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—No tuve corazón para prohibirlo —dijo—. El timón de su nave ha sido reparado del todo y no tienen motivos para quedarse más tiempo. —Hizo una pausa—. Si se quedan, todos seguirán al pobre Kratzer a la tumba. Como vosotros tres fuisteis los primeros en darles la bienvenida, os envío con ellos para bendecir su nave. Espero que regresen pronto ahora que saben qué vientos los traen aquí. El barón Grosswald ha prometido regresar con médicos y boticarios dotados que puedan ayudarnos contra la peste.

Mein Herr, su timón… —dijo Dietrich. No pudo terminar y dijo solamente—: Yo también les deseo buenos vientos y mares en calma.

Cabalgaron en los rocines del Herr entre campos dorados hasta el claro donde se encontraba el navío. Dietrich sugirió que dejaran atados los caballos en la carbonera y recorrieran caminando el resto del trayecto, no fuera a ser que la cercanía de tantos krenken los asustara. Dietrich advirtió que Max llevaba una nueva bolsa al cinto en la que guardaba un pot-de-fer de mano.

—Veo que por fin te has procurado uno.

Max sonrió y sacó la máquina de la bolsa.

—Max Saltarín me lo dio antes de que se marcharan a su nave.

—¿Qué harás cuando no te queden más balas?

Max se encogió de hombros.

—Nos han enseñado a hacer pólvora negra sin peligro; con eso es suficiente. Hacer balas para este aparato requiere artes mecánicas que no tenemos. Las balas que usamos para nuestras hondas son de forma y tamaño demasiado irregulares. Pero es una pieza inteligentemente forjada y la guardaré por su belleza y como recuerdo de los extraños acontecimientos de este año pasado.

—Anoche, Joachim pidió a Shepherd y a otros que se quedaran.

Max ladeó la cabeza.

—¿Tanto los odia? Si se quedan, morirán.

—Cree que nuestra gran obra era ganar a esas criaturas para Cristo y que es esta labor la que ha apartado la peste de nuestros hogares. Si los krenken se marchan sin ser bautizados, dice, la peste vendrá.

Max se echó a reír.

—¿Sigue llamándolos demonios? He ayudado a transportar a demasiados cadáveres suyos para creerlo.

Hilde se reunió con ellos al pie del risco. Le entregó a Dietrich el fardo que contenía sus vestiduras sacramentales. Max llevaba el cubo y el hisopo.

—Me alegraré cuando se hayan marchado y las cosas vuelvan a estar en orden —dijo ella.

Dietrich tomó a sus compañeros de la mano.

—¿Os han contado algo nuestros huéspedes sobre ese viaje suyo? ¿Shepherd? ¿Augustus? ¿Alguno de ellos?

—¿Porqué? —preguntó Max—. ¿Qué va mal?

Dietrich los soltó.

—No sé si es un terrible pecado o un maravilloso acto de esperanza. Venid.

Con eso, los guió risco arriba y luego hasta el otro lado, donde los krenken, repartidos en diversas tareas, se preparaban para embarcar. Eran menos que antes y muchos se hallaban al final de su particular enfermedad, con la piel completamente moteada. La mayoría estaban de pie o agachados a solas, pero a unos cuantos sus compañeros los sostenían o los trasladaban en camilla. Se acercaron en silencio.

El barón Grosswald había dispuesto una mesa y máquinas inteligentes para repetir en krenk las palabras de Dietrich.

—Tienes que ser rápido —dijo por el canal privado—, o nuestra resolución puede flaquear.

Dietrich asintió para demostrar que había oído y se puso las vestiduras púrpura usadas en la misa para peregrinos y viajeros. No iba a celebrar la misa, naturalmente, pero las oraciones tenían especial valor en esta ocasión.

Se persignó.

In nomine Patris, et Filii, et Spiritus Sancti…

Unos cuantos krenken repitieron el gesto. El viento azotaba los árboles, sacudiendo las ramas y haciendo que se inclinaran.

Redime me. Domine —rezó por sus huéspedes—. Redímeme, oh, Señor, y ten piedad de mí: pues mi pie ha seguido el camino recto. Júzganos, oh, Señor, pues hemos viajado inocentemente. Si caminamos por el valle de la muerte no temeremos ningún mal, pues tú estás con nosotros.

»Dirige nuestros pasos según tu palabra y no dejes que ninguna inquietud nos domine. Dios ha dado a sus ángeles nuestra custodia para mantenernos a todos en su camino. De la mano nos llevarán para que nuestros pies no tropiecen con ninguna piedra.

«Vigila, oh, Señor, nuestras idas y venidas, para que nuestros pasos no se aparten del camino recto. Inclina tu oído y oye mis palabras. Muestra tus maravillosas bendiciones.

Entonces, alzando los brazos, exclamó:

—Envía tu gracia a estos peregrinos para guiar sus pasos; que los siga y los acompañe en su camino, para que en la protección de tu compasión podamos regocijarnos por su progreso y su salvación.

Dietrich se acercó al navío, lo roció con el agua bendita que Max había traído en el cubo y terminó trazando el signo de la cruz sobre los krenken congregados, diciendo:

—Id con Dios.

Después de esto, los peregrinos, todavía en silencio, subieron a su navío. Algunos inclinaron la cabeza o hicieron una genuflexión ante Dietrich al pasar, aunque a él no le pareció que fuera más que una muestra de cortesía.

—Adiós, mis krenken —dijo una y otra vez—. Que Dios os acompañe.

Una de ellos respondió por el canal de voz privado:

—Llevaré conmigo a casa tu mensaje de caridad.

Dietrich le dirigió una bendición particular mientras sus ojos buscaban entre las figuras que iban pasando.

—¿Qué buscáis? —le preguntó Max.

—Una cara.

Sin embargo, curiosamente, aunque había aprendido a distinguir a los individuos, al ver ahora a los krenken en fila sus rostros particulares se confundieron una vez más en la misma uniformidad que había percibido en sus primeros encuentros. Era como si, en el momento culminante de su partida, todos se hubieran vuelto una vez más indiferenciables.

Tal vez Hans y los otros, obligados por el deber a ocupar sus puestos, estaban ya dentro del navío.

Algunos krenken vacilaron en la rampa y unos cuantos hicieron el intento de darse la vuelta. A éstos los sicarios de Grosswald los animaron con golpes y empujones. Uno de los sicarios era Friedrich, que se había aliado con Hans cuando éste y Gottfried habían desafiado a Grosswald. Se quedó inmóvil al darse cuenta de que Dietrich lo miraba, luego se abrió paso entre los peregrinos para entrar en la nave.

Shepherd y Grosswald fueron los últimos en subir a bordo. El capitán del navío se detuvo y pareció a punto de decir algo, pero luego simplemente sonrió a la manera krenk.

—Tal vez la magia funcione.

Shepherd fue la última. Se detuvo a mitad de la rampa y contempló el claro.

—Extraño mundo; extraña gente —dijo—. Hermoso, pero mortífero. Ha habido peores orillas donde varar, pero ninguna tan cruel.

Se dio la vuelta para irse, pero Dietrich le tendió los tres arneses de cabeza.

—Ya no los necesitaremos —dijo, aunque ahora que se lo había quitado Shepherd no iba a entenderlo.

Pero Shepherd simplemente tocó el mikrophone con la punta de un dedo y se lo devolvió a Dietrich, jumo con el suyo propio. En la parte superior de la rampa, chirrió unas últimas palabras sin traducción, y luego entró y la puerta se cerró tras ella y la rampa se plegó sobre sí misma entre chasquidos metálicos.

Dietrich pretendía ver el navío hasta que se perdiera de vista, pues lo consumía la curiosidad acerca de cómo pretendía hacerlo. Hans había insistido en que se movía sobre un cojín de magnetismo hacia una dirección «dentro de todas las direcciones». Dietrich había leído en París la Epístola de Magnete de Fierre Maricourt, y recordaba que los imanes tenían dos polos y que los polos iguales se repelían, así que lo que Hans le había dicho tenía el aval de la filosofía natural. Pero ¿qué había querido decir con aquello de que esas «direcciones interiores» retrocedían no importaba dónde se encontrara uno? Maricourt (el «maestro Peter» de Bacon) había escrito también que un investigador «diligente en el uso de sus propias manos corregirá en poco tiempo un error de un modo que nunca podría por su propio conocimiento natural de la filosofía y las matemáticas». Así que Dietrich decidió ver el navío krenk retroceder y, si Max y Hilde y él lo observaban desde puntos distintos, probarían la proposición de que retrocedía en todas direcciones a la vez.