Esa misma noche, no pudiendo dormir a causa de la excitación nerviosa, Menegildo tuvo la revelación de que ciertas palabras dichas en la obscuridad del bohío, seguidas por unas actividades misteriosas, lo iban a dotar de un nuevo hermano. Sintió un malestar indefinible, una leve crispación de asco, a la que se mezclaba un asomo de cólera contra su padre. Le pareció que, a dos pasos de su cama, se estaba cometiendo un acto de violencia inútil. Tuvo ganas de llorar. Pero acabó por cerrar los ojos… Y por vez primera su sueño no fue sueño de niño.
8 Temporal (a)
Cuando Paula Macho supo que venía el ciclón y que el cuartel de la guardia rural había destacado parejas para advertir a los vecinos que, salvo recurva improbable, el huracán pasaría esa misma noche, aquella desprestigiaísima estimó buena la oportunidad para hacer subir sus valores bien menguados. Se colgó un jamo de pesca al hombro y echó a andar por los alrededores del caserío, empujando talanqueras y golpeando puertas para anunciar lo que ya era conocido de sobra:
– ¡E’ siclón! Que ya viene…
En todas partes Paula Macho era recibida con ojos torvos y mentadas de madre en trasdientes. Desde el entierro de su difunto marido, el carnicero Atilano, no había mozo en el pueblo al cual no hubiese desflorado en las cunetas de la carretera. Era una trastorná, y “de contra” cebadora de mal de ojo e invocadora de ánimas solas. Además, nadie olvidaba aquel lío, bastante inquietante, en que se vio envuelta, cuando los haitianos de la colonia Adela profanaron el cementerio para robar un cráneo y varios huesos, destinados a brujería, que nunca fueron encontrados en las viviendas de los acusados. ¿Mujer que había andado manoseando muertos? ¡Sola vaya con su tierra de sementerio…!
El pañuelo que Paula llevaba siempre anudado a la cabeza, se iba haciendo visible en el camino que conducía a la casa de Usebio. A cada paso sus pies desnudos se hundían en el barro rojo. Hacía tres días que un cielo plomizo, muy denso, muy bajo, parecía apoyarse en los linderos del valle. La cumbre de un pan lejano era barrido constantemente por las nubes. Violentas ráfagas de lluvia se habían sucedido sin tregua, en un ritmo cada vez más acelerado, hasta aquel mediodía en que un silencio vasto, cargado de amenazas, comenzó a pesar sobre los campos. El calor lastimaba los nervios. Tras del horizonte rodaban piedras de trueno. Los ríos, ya crecidos, acarreaban postes y pencas cubiertos de lodo. El tronco de las palmas estaba surcado por cintas de humedad desde la copa a la raíz. Olía a escaramujos y a maderas podridas. Las auras habían abandonado el paisaje.
– ¡Pasa, perro!
Los ladridos de Palomo anunciaban visita. El rostro de Salomé apareció en la entrada de la cocina, envuelto en un cendal de humo acre.
– Buena’ talde, Paula. ¿Qué la trae por acá?
– E siclón. ¡Que ya viene!
Salomé hizo una mueca. La noticia adquiría relieves de cataclismo en la mala boca de Paula.
– ¡Ya pasó la pareja! -comentó secamente.
– ¡Ay, vieja…! Si lo sé, no vengo… ¡Qué desgrasia! Dio quiera que la casa le aguante e temporal…
– Ya aguantó el de lo cinco día. ¡Será lo que Dio mande!
La trastorná insinuó:
– Otra má fuelte se jan caío… Viendo que estas palabras habían producido en Salomé un previsible malestar, Paula puso en evidencia el jamo, que ya contenía algunas dádivas arrancadas a los vecinos.
– Me voy, entonse…; No tendrá una poquita de ssá? ¿Y una vianda, si tiene?
Salomé dejó caer dos boniatos en el jamo, maldiciendo interiormente la hora en que había nacido la visitante indeseable. Paula se despidió con un “San Lásaro loj acompañe”, y se alejó del bohío por el camino encharcado. Salomé inspeccionó los alrededores de la casa para ver si la desprestigiada no había dejado brujería por alguna parte.
– ¡Donde quiera que se mete, trae la salación! Paula había desaparecido detrás de una arboleda mascullando insultos:
– ¡Ni café le dan a uno! ¡Quiera Elegná que se les caiga la casa en la cabeza!
Y pensando en la gente que la despreciaba, forjó mil proyectos de venganza para el día en que fuera rica. Y no por lotería, ni por números leídos en las alas de una mariposa nocturna. Todo estaba en que emprendiera viaje a la Bana, para matar la lechuza eme estaba posá en la cabeza del presidente de la República…
Al final de la tarde, la familia se reunió gravemente alrededor de la mesa, que sostenía una palangana azul llena de viandas salcochadas. Una calma exagerada ponía pedal de angustia en el ambiente. Por el camino, algunos guajiros regresaban apresuradamente a sus casas, enfangándose hasta la cintura, sin detenerse siquiera para dejar caer un tímido saludo por el hueco de la cerca. Una temperatura sofocante petrificaba los árboles, haciendo jadear los perros, que se ocultaban bajo los muebles con la cola gacha. Usebio había trabajado todo el día en cavar una fosa al pie de la ceiba, para resguardar, en ella a Menegildo, Barbarita, Tití, Andresito, Ambarina y Rupelto, si el vendaval se llevaba las pencas del techo. ¡Ya se habían visto casos de cristianos arrastrados por el viento! ¡Todavía recordaba el cuento del gallego que había pasado sobre el pueblo como un volador de a peso! ¡Y aquel negro del tiempo antiguo que recorrió tres cuadras agarrado de un cañón y que, al caer, soltaba chispas por el pellejo! ¡Y el ternero que apareció dentro de la pila de agua bendita de una iglesia! ¿Lo siclone? ¡Mala comía…!
Terminada la cena, la familia se encerró en la casa. Usebio claveteó las ventanas, volvió a asegurar las vigas y atravesó tres enormes trancas detrás de cada puerta. Los niños lloriqueaban en las camas. El viejo apagó el tabaco en su palma ensalivada y se tumbó sin hablar. Salomé se entregó a sus oraciones ante las imágenes del altar doméstico…
La lluvia comenzó a caer a media noche, recia, apretada, azotando el bohío por los cuatro costados. Un primer golpe de ariete hizo temblar las paredes. ¡Que venía, venía…!
9 Temporal (b)
…(La fricción de vientos contrarios se produjo sobre un gran viñedo de sargazos, donde pececillos de cristal, tirados por un elástico, saltaban de ola en ola. Punto. Anillo. Lente. Disco. Circo. Cráter. Órbita. Espiral de aire en rotación infinita. Del zafiro al gris, del gris al plomo, del plomo a la sombra opaca. Los peces se desbandaron hacia las frondas submarinas, en cuyas ramas se mecen cadáveres de bergantines. Los hipocampos galoparon verticalmente, levantando nubes de burbujas con sus casquillos de escamas. El serrucho y la espada forzaron la barrera de las bajas presiones. Vientres blancos de tintoreras y cazones, revueltos en las oquedades de las rocas. Una estela de esperma señaló la ruta del éxodo. Cilindros palpitantes, discos de luz, elipses con cola, emigraban en la noche de la tormenta, mientras los barcos se desplazaban hacia la izquierda de los mapas. Fuga de áncoras y aletas, de hélices y fosforescencias, ante la repentina demencia de la Rosa de los Vientos. Un vasto terror antiguo descendía sobre el océano con un bramido inmenso. Terror de Ulises, del holandés errante, de la carraca y del astrolabio, del corsario y de la bestia presa en el entrepuente. Danza del agua y del aire en la obscuridad incendiada por los relámpagos. Lejana solidaridad del sirocco, del tebbad y del tifón ante el pánico de los barómetros. Colear de la gran serpiente de plumas arrastrando trombas de algas y ámbares. Las olas se rompieron contra el cielo y la noche se llenó de sal. Viraje constante que prepara el próximo latigazo. Círculo en progresión vertiginosa. Ronda asoladora, ronda de arietes, ronda de bólidos transparentes bajo el llanto de las estrellas enlutadas. Zumbido de élitros imposibles. Ronda. Ronda que ulula, derriba e inunda. A terremoto del mar, temblor de firmamento. Santa Bárbara y sus diez mil caballos con cascos de bronce galopan sobre un rosario de islas desamparadas.