Varios “conocíos” lo acompañaban en la ruta, alejándose del caserío. Poco a poco fueron perdiéndose en los senderos que desembocaban a la arteria polvorienta y maltrecha. Menegildo quedó solo. Una sorda exasperación le hizo apretar el paso. Ahora iba dando saltos, sin sentir cansancio, llevado por los resabios del alcohol. Estaba furioso, estaba alegre. Recogía guijarros y los tiraba contra los árboles… La luna, verdosa, remataba una cuesta en la carretera, como alegoría de la salud en anuncio de reconstituyente. Sobre esa luna había un habitante: una silueta engrandecida por una jaba… Menegildo sintió una curiosidad apremiante, casi enfermiza, por ver quién era aquel transeúnte de astros.
Echó a correr, camino arriba, hasta ser nueva sombra en el disco luminoso… Las palmacanas, húmedas de rocío, habían puesto sordina a su crepitar de aguacero.
28 El macho
Serían las cinco de la tarde cuando la pareja de la guardia rural arrestó a Menegildo.
No se le acusaba -por casualidad- de hacer propaganda comunista ni de atentar contra la seguridad del Estado.
Era sencillamente que el haitiano Napolión había sido hallado en una cuneta de la carretera, casi desangrado, con un muslo abierto por una cuchillada.
III LA CIUDAD
29 Rieles
La bruma demoraba todavía en las hondonadas, cuando Menegildo fue conducido a la pequeña estación del Ingenio por una pareja de guardias rurales. El mozo se dejó caer en un banco de listones, haciendo descansar sus muñecas esposadas sobre las rodillas. El andén estaba desierto. El día se alzaba lentamente. De cuando en cuando, una locomotora, con los focos encendidos aún, se escurría sobre los rieles azules, arrastrando rejas de caña. Tanques rodantes de miel de purga, con grandes iniciales blancas sobre fondo opaco, descansaban en vía muerta, corno formidables salchichas de hierro. Un vagón frigorífico, con costillares en acordeón, aguardaba el momento de ser llevado hasta Chicago. Crecían mangas de agua y discos de señales en la luz naciente. Cadenas y ganchos aguardaban presa, dejando gotear el rocío sobre las hierbas mojadas. Una valla anunciadora mostraba un dirigible tirando de un pantalón irrompible. Un retrato de anciana con cuello de encajes, al que los chicos habían pintado bigotes y quevedos, pregonaba las virtudes de un compuesto vegetal destinado a aminorar los padecimientos de la menopausia.
Los semáforos verdes y rojos se apagaron. Los guardianes de Menegildo fumaban silenciosamente, con los máuseres atravesados en los muslos caqui. El mozo parecía sumido en un embrutecimiento absoluto. Interrogado por el Cabo dos días antes, comenzó por negar testarudamente lo de la agresión, para terminar diciendo “que el haitiano ese lo tenía muy salao”, aunque sin ofrecer más precisiones sobre lo ocurrido. Luego había devorado una cazuela de rancho, oyendo, por el camino de un tragaluz, los lamentos de su familia, reunida en el portal del cuartel. Ahora no reaccionaba. Se dejaba llevar mansamente, como buey que tiran del narigón… La estación se iba animando. Un empleado somnoliento pasó sus tickets en revitsa. Comenzó a llegar gente: un matrimonio japonés, horticultores del Central; una jamaiquina embarazada, cubierta por un gran sombrero de pajilla, de hombre, y montada en un par de medias de color canario. De pronto, una carreta atravesó la vía, detrás de la romana, y se detuvo junto al quiosco de la planta. Salomé, Usebio, Luí, los hermanos y hermanas de Menegildo, invadieron el andén con sus pies callosos, sus santos aliados y sus gemidos. Los guardias rurales se apartaron respetuosamente. Salomé se abrazó al mozo, mientras los niños se alineaban en un banco, como para una fotografía, sin saber de fijo por qué los habían traído.
– ¡Ay, Dio mío! ¡Ay, Dio mío!
Las lágrimas surcaban los rostros obscuros, brotando al ritmo de las mismas quejas, repetidas hasta la saciedad. Los viajeros contemplaban ese cuadro de desolación con tanta curiosidad como ganas de enterarse. Paula Macho, jamo al hombro, pasó por la carrilera, saltando sobre los polines como una cabra.
– ¡Anda, desgrasiá! ¡Salación! -masculló Salomé al verla aparecer.
Pero Paula no se detuvo, y el mal efecto de su presencia fue borrado por la llegada risueña y protectora del negro Antonio.
– ¡No llore, vieja! -declaró-. Yo tengo influencia allá en la ciudá. Lo brigada son amigo mío. Y voy a vel al Consejal Uñita pa que lo mande a soltal enseguía… Tota no le va a pasal ná… Cuando Come-en-cubo le dio una púсala al Rey-de-Eppaña, el Dotol mimo lo vino a sacal…
– ¡Dio te oiga! ¡Y la Vilgen te bendiga…!
Un pequeño ferrocarril, compuesto por dos vagones viejos y una locomotora de chumacera antigua, barrió la estación con sus bigotes de vapor. Los guardias hicieron levantar a Menegildo y lo arrancaron suavemente a los brazos y llantos maternos para hacerlo subir al tren. El convoy echó a rodar, después de un brusco sobresalto que repercutió en el lomo de los escasos viajeros. Atados aún al andén por las lágrimas de los suyos, Menegildo trató de lanzar una mirada hacia el lamentable grupo de los Cué. Pero el vagón había traspuesto ya el límite de la plataforma, y una silueta harto conocida se erguía ahora junto a la vía, detrás de la cerca de alambres de púas. ¡Longina! Sus ojos se clavaron en los de Menegildo. Con la mano se tocó el pecho y señaló el horizonte. Y la visión fue cortada por una pared de cemento que vino a alzarse brutalmente a un metro de la ventanilla, destruyendo toda posibilidad de aclaración.
30 Viaje
“Huye alacrán, que te pica el gallo… Huye alacrán, que te pica el gallo…” Tal cantaban las viejas ruedas del vagón en el cerebro de Menegildo. Le era imposible deshacerse de ese ritmo, al tanto que la sensación de rodar le producía un placer insospechado. La aventura que estaba viviendo en aquel momento era algo tan al margen de la apacible y primitiva existencia que llevaba desde la niñez, que la inercia se aliaba en él con una suerte de inacabable estupor para hacerle posible la adaptación a un nuevo estado de cosas… “Huye alacrán, que te pica el gallo… Huye alacrán…” Estaba solo. Arrancado de raíz. Solo. Hollaba los umbrales del misterio. Era la primera vez que una acción no le exigía la menor voluntad. Lo llevaban. Tal vez hacia el mundo que al principio de cada zafra paría capataces americanos y hombres con las corbatas tornasoladas. Habría casas de siete pisos, barcos; grandes, el mar. En el cielo, globos en forma de tabaco, como el que aparecía en el anuncio del pantalón, irrompible. “Anoche te vi bailando, bailando con la puerta abierta.” Pero puerta abierta no se conocía en la cárcel. ¡Debían repartir más trancazos! Aunque el negro Antonio había estado y afirmaba que era un lugar destinado a los “machos de verdad”, donde la bolita y la charada china no conocían censura, ¡Pero no era lo mismo un rallo que una tentativa de omisidio! ¿Y quién lo había mandado a “jalar por el cuchillo” con el haitiano ese? ¡Seguro que sin las copas…! Y ahora Longina se iba quedando en los antípodas del mundo. ¡Lejos! ¡Lejos! ¡Todo había acabado! ¡Longina! ¡Qué duros son los bancos! “Huye alacrán, que te pica el gallo. Huye…”
El tren desdeñó la presencia de dos o tres estacioncillas y paraderos desiertos. Al fin se llegó a un entronque, situado en pleno campo, cuya plataforma de cemento estaba sucia de ramas y semillas. Varias cabras rumiaban a la sombra de un quiosco rosado, lleno de palancas y hongos de porcelana. Los soldados hicieron descender a Menegildo. Después de larga espera, bajo un sol que iba caldeando el cemento del piso y las tablas en que descansaban las asentadoras, un ferrocarril majestuoso asomó en la curva más próxima, arrastrando largos vagones amarillos, guarnecidos de inscripciones en inglés. ¡Nunca vagones tan hermosos se habían presentado ante las miradas de Menegildo! El preso subió a un carro de tercera, y sobre un ritmo más rápido que antes volvieron a colocarse las sílabas rumberas. “Huye alacrán, que te pica, que te pica, que te pica el gallo…”