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—Es la ira del infierno —dijo Joachim. Dietrich se volvió para mirar al joven que se apoyaba en la jamba de la puerta. El águila de san Juan sobresalía de la madera, junto a él, con el pico y los espolones listos para el ataque. Los ojos de Joachim estaban muy abiertos de miedo y satisfacción.

—Ha sido el rayo —dijo Dietrich—. Ha incendiado algunas casas.

—¿El rayo? ¿Sin una sola nube en el cielo? ¿Habéis perdido la razón?

—¡Entonces habrá sido el viento, que ha derribado lámparas y velas! —Dietrich, agotada la paciencia, agarró a Joachim por el brazo y lo empujó colina abajo hacia la aldea—. Rápido. Si las llamas se extienden, todo el pueblo arderá.

Dietrich se subió los hábitos hasta las rodillas y se unió a la multitud que corría hacia el estanque del molino.

El minorita se cayó a mitad de camino.

—Ese fuego no es natural —dijo cuando Dietrich lo adelantaba. Luego se dio la vuelta y regresó arrastrándose a la iglesia.

Las viviendas de los Gärtners, unas pobres chozas, estaban rodeadas por las llamas y la gente había renunciado a la idea de salvarlas. Max Schweitzer, el sargento del castillo, organizaba filas para llevar cubos de agua desde la acequia hasta las casas incendiadas de los propietarios. Los animales sueltos ladraban y bufaban y corrían locos de pánico. Una cabritilla iba hacia el camino, perseguida por Nickel Langermann. Schweitzer sostenía una vara en la mano derecha y apuntaba aquí o allá, dirigiendo la acción. ¡Más cubos a la casa de Feldmann! ¡Más cubos! Golpeó la vara contra su bota de cuero y agarró a Langermann por el hombro para dirigirlo de vuelta al fuego.

Seppl Bauer, encaramado en la viga del tejado de la casa de Ackermann, lanzó un cubo vacío y Dietrich lo agarró al vuelo, se abrió paso entre la maleza y los hierbajos que rodeaban el estanque hasta la cabeza de la fila de cubos, donde encontró a Gregor y Lorenz metidos en el agua hasta las rodillas, llenando cubos y pasándolos a tierra. Gregor se detuvo y se pasó un brazo por la frente, manchándosela de barro. Dietrich le tendió el cubo vacío. El cantero lo llenó y se lo devolvió. Dietrich lo pasó cuando el siguiente de la fila le dejó sitio.

—Este incendio no es natural —murmuró Gregor mientras sacaba otro cubo del agua. A su lado, Lorenz le indicó con la mirada que se daba por enterado, pero el herrero mantuvo silencio.

La gente que había cerca también le dirigió miradas furtivas. Sacerdote sagrado, ungido. Él conocería las respuestas. ¡Lanzaría anatemas contra las llamas! ¡Agitaría ante ellas una reliquia de santa Catalina! Durante un momento Dietrich se enfureció y anheló el frío racionalismo escolástico de París.

—¿Por qué dices eso, Gregor? —preguntó mansamente.

—Nunca en mi vida había visto cosa semejante.

—¿Has visto alguna vez a un turco?

—No…

—¿Son los turcos sobrenaturales?

Gregor frunció el ceño, captando un fallo en el argumento pero incapaz de desentrañarlo. Dietrich pasó el cubo, luego se volvió hacia Gregor con las manos tendidas, esperando.

—Puedo crear una versión más modesta del mismo relámpago sólo con el pelaje de un gato y ámbar —le dijo, y el cantero gruñó, sin comprender la explicación, pero consolándose con la existencia de una explicación.

Dietrich se sumergió en el ritmo del trabajo. Los cubos pesaban y las asas de cuerda le desollaban las palmas de las manos, pero el temor por los misteriosos acontecimientos de la mañana había sido sofocado por el miedo natural al incendio y la urgente y familiar tarea de combatirlo. El viento cambió y Dietrich tosió cuando el humo lo envolvió momentáneamente. Una interminable sucesión de cubos pasó por sus manos, y empezó a imaginarse a sí mismo como una pieza de engranaje en una compleja bomba de agua compuesta de músculos humanos. Sin embargo, los artesanos podían liberar a los hombres de ese tipo de trabajo embrutecedor. Existían las levas y las manivelas de dientes afilados. Si los molinos podían ser impulsados por el agua y el viento, ¿por qué no una fila de cubos? Si alguien hubiese podido…

—El fuego está apagado, pastor.

—¿Qué?

—El fuego está apagado —dijo Gregor.

—Oh.

Dietrich salió de su ensimismamiento. A lo largo de toda la fila, hombres y mujeres cayeron de rodillas. Lorenz Schmidt alzó el último cubo y se lo echó por encima de la cabeza.

—¿Qué daños hay?—preguntó Dietrich. Se sentó entre los juncos de la orilla del estanque, demasiado cansado para subir la cuesta y verlo con sus propios ojos.

El maestro cantero sacó provecho de su altura. Se cubrió los ojos para protegerse del sol y estudió la escena.

—Se han perdido las cabañas —dijo—. Habrá que sustituir el tejado de Bauer. Ackermann ha perdido su casa por completo. Los dos Feldmann, también. Cuento… cinco viviendas destruidas, posiblemente el doble dañadas. Y los edificios exteriores también.

—¿Algún herido?

—Unas cuantas quemaduras, por lo que puedo ver —dijo Gregor. Luego se echó a reír—. Y el joven Seppl se ha quemado el fondillo de los pantalones.

—Entonces tenemos mucho que agradecer. —Dietrich cerró los ojos y se persignó. «Oh, Señor, que no sufres porque los que tienen fe en ti estén demasiado afligidos sino que escuchas atentamente sus plegarias, te damos gracias por haber oído nuestras peticiones y habernos concedido nuestros deseos. Amén.»

Cuando abrió los ojos, vio que todos se habían congregado en el estanque. Algunos chapoteaban en el agua y los niños más pequeños, que no comprendían lo cerca que habían estado del desastre, aprovechaban la oportunidad para nadar.

—Tengo una idea, Gregor. —Dietrich se examinó las manos. Tendría que preparar un ungüento cuando volviera a casa o le saldrían ampollas. Theresia los preparaba también, pero probablemente iría escasa de remedios aquel día y Dietrich había leído a Galeno en París.

El cantero se sentó a su lado. Se frotó las manos lentamente, palma contra palma, observándoselas con el ceño fruncido, como buscando signos y portentos entre las cicatrices y los nudillos hinchados. Le faltaba el dedo meñique de la mano izquierda, que había perdido en un accidente hacía tiempo. Sacudió la cabeza.

—¿Qué?

—Unir los cubos a un cinturón movido por la noria de Klaus Müller. Sólo hace falta el permiso de Herr Manfred y el servicio de un maestro hábil para manejar la manivela. No. Un cinturón no. Un fuelle. Y una bomba, como la que se usa en Joachimstal.

Gregor frunció el ceño y volvió la cabeza para poder ver la noria de Klaus Müller, situada más abajo, en el estanque. El cantero arrancó un junco y lo sostuvo a la distancia de un brazo.

—La noria de Müller está desequilibrada —dijo, mirando a lo largo de la caña—. ¿Por ese extraño viento, quizá?

—¿Has visto alguna vez una bomba de agua? —le preguntó Dietrich—. La mina de Joachimstal está en la cima de la montaña, pero los mineros han ideado un entramado de varas de madera que sube por la falda desde el arroyo. Obtiene su energía de una noria, pero una leva traslada el movimiento circular de la noria al entramado de un lado a otro. —Movió las manos en el aire, tratando de ilustrar para Gregor los movimientos—. Y ese ir de un lado a otro hace que la bomba funcione en la mina.

Gregor se abrazó las rodillas.

—Me gusta cuando comentáis esas locas ideas vuestras, pastor. Deberíais escribir fábulas.

Dietrich gruñó.