asistía en compañía del compositor Amadeo Roldan, cuando trabajábamos en el texto y música de los ballets. La rebambaramba y El milagro de Anaquillé. (Desde entonces esas cuestiones se estudiaron a fondo, pero, dentro de un tratamiento que no aspira al rigor científico, lo descrito, en sus líneas generales, responde bastante exactamente a la realidad.) Los cuadros de la prisión son los que contemplaba yo en los días mismos en que escribí el primer estado de la novela -poco modificado, aunque bastante ampliado, en la versión de 1933.

Muerto Menegildo, nace un segundo Menegildo -su hijo- en el capítulo final de la novela. Ese tendrá veintiocho años en 1959. Habrá visto otras cosas, habrá oído otras palabras. Y, para él, «otros gallos cantarán» -como hubiese dicho el sentencioso Usebio Cué- en el alba de una Revolución que habrá de darle su dignidad y dimensión de Hombre, dentro de una realidad nueva, sobre un suelo donde, hasta entonces, por el color de su piel, tal dimensión le era negada.

Alejo Carpentier

I INFANCIA

1 Paisaje (a)

Anguloso, sencillo de líneas como figura de teorema, el bloque del Central San Lucio se alzaba en el centro de un ancho valle orlado por una cresta de colinas azules. El viejo Usebio Cué había visto crecer el hongo de acero, palastro y concreto sobre las ruinas de trapiches antiguos, asistiendo año tras año, con una suerte de espanto admirativo, a las conquistas de espacio realizadas por la fábrica. Para él la caña no encerraba el menor misterio. Apenas asomaba entre los cuajarones de tierra negra, se seguía su desarrollo sin sorpresas. El saludo de la primera hoja; el saludo de la segunda hoja. Los canutos que se hinchan y alargan, dejando a veces un pequeño surco vertical para el “ojo”. El visible agradecimiento ante la lluvia anunciada por el vuelo bajo de las auras. El cogollo, que se alejará algún día, en el pomo de una albarda. Del limo a la savia hay encadenamiento perfecto. Pero hecho el corte, el hilo se rompe bajo el arco de la romana. Habla el fuego: “Por cada cien arrobas de caña que el colono entregue a la Compañía, recibirá el equivalente en moneda oficial de equis arrobas de azúcar centrífuga, polarización 96 grados, según el promedio quincenal correspondiente a la quincena en que se hayan molido las cañas que se liquidan…” La locomotora arrastra millares de sacos llenos de cristalitos rojos que todavía saben a tierra, pezuñas y malas palabras. La refinería extranjera los devolverá pálidos, sin vida, después de un viaje sobre mares descoloridos. De la disciplina de sol a la disciplina de manómetros. De la yunta terca, que entiende de voz de hombre, a la máquina espoleada por picos de alcuzas. Como tantos otros, Usebio Cué era siervo del Central. Su pequeña heredad no conocía ya otro cultivo que el de la “cristalina”. Y a pesar del trabajo intensivo de las colonias vecinas, la producción de la comarca entera bastaba apenas para saciar los apetitos del San Lucio, cuyas chimeneas y sirenas ejercían, en tiempos de zafra, una tiránica dictadura. Los latidos de sus émbolos -émbolos jadeantes, fundidos en tierras olientes a árbol de Navidad-, podían alterar a capricho el ritmo de vida de los hombres, bestias y plantas, imprimiéndole frenéticas trepidaciones o inmovilizándolo a veces de modo cruel… En torno a un vasto batey cuadrangular, un caserío disparatado albergaba a los braceros y dignatarios de la fábrica. Había largos hangares con techumbre roja, de hierro corrugado, y paredes enjalbegadas con cal, destinadas a los trabajadores ínfimos. Varias residencias burguesas promovían una competencia de columnitas catalanas y balaustres de melcocha. La botica de don Matías, que exhibía anacrónicas bolas de vidrio llenas de agua-tinta, estaba coronada por un anuncio de fotografía pueblerina, realzado por las siluetas de tres cañones coloniales y una jaula en que enflaquecía un mono roñoso. Más lejos, sonrientes y decentitas como alumnas de un colegio yanqui, se alineaban algunas casitas de piezas numeradas y tabiques de cartón, enviadas de La Habana la semana anterior y que serían ocupadas por los químicos y empleados de la administración. No faltaba un ridículo campanario semi-gótico, con estereotomía figurada, ni la glorieta de cemento llena de inscripciones obscenas y dibujos fálicos trazados a lápiz por los niños que, después de cantar el hilno, aullaban al salir de la escuela pública: “La bola del mundo se cayó en el mar; -ni tu padre ni tu madre se pudieron salvar…” Una calle algo apartada mostraba los bohíos que solían ocupar mujeres venidas cada año a “hacer la zafra”. Y de trecho en trecho se erguían aún viejas casonas de vivienda, de modelo antiguo, con sus anchos soportales guarnecidos de persianas, puntales de cuatro metros y triple capa de tejas criollas, onduladas y cubiertas de musgo.

También se veían dos o tres calles rectas, casi vírgenes de casas, desafiando los palmares con sus aceras rajadas y sus arbolitos tallados en bola. Varias carrileras estrechas se zambullían en la lejanía verde, partiendo de la boca del ingenio. Un terreno de pelota, feudo de la novena local, mostraba su trazado euclidiano invadido por los guizazos. Un zapato clavado en el home. Las romanas seccionaban el azur, semejantes a grandes testeros luminosos. Mil alcachofas de porcelana relucían en brazos de los postes telegráficos. Transbordadores, discos, agujas y mangas de agua presentaban armas de las guardarrayas. El balastro de las vías era un picadillo de hojas cortantes y secas. Surcando campos de caña, alguna locomotora arrojaba bufidos de humo en el espacio… Todavía existía en alguna parte, solitaria y hendida, la campana que había servido antaño para llamar a los esclavos.