Se llenaron las copas. El alcohol ablandaba gratamente las articulaciones de Menegildo. Apoyado en un saco de maíz, escuchaba anécdotas de fraudes electorales que evocaban las siluetas de matones especialistas, enviados con la misión de “ganar colegios de cualquier manera”… Y en tiempos de reelección, ¿no se había visto a los soldados dando) planazos de machete a los votantes adversos? ¿Y el truco que consistía en confiscar los caballos de todos los campesinos sospechosos de oposicionismo, para no dejarlos concurrir a las urnas, bajo el pretexto de la carencia de cierta chapa de impuesto, de la que sólo se acordaban las autoridades en días de “comisios”?… ¡Había que orientar la opinión del pueblo soberano…!
Menegildo recordaba las fiestas políticas celebradas en el pueblo. Las guirnaldas de papel, tendidas de casa en casa. Las pencas de guano adornando los portales. Cohetes, voladores y disparos al aire. Una tribuna destinada a la oratoria, y una charanga de cornetín, contrabajo, güiro y timbal, para glosar discursos con aire de décima, en que el panegírico del candidato era trazado con elocuencia tonante por medio de parrafadas chillonas que organizaban exhibiciones de guayaberas heroicas, cargas al machete y pabellones tremolados en gloriosos palmares… El apoteosis de las promesas estilizaba el campo de Cuba. Los jacos engordaban, los pobres comían, los bueyes tendrían alas, y nadie repararía en el color de los negros: sería el imperio del angelismo y la concordia. Una ausencia total de programa era llenada con fórmulas huecas, reducidas frecuentemente a un simple lema. ¡A pie! pretendía sintetizar un espíritu democrático que se oponía ventajosamente, se ignoraba por qué serie de obscuras razones, al ¡A caballo! formulado por el partido adverso. En espera del momento en que pudieran comenzar a vender la república al mejor postor, los oradores desbarraban épicamente. De minuto en minuto, los nombres de Maceo y Martí volvían a ser prostituidos para escandir las peroraciones de aquellas cataratas grandilocuentes que conquistaban fáciles aplausos. Los catedráticos, pretendiendo movilizar una oratoria de otro estilo, obtenían bastante menos éxito, a pesar de exprimirse el intelecto para presentar imágenes clásicas. ¡Pena perdida! “La espada de Colón y el huevo de Damocles” no interesaban a nadie. El autor de un infortunado principio de discurso, por el estilo de: “Liberales de color de Aguacate”, estaba hundido de antemano… Lo que el pueblo necesitaba era alimento ideológico, doctrina concreta. Cosas como:
El más genial de los políticos había sido aquel futuro representante que repartía tarjetas redactadas en dialecto apopa, prometiendo rumbas democráticas y libertad de rompimientos para ganarse la adhesión de las Potencias ñáñigas. ¡Votad por él…!
Rodeado de correligionarios, más de un prohombre de menor cuantía solía escuchar su elogio, revólver al cinto, pensando en las posibilidades productoras del querido pueblo que lo aclamaba. ¡Había que saber ordeñar la vaca lechera del régimen demagógico…! A veces, con la amenaza de apedrearlo a la salida de la cívica ceremonia si “no lo ayudaba”, un vivo lograba extraerle unos cuantos dólares. Pero ¿quién no aceptaba la férula de un elector?… Cierto candidato había tenido la inefable idea de entronizar el espíritu de la conga colonial en sus fiestas de propaganda. De este modo, cuando el mitin era importante y la charanga de la tribuna de enfrente comenzaba a sonar antes de tiempo, el orador tenía la estupefacción de ver a su público transformado en una marejada de rumberos, mientras sus palabras se esfumaban ante una estruendosa ofensiva de: ¡Aé, aé, aé la Chambelona! Los electores recorrían toda la calle principal en un tiempo de comparsa arrollada, y regresaban a escuchar otro discurso, abotonándose las camisas.
Lo cierto es que la sabia administración de tales próceres había traído un buen rosario de quiebras, cataclismos, bancos podridos y negocios malolientes. Roída por el chancro del latifundio, hipotecada en plena adolescencia, la isla de corcho se había vuelto una larga azucarera incapaz de flotar. Y los trabajadores y campesinos cubanos, explotados por el ingenio yanqui, vencidos por la importación de braceros a bajo costo, engañados por todo el mundo, traicionados por las autoridades, reventando de miseria, comían -cuando comían- lo que podía cosecharse en los surcos horizontales que fecundaban las paredes de la bodega: sardinas pescadas en Terranova, albaricoques encerrados en latas con nombre de novela romántica, carne de res salada al ritmo del bandoneón porteño, el bacalao de la Madre Patria y un arroz de no se sabía dónde… ¡Hasta la rústica alegría de coco y los caballitos de queque retrocedían ante la invasión de los ludiones de chicle! ¡La campiña criolla producía ya imágenes de frutas extranjeras, madurando en anuncios de refrescos! ¡El orange-crush se hacía instrumento del imperialismo norteamericano, como el recuerdo de Roosevelt o el avión de Lindbergh…! Sólo los negros, Menegildo, Longina, Salomé y su prole conservaban celosamente un carácter y una tradición antillana. ¡El bongó, antídoto de Wall Street! ¡El Espíritu Santo, venerado por los Cué, no admitía salchichas yanquis dentro de sus panecillos votivos…! ¡Nada de hot-dogs con los santos de Mayeya!
Sonó la sirena. Nuevas caras, salidas del Central, aparecieron en la bodega. La tertulia se deshizo… Menegildo estaba excitado por sus cinco copas de ron. Tenía ganas, indistintamente, de reír fuerte, de acariciar a su mujer o de reñir con alguien. Un nervioso deseo de acción le hacía mirar las torres trepidantes del Ingenio, con ganas de escalarlas… ¿Y Longina? No sabía de ella desde la noche de la agresión. ¿Y el desgraciao ese…? ¡Si lo hubiera visto aquella noche, habría pasado algo serio! Antonio tendría la prueba de que sabía portarse como un macho… Mascullando insultos, Menegildo palpaba la vaina de su cuchillo.