Exclamaciones parecidas a las que se lanzan en las vallas de gallos alentaron al bailador, cuya cintura se volvía talle de avispa a fuerza de elasticidad. Sus caderas se contoneaban con cadencia erótica. Arrojó el pañuelo al suelo y, sin perder un paso, girando en espiral, lo recogió con los dientes. Hubo gritos de entusiasmo.
La música se exaltaba. Menegildo entró en el círculo. Los dos bailadores se miraron como bestias que van a reñir. Comenzaron a dar vueltas, balanceando los hombros y los brazos con movimiento desigual. Se perseguían, se esquivaban, trocaban los sexos alternativamente, reproduciendo un ritual de fuga de la hembra ante el macho en celo.
– ¡Castiga! ¡Quémalo! -gritaban los músicos.
Y la persecución circular cobró más sentido aún. Cada cual trataba de no quedar de espaldas frente al otro, evitando el ser hembra si era alcanzado con un paso rápido que simbolizaba la más anormal de las violaciones. Menegildo, ya un poco ebrio, bailaba con tanto estilo que lo dejaron solo… Cuatro manos preludiaron un toque ñáñigo. El súbito anhelo de reafirmar fidelidad al Juego amenazado por la insolencia reciente de los Chivos, inducía a los músicos a profanar por unos instantes el ritmo sagrado. ¡Ojalá el viento llevara esos toques a oídos enemigos! ¡Ya sabrían que los machos de verdad no se dormían como camarón que se lleva la corriente…! Una botella fue colocada en el centro del círculo -eje de una ceremonia que remozaría prácticas de inspirado. Grave, con las cejas arqueadas, la frente contraída, Menegildo esbozó los pasos del Diablito, limpiándose las espaldas y los hombros con escoba de cinco dedos y blandiendo una rama a modo de Palo de Macombo. Gravitaba sobre sí mismo, con los pies casi inmóviles, perfilando saludos circulares de trompo cansado. De pronto su cuerpo se inmovilizó, y un estremecimiento bajó a lo largo de sus miembros hasta sus tobillos Parecía una momia rígida, cuyos pies, únicamente, fuesen movidos por una vibración eléctrica. Entonces sus plantas se deslizaron sobre el suelo, temblando vertiginosamente como alas de moscardón. Con los ojos fijos y muy abiertos, los brazos plegados sobre el cuerpo, dueño de misteriosas propiedades para hacer andar una estatua, resbaló literalmente en torno a la botella, trazando tres círculos completos. Dos tambores, golpeados con baqueta, acompañaron esta práctica encantatoria.
Se le aclamó. El Cayuco trajo a Menegildo un vaso lleno de agua. El mozo lo afianzó entre las espumas obscuras de su cabeza y repitió la danza. Ni un hilo del líquido bajó por sus mejillas.
– ¡Caballo fino! -le gritaron, comparándolo con esos caballitos criollos cuyo gualtrapeo es tan picado y nervioso que pueda llevarse un vaso de agua en el pomo de la albarda sin que se derrame una gota.
Menegildo se secó el sudor. El jarro de lata recorrió la concurrencia. Se blandieron costillas de lechón tres veces roídas. El vino dulce y el ron se habían mezclado hasta el mareo. Se reía de todo y de nada. ¡Aquello sí era fiesta! Los mismos transmisores parecían divertirse. El rosal, movido por la brisa, acariciaba la testa de Allán Kardek con sus espinas pardas. Lenin parecía meditar bajo el brazo izquierdo de la cruz… La música tronó nuevamente. Esta vez todo el mundo bailó. El Cayuco y sus compañeros inventaban la rumba a treinta pulgadas del suelo. Pero un acuerdo mudo, instintivo, determinó el carácter de una nueva danza. Cristalina, muy excitada, detuvo el impulso de los demás con un gesto y empezó a bailar sola, moviéndose apenas y levantando los pies alternativamente. Todos los invitados comenzaron a andar en círculo alrededor de ella. Las unidades de un primer anillo humano, girando de izquierda a derecha, con todos los brazos levantados y ligeramente inclinados hacia adelante. Las del segundo anillo andaban en sentido contrario, sosteniéndose por la cintura. Entonces los músicos profanaron un ritmo sagrado y toques que sólo corresponden a los tambores religiosos se hicieron escuchar en instrumentos de juerga. Intermitentes y subterráneos, los golpes se encadenaban en una caída de ritmos cuyo equilibrio era roto cada vez y cada vez encontrado. Las voces se alzaron, roncas, en un unísono perfecto:
Un solista declamó lentamente, acentuando cada sílaba:
Y cundía de nuevo la invocación a la vasta fuerza cósmica, que era transmitida por todos los santos de sangre, santos de gracia, santos de Ostensorio, santos de sexo, santos de hostia, santos clavados, santos de ola, santos de vino, santos de llaga, santos de mesa, santos de hacha, santos de alas, santos de burbuja, santos de Olelí.
Los cuerpos giraban, sudorosos, jadeantes, en un rito evocador de magias asirías. Olelí. Las manos se crispaban. Olelá. La carne se excitaba en el contacto de la carne. Olelí… La misma frase, frase rudimentaria, terriblemente primitiva, hecha de algunas notas ungidas, era repetida en intensidad creciente. Los círculos magnéticos se apretaban; los pies casi no hollaban el suelo. Con geometría de sistema planetario, las dos ruedas de carne gravitaban, una dentro de la otra, como dos cilindros concéntricos. Las voces raspaban; los ojos rodaban, atontados. Fuera de los halos vivientes, las manos, multiplicadas, se encendían sobre pieles de buey y de cabra, impulsadas por una frenética necesidad de ruido. Un brusco silencio habría sido más temible que la muerte. Los animadores del rito giratorio habían dejado de pertenecer al mundo. Sus camisas, empapadas, caían al suelo. Olelí. Los golpes de tambor les repercutían en las entrañas. Olelá. El aliento de alcohol, un vaho de vientres, de ingles, se malaxaban en un hálito acre y animal. La gran fuerza bajaría de un instante a otro. Todos lo presentían. La sangre movía péndulos en las arterias tensas. Los transmisores bailaban ya una ronda invisible encima de los árboles. Santa Bárbara, Jesucristo y Allán Kardek arrastraban lo que debía venir hacia el grupo de invocadores. La puerta arcana se entreabría. Las voces de la maquinaria humana se extraviaban en licantropía de bramido, gemido, grito agudo. ¡Olelelelí! ¡Olelelelelelelelá! Los pechos se apretaban sobre espaldas erizadas. Se corrían más pronto, en una caída continua hacia un orgasmo constelado de estrellas. La puerta se abría. Nevaban hojas. El santo llegaba. ¡Llegaba! ¡Era! Y eran aullidos en el eje de los círculos. La vieja Cristalina se retorcía en tierra, con los ojos abiertos y la boca llena de espuma. Las convulsiones la encogían y estiraban como un resorte. Callaron los tambores.
– ¡El santo! ¡Ya le bajó el santo!
La ronda se detuvo.
La mujer, mostrando sus muslos fláccidos, continuaba gritando, puestos los brazos en cruz. ¡El santo la poseía! Era casi divina. Era tragaluz abierto sobre los misterios del más allá. Por ella hubiera sido posible penetrar en el mundo desconocido cuyas fronteras se adelgazaban hasta tener el espesor de un tenue velo de agua… La llevaron al cuarto principal de la casa. Sentada en un taburete, rodeada de vasos magnéticos, contestó como un autómata a las preguntas que se le hicieron al oído. ¡En aquel instante podía dictar líneas de conducta, predecir el futuro, denunciar enemigos, anticipar percances y venturas, hacer llover como los taitas de Allá…!
Pero el misterio no debía prolongarse. Milagro que dura deja de ser milagro. Cándida Valdés hizo salir a los invitados y se entregó a una gesticulación mágica para reanimar a la posesa. El santo se preparó para emprender el vuelo. La puerta se cerraba. Cuando el son se hizo oír nuevamente, la puerta estaba cerrada. Había que borrar cuanto antes las emociones de la ceremonia peligrosa: