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Sin embargo, después de que les explicara la experientia, y Max y Hilde se dirigieran a sus puestos asignados, varios krenken saltaron sobre ellos y, agarrándolos con sus largos brazos aserrados, los llevaron al otro lado del risco.

Los krenken los inmovilizaron en el suelo. Max gritó y trató en vano de alcanzar su pot-de-fer. Hilde gritó. El corazón de Dietrich latía contra sus costillas como un pájaro cautivo. El krenk que lo sujetaba contra el barro hizo rechinar los labios laterales, pero Dietrich no podía entender nada sin el arnés de cabeza. Hilde dejó de ofrecer resistencia y sollozó.

—¿Hans? —dijo Dietrich, pues el krenk que lo inmovilizaba llevaba unas calzas de cuero y una blusa suelta de lana que le quedaba demasiado grande. El krenk había abierto las mandíbulas, quizá para responder, quizá para partir en dos de un bocado el cuello de Dietrich, cuando un súbito viento agitó las ramas superiores de abetos y abedules. Una extraña tensión atenazó a Dietrich y contuvo la respiración y esperó. Fue como la mañana en que llegaron los krenken, pero no tan fuerte.

El terror y la inquietud fluyeron a través de él como el agua del arroyo en la noria. El viento creció hasta convertirse en un aullido y los relámpagos restallaron como las flechas de una ballesta, agitando los árboles y haciendo que las ramas se partieran. Los truenos resonaron en el Katerinaberg, uno tras otro, hasta que se apagaron.

La breve tormenta terminó. Los árboles se inclinaron un momento, luego se irguieron. Los krenken que sujetaban a Dietrich y sus compañeros se enderezaron y se quedaron muy quietos, moviendo las antenas. También Dietrich olfateó el aire y detectó un leve olor, a la vez metálico y punzante. Las cabezas krenken se movieron poco a poco y Dietrich comprendió que se estaban mirando entre sí. Hans chasqueó algo y Gottfried avanzó de donde había estado esperando entre los árboles, con varios cofres grandes y equipo diverso, y se subió al risco.

Desde allí, trinó algo breve e intenso y los que sujetaban a Max y Hilde y cuatro más que esperaban en el bosque saltaron hacia la cima de la loma, donde, después de varias rondas de chasquidos, se dieron golpecitos con las duras puntas de sus dedos.

Dietrich y Max se pusieron en pie. Un momento después, Hilde se unió a ellos. Siguieron a los ocho krenken hasta la cima.

El claro estaba vacío.

Todo lo que quedaba del gran navío eran los tocones de muchos árboles, los restos rotos de otros y un montón de basura pasada por alto o ignorada en la partida. Uno a uno, los krenken bajaron la cuesta y se quedaron allí en completo silencio.

Uno se agachó y recuperó un objeto del suelo y lo sostuvo indiferente, pero Dietrich, que observaba desde el risco, supo que estaba estudiando con gran intensidad, pues lo movía primero hacia un lado, luego hacia otro, que era lo que los krenken solían hacer para agudizar la visión de sus extraños ojos.

—Ese aparato —dijo Hilde, y Max y Dietrich se volvieron los dos hacia ella—. Lo vi a menudo en las manos de sus niños. Es una especie de juguete.

Abajo, los krenken se sentaron y se abrazaron las rodillas por encima de la cabeza.

7. AHORA: Sharon

La oyó llamar a lo lejos, una diminuta voz de insecto, chirriando su nombre. Pero su universo era demasiado hermoso para dejarlo. No, no el uni-verso, el poli-verso. Doce dimensiones, no once. Un trío de tríos. Los grupos de rotación y la meta-álgebra tenían ahora sentido. La velocidad de la luz encajaba también de manera anómala. Comprimió su poliverso y el pulso se le aceleró. Un chico listo, ese Einstein. Lo entendió bien. Un quiebro. Kaluza y Klein tampoco eran moco de pavo. Y un doblez y… ¡Allí! Si lo retorcía de esa forma…

Hay un estado alterado que te abruma en esos momentos, como si la mente se hubiera deslizado hasta otro mundo. Todo lo demás se vuelve lejano y el tiempo mismo parece suspendido. El movimiento cesa. El sol se queda quieto. En esos momentos, los matemáticos famosos hacen crípticas notas marginales.

La mirada de Sharon volvió a enfocarse y vio el rostro de Tom delante del suyo.

—¡Lo tenía! —dijo—. Era maravilloso. ¡Casi lo tenía! ¿Dónde está mi cuaderno?

Apareció por arte de magia en sus manos, abierto por una página en blanco. Arrancó el boli de los dedos de Tom y escribió frenéticamente. A la mitad inventó una nueva anotación. «Por favor — pensó—, que luego recuerde lo que significa.» Marcó una ecuación con un asterisco y escribió: *¡Es cierto!

Suspiró y cerró el libro.

—Espera a que se lo cuente a Hernando —dijo.

—¿Quién es Hernando?

Miró a Tom con el ceño fruncido.

—No sé si enfadarme porque me has hecho perder el hilo de mis pensamientos o alegrarme porque tenías mi cuaderno a mano. ¿Cómo lo has sabido?

—Porque normalmente no te sirves té sobre los huevos revueltos.

Sólo entonces recordó ella que estaba desayunando. Bajó la mirada y gruñó.

—Se me debe de estar yendo la cabeza.

—Eso no te lo discuto. He sabido que era lo bastante serio para precisar del cuaderno cuando he visto que los ojos se te ponían vidriosos.

Llevó el plato al fregadero, lo enjuagó y lo puso a escurrir.

—Puedes tomarte uno de mis huevos pasados por agua —le dijo por encima del hombro.

Ella se estremeció.

—No sé cómo puedes comerte esas cosas. —Sharon le robó un trozo de bacon del plato.

Él volvió a sentarse.

—Te he visto. ¿Quieres un poco de té? Yo lo serviré.

Pronto ella estuvo sorbiendo el Earl. Tom soltó la tetera.

—¿Cuál ha sido la gran revelación? Nunca te había visto desconectarte de esa manera.

—No entiendes de física TUG.

Y Sharon no entendía la cliología; pero Tom sabía algo que Sharon no sabía, aunque él no supiera que lo sabía. Y es que cuando tus palabras salen de tu boca y vuelven a tu oído tu cerebro las exprime por segunda vez y las limpia un poco mejor. Todo lo que Tom sabía era que, cuando trataba de explicarle las cosas a Sharon, su propio pensamiento se aclaraba.

—Continúa —dijo—. Me sentaré aquí, sonreiré benignamente y asentiré en los momentos adecuados.

—No sé por dónde empezar.

—Empieza por el principio.

—Bueno… —Ella tomó un sorbo de té mientras pensaba—. Muy bien. En el Big Bang…

Tom se echó a reír.

—¡Eh! Cuando digo que empieces por el principio, no quiero decir realmente por el principio.

Ella lo intentó de nuevo.

—Mira. ¿Por qué cayó la manzana sobre Newton?

—¿Porque estaba sentado debajo del árbol?

Ella se apartó de la mesa.

—Olvídalo.

—Vale, vale. La gravedad, ¿no?

Ella se detuvo y lo estudió.

—¿Te interesa mi trabajo o no?

—¿Tenía preparado tu cuaderno?

Era verdad. ¿Cómo era el dicho? Las acciones hablan más fuerte que las palabras. Y menos mal, por cierto, porque sus palabras podían ser muy irritantes. Ella extendió la mano sobre la mesa y le palmeó la suya.