Desde ese día Menegildo comenzó a trabajar con Usebio, mientras Salomé lavaba camisas y seguía arrojando al mundo sus rorros de tez obscura. Fue inútil que un guardia rural insinuara que el chico debía concurrir a las aulas de la escuela pública. Usebio declaró enérgicamente que su hijo le resultaba insustituible para ayudarlo en las faenas del campo, desplegando tal elocuencia en el debate que el soldado acabó por alejarse tímidamente del bohío, preguntándose si en realidad la instrucción pública era cosa tan útil como decían algunos.
7 Ritmos
Era cierto que Menegildo no sabía leer, ignorando hasta el arte de firmar con una cruz. Pero en cambio era ya doctor en gestos y cadencias. El sentido del ritmo latía con su sangre. Cuando golpeaba una caja carcomida o un tronco horadado por los comejenes, reinventaba las músicas de los hombres. De su gaznate surgían melodías rudimentarias, reciamente escandidas. Y los balanceos de sus hombros y de su vientre enriquecían estos primeros ensayos de composición con un elocuente contrapunto mímico.
Los días del santo de Usebio sus compinches invadían el portal del bohío, preludiando un templar de bongóes y afinar de guitarras con ásperas libaciones a pico de botella… Los sones y rumbas se anunciaban gravemente, haciendo asomar hocicos negros en las rendijas del corral. Una guitarra perezosa y el agrio tres esbozaban un motivo. El idioma de toques y porrazos nacía en los percutores. Los ruidos entraban en la ronda, sucesivamente, como las voces en una fuga. La marímbula, clavicordio de la manigua, diseñaba un acompañamiento sordo. Luego, los labios del botijero improvisaban un bajo continuo en una comba de barro, con resonancia de bordón. El güiro zumbaba con estridencia bajo el implacable masaje de una varilla inflexible. Varios tambores, presos entre las rodillas, respondían a las palmadas dadas en sus caras de piel de chivo atesadas al fuego. Un tocador sacudía rabiosamente sus maracas a la altura de las sienes, haciéndolas alternar con cencerros de latón. Para salpimentar la sinfonía de monosílabos, una baqueta de hierro golpeaba pausadamente un pico de arado, con cadencia alejandrina, mientras otro de los virtuosos rascaba la dentadura de una quijada de buey rellena de perdigones. Palitos vibrantes fingían un seco entrechocar de tibias, avecindando con el bucráneo filarmónico, y el envase de chicle transformado en cajón. Música de cuero, madera, huesos y metal, ¡música de materias elementales!… A media legua de las chimeneas azucareras, esa música emergía de edades remotas, preñadas de intuiciones y de misterio. Los instrumentos casi animales y las letanías negras se acoplaban bajo el signo de una selva invisible. Retardado por alguna invocación insospechada, el sol demoraba sobre el horizonte. En las frondas, las gallinas alargaban un ojo amarillo hacia el corro de sombras entregadas al extraño maleficio sonoro. Un hondo canto, con algo de encantación y de aleluya, cundía sobre el andamiaje del ritmo. La garganta más hábil declaraba una suerte de recitativos. Las otras entonaban el estribillo, en coro, borrándose de pronto para dejar solo al director del orfeón:
Se pellizcaba una cuerda, redoblaba el atabal y clamaban los demás:
Y las variaciones del allegro primitivo se inventaban sin cesar, hasta que las interrumpiera el cansancio de los músicos… ¡Papá Montero, marimbulero, ñáñigo, chulo y buen bailador! La gesta maravillosa había corrido de boca en boca. ¡Papá Montero, hijo de Chévere y Goyito, amante de María la O! Su silueta parecía revolotear entre las palmas quietas, respondiendo a la llamada del son. La gran época de Manica en el Suelo, los Curros del Manglar y la Bodega del Cangrejo, se remozaba en las tornasoladas estrofas. Cara negra, anilla de oro en el lóbulo, camisa con mangas de vuelos, pañuelo morado en el cuello, chancleta ligera, jipi ladeado y ancho cinturón de piel de majá, como los que aplicaba el sabio Beruá para curar indigestiones… Papá Montero era de los que abayuncaban en las grandes ciudades que el padre de Menegildo no había visto nunca. Por los cuentos sabía que eran pueblos con muchas casas, mucha política, rumbas y mujeres a montones… ¡Las mujeres eran el diablo! ¡Había que tener el temple de Papá Montero para andarse con ellas! Las décimas y coplas conocidas vivían de lamentaciones por perfidias y engaños… ¿María Luisa, Aurora, Candita la Loca, la negrita Amelia? ¡Eran el diablo!
El pobre trovadol adoptaba casi siempre acento de víctima:
Junto a la historia del gran chévere se alzaba el lamento de las cosechas magras:
Pero el espíritu de Papá Montero, síntesis de criollismo, hablaba de nuevo por boca de los cantadores:
Con la lengua encendida por el ron de Oriente, los tocadores aullaban:
Y las palabras se improvisaban con las variantes. La repetición de temas creaba una suerte de hipnosis.
Jadeantes, sudorosos, enronquecidos, los músicos se miraban como gallos prestos a reñir. La percusión tronaba furiosamente, siguiendo varios ritmos entrecortados, desiguales, que lograban fundirse en un conjunto tan arbitrario como prodigiosamente equilibrado. Palpitante arquitectura de sonidos con lejanas tristezas de un éxodo impuesto con latigazos y cepos; música de pueblos en marcha, que sabían dar intensidad de tragedia a toscas evocaciones de un hecho locaclass="underline"
En estas veladas musicales, Menegildo aprendió todos los toques de tambor, incluso los secretos. Y una noche se aventuró en el círculo magnético de la batería, moviendo las caderas con tal acierto que los soneros lanzaron gritos de júbilo, castigando los parches con nuevo ímpetu. Por herencias de raza conocía el yambú, los sones largos y montunos, y adivinaba la ciencia que hacía “bajar el santo”. En una rumba nerviosa producía todas las fases de un acoplamiento con su sombra. Liviano de cascos, grave la mirada y con los brazos en biela, dejaba gravitar sus hombros hacia un eje invisible enclavado en su ombligo. Daba saltos bruscos. Sus manos se abrían, palmas hacia el suelo. Sus pies se escurrían sobre la tierra apisonada del portal y la gráfica de su cuerpo se renovaba con cada paso. ¡Anatomía sometida a la danza del instinto ancestral!
Aquella vez los músicos se marcharon a media noche, ebrios de percusión y de alcohol. Una luna desinflada y herpética subía como globo fláccido detrás de los mangos en flor. Al llegar a la ruta del ingenio, estalló una ruidosa discusión. Cutuco se proclamó “el único macho”. Los tambores rodaron en la hierba mojada. Se habló de “enterrar el cuchillo…” Al fin, la fiesta terminó alegremente ante el mostrador de Li-Yi, que esperaba el relevo de las doce para cerrar sus puertas pintadas de azul celeste.