Tras incorporarse del reclinatorio, vio a Hans sentado tras él, las rodillas sobre la cabeza. Dietrich se puso el arnés de cabeza y reprendió a su huésped.
—Debes hacer un poco de ruido al entrar, amigo saltamontes, o me matarás de la sorpresa.
Una leve separación de los labios blandos indicó una leve sonrisa.
—Entre nosotros, el ruido es señal de torpeza. En los átomos de nuestra carne está escrito que no hagamos ningún ruido, y los más silenciosos son los más admirados y se consideran los más atractivos. Cuando nuestros antepasados eran animales y carecían de pensamiento y habla, éramos presa de terribles seres voladores. Y así, cuando éramos paganos, adorábamos a dioses temibles y veloces. La muerte era una liberación del miedo… y nuestra única recompensa.
—«No temáis.» Nuestro Señor lo dijo con más frecuencia que ninguna otra cosa.
Hans chasqueó sus labios laterales.
—¿Tienes la frase en la cabeza de que la procesión de mañana detendrá esa peste vuestra, que impedirá que las pequeñas-vidas lleguen a los bosques?
—Si es como dices, no. No más que una oración puede detener a un caballo a la carga. Pero no rezamos por eso. Dios no es un prestidigitador barato que actúa por un pfennig.
—¿Por qué, entonces?
—Porque concentrará nuestras mentes en las cosas de importancia. Todos los hombres mueren, todos los krenken mueren. Pero lo que importa es cómo abordemos la muerte, pues recibiremos la otra vida según nuestros méritos.
—Cuando vuestra gente se somete, se arrodilla ante vuestro Herr. Entre nosotros, nos sentamos como ves.
Dietrich aceptó estas palabras y, al cabo de un momento, preguntó:
—¿Con qué propósito has rezado?
—Para dar las gracias. Si he de morir, al menos he vivido. Si mis compañeros han perecido, al menos los he conocido. Si el mundo es cruel, al menos he probado la amabilidad. Tuve que cruzar hasta el otro lado del cielo para probarla, pero, como dices, el mundo está lleno de milagros.
—¿No hay esperanza, entonces, para tu gente?
—«Sólo una cosa elimina toda posibilidad de muerte y esa cosa es la muerte.» Pero escúchame, Dietrich, y te diré una frase que mi gente ha aprendido: el cuerpo puede reforzarse por un ejercicio del espíritu. ¿Me comprendes? Un hombre puede agradecer la muerte y por eso encontrarla. Otro hombre puede desear vivir y, en ese deseo, encontrarse la diferencia entre sus destinos. Así, si estas oraciones y procesiones acumulan vuestra energía, podréis resistir mejor la entrada de las pequeñas-vidas en vuestros cuerpos. En cuanto a mí, tengo una respuesta a mí propia oración.
—¿Y cuál es?
Pero Hans se negó a decirlo. Saltó junto a la cama del moribundo Kratzer y colocó en la pared, ante sus ojos, una reproducción en vivos colores de la escena del prado que Dietrich había visto por primera vez en la extraña «pizarra-de-visión», sobre la mesa de Kratzer. Hans permaneció agazapado junto a la cama un rato, en silencio.
—Para todo krenk —dijo por fin—, la frase es que verá su nido-de-nacimiento una vez más. Según le vaya por el mundo-dentro-del-mundo, las maravillas que encuentre en lugares lejanos, siempre tendrá ese lugar.
Hans desplegó sus patas.
—Nuestro navío zarpará —dijo—. Dentro de otra semana, tal vez dos. No más.
Entonces, sin decir otra palabra, salió de la rectoría.
Durante la semana que siguió a la procesión, un curioso estado de ánimo se apoderó de los habitantes de Oberhochwald. Se dieron a la alegría y la risa espontánea y se dijeron unos a otros que Munich y Friburgo estaban muy lejos, que lo que sucedía allí no afectaba a la región de los Altos Bosques. La gente salió de sus cabañas para divertirse en el prado. Volkmar Bauer le regaló a Nickel Langermann una empanada de carne y su esposa cuidó al pequeño Peter, que había caído enfermo. Jakob Becker cruzó la aldea y dejó una hogaza de pan en cada choza y dos en cada cabaña y después visitó la tumba donde habían depositado a su hijo.
Gregor y sus hijos llevaron a Theresia Gresch a misa el quinto domingo de Pentecostés. Esta misa tuvo mayor asistencia que la mayoría, y después Gregor dijo que si la gente se asustara más a menudo, la aldea sería un lugar más amistoso, y se rió como si fuera un gran chiste.
Dietrich agradeció la concordia recién hallada pero cuando, pasada esa semana, no sucedió nada, la aldea regresó lentamente a la normalidad. Los arrendatarios libres despreciaron una vez más a Gärtners y siervos; el juego en los campos cesó. Dietrich se preguntó si la procesión de penitencia, como había sugerido Hans, había reforzado sus espíritus para resistir al mal aire, pero Joachim tan sólo se echó a reír.
—¿Qué fuerza tiene una penitencia si se difumina demasiado pronto? —Negó con la cabeza—. No, la auténtica contricción es más larga, más amplia, más profunda que ésa, pues este pecado ha estado mucho tiempo con nosotros.
—Pero la peste no es un castigo —insistió Dietrich.
Joachim apartó la mirada.
—No digáis eso —susurró ferozmente a los suaves confines de la iglesia de madera, y las estatuas parecieron susurrar también con crujidos y gemidos—. Si no es un castigo, no es nada, y es algo demasiado terrible para no ser nada.
Esa noche, tranquilamente, murió Kratzer.
Joachim lloró, pues el filósofo nunca había aceptado a Cristo y había muerto fuera de los brazos de la Iglesia. Hans dijo solamente:
—Ahora, lo sabe.
Dietrich, para consolar al sirviente de la cabeza parlante, dijo que Dios podía salvar a quien él quisiera y que había un limbo del cielo reservado para los paganos virtuosos, un lugar de felicidad natural.
—¿Experimento eso que llamáis «pena»? —preguntó el krenk—. Nosotros no lloramos como lo hacéis vosotros; así que tal vez no sintamos como vosotros. Pero hay una frase en mi cabeza de que no volveré a ver a Kratzer, que nunca más me dará instrucciones, nunca más me golpeará por mis fallos. Desde hace mucho tiempo no le he rendido homenaje (uso vuestro término) y, desde entonces, lo he mirado de manera diferente. No como un sirviente mira a su amo, sino como un sirviente mira a otro, ¿pues no somos ambos siervos de un Señor mayor? La frase en mi cabeza es que suplique por él de algún modo, pues ni siquiera ahora puedo soportar haberlo decepcionado. —Se volvió hacia la ventana y desde allí contempló la aldea y, más allá, el Bosque Grande—. No quiso beber y yo lo hice. La fuerza que rechazó fue mía para que reparara el navío. ¿Cuál de nosotros tenía razón?
—No lo sé, amigo mío —respondió Dietrich.
—Gschert bebió y no hizo nada.
Dietrich no le respondió. Los labios del krenk se movieron lentamente.
Después de un rato, llegó la médico con otros dos krenken y se llevaron los restos mortales de Kratzer a su navío, para prepararlo y que fuera alimento para los otros.
El viernes, en la conmemoración de los Siete Hermanos Santos, los krenken se marcharon del Alto Bosque. Manfred les ofreció una ceremonia de despedida en su mansión, a la que invitó a sus líderes y a aquellos que los habían alojado. A Shepherd le regaló un collar de perlas, mientras que al barón Grosswald le entregó una corona de plata en reconocimiento de su rango. Quizá por primera vez, a Dietrich le pareció que el líder krenken se emocionaba. Se colocó el laurel sobre la cabeza con gran cuidado y, aunque Shepherd abrió los labios con la sonrisa krenk, los caballeros y soldados presentes irrumpieron en un fuerte «¡hoch!» que sobresaltó a los krenken.
Manfred llamó a Dietrich, Hilde y Max.