Выбрать главу

XXIII. JULIO DE 1349

Santa Margarita de Antioquía

Joachim llamaba al ángelus cuando Dietrich salía de la choza de Nickel Langermann, donde había sajado las pústulas malignas de los brazos de Trude Metzger y el dorso de la mano del pequeño Peter. Las pústulas lo preocupaban. La «enfermedad de los cardadores de lana» solía ser fatal. Perdido en esos pensamientos, se topó con un puñado de aldeanos que regresaban charlando de sus campos.

—¿Vienes a visitar a tu hija, viejo? —oyó decir a la gente.

¡Ach, Klaus, Klaus! ¡Aquí viene tu suegro!

—Es un camino difícil para un viejo débil, ¿estás bien?

Y allí estaba Odo Schweinfurt, de Niederhochwald, parpadeando atontado al sol. El viejo buscó arriba y abajo en la calle, vio el molino y se encaminó en esa dirección.

—¡No, la casa del molinero está por allí! —le dijo alguien, y Odo se volvió, inseguro.

La conmoción hizo salir a Hilde de su casa.

—¿Mi padre está aquí? —preguntó Hilde. Entonces, con placer más fingido que sentido, exclamó—: ¡Papá!

Pero apestaba a los cerdos que cuidaba y ella no se acercó más de lo que le permitió la nariz.

Klaus estaba tras ella, todavía con el delantal blanco del molino, y miró con suspicacia al viejo Gärtner. No sentía el mismo desprecio que su mujer por el trabajo del hombre, pero su nariz no lo toleraba mejor.

—¿Qué quieres, Odo? —preguntó, pues dudaba que alguien acudiera a su puerta si no quería algo.

—Muertos —dijo el viejo.

—¿Tienes hambre? ¿Es que Karl no te alimenta? ¡Qué hijo tan desagradecido! —Se rió, pues el hermano de Hilde tenía reputación de rácano.

—No —dijo Hilde, secándose las manos en el delantal—. Ha dicho «muertos». ¿Quién está muerto, papá?

—Todos. Karl. Alicia. Gretl. Todos. —Miró en derredor al grupo de aldeanos, como buscando, buscando.

Hilde se llevó una mano a la boca.

—¿Toda su familia?

Odo se sentó de culo en la tierra de la calle principal.

—No duermo desde hace tres días y no he comido nada desde ayer por la mañana.

Dietrich dio un paso adelante.

—¿Qué ha ocurrido?—preguntó. «Querido Dios», rezó, «que sea carbunco.»

—El mal azul —dijo Odo, y aquellos que estaban cerca gimieron—. Todos han muerto en el Bosque de Abajo. El padre Konrad. Emma Bauer. El joven Bachmann. Todos ellos. Ach, Dios es cruel por haber matado a mi hijo y mis nietos ante mis ojos… y salvarme a mí después.

Volvió el rostro al cielo y agitó ambos puños.

—¡Yo te maldigo, Dios! ¡Maldigo al Dios que ha hecho esto!

Dietrich oyó la palabra correr entre la multitud como una andanada de flechas disparadas al aire. ¡La peste! ¡La peste! La gente empezó a apartarse.

Incluso Klaus se alejó. Pero Hilde Müller, con el semblante blanco como las nubes, tomó a su padre de la mano y lo condujo hacia su casa.

—Será nuestra muerte —le advirtió Klaus.

—Es mi penitencia —dijo ella, agitando la cabeza.

—El camino desde el valle es duro —le dijo Herwyg el Tuerto a todos los que quisieron escuchar—. El mal aire no puede subirlo.

Pero nadie le respondió y todos huyeron en silencio a sus casas.

Por la mañana, Heloïse Krenkerin voló al Bosque de Abajo e informó de que había un par de mujeres viviendo bajo un cobertizo al fondo de los campos. Tenían una pequeña hoguera y habían huido al bosque al ver a Heloïse. Una tercera persona debía de estar oculta también, pues alguien disparó una flecha cuando se acercó a mirar. Como mucho, no vivían más que unos pocos; a menos que los demás hubieran huido a San Pedro o al valle del Oso.

El Herr oyó este informe en su alto sillón y se acarició una antigua cicatriz del dorso de la mano. Dietrich estudió a los consejeros, que ocupaban la negra mesa de roble en el salón de la mansión. Eugen, pálido y con los ojos muy abiertos a su derecha; Thierry, que había venido cabalgando desde Hinterwaldkopf por otro asunto y que ahora estaba sentado con gesto sombrío a la izquierda de su señor; Richart, cuyos libros de leyes eran inútiles en este asunto, dirigía su atención aquí y allá según hablaban los demás. Dietrich y el padre Rudolf representaban el brazo espiritual, y Hans hablaba por los ocho krenken.

—¿Desaparecido? —dijo Manfred por fin—. ¿La mitad de mi gente muerta y no nos hemos enterado de nada hasta ahora?

Everard habló en voz baja, aunque no tanto como para que no se le oyera.

—Cuando la familia de un hombre muere, su vida parece tener menos peso.

Una contestación así por parte de alguien tan obsequioso como Everard atrajo miradas sobresaltadas. El administrador desprendía un olor intenso y punzante que Dietrich pudo situar. «Borracho», decidió por las mejillas coloradas, la voz pastosa, la mirada nublada.

—Heloïse vio un cuerpo en el sendero —dijo Max, continuando con su informe—. Tal vez enviaron a un hombre a notificarlo pero murió por el camino.

—Además de no conseguirlo —dijo Thierry, cuyos puños eran piedras sobre la mesa.

—Con la gracia de mein Herr —intervino Klaus—. El padre de mi mujer dice que no pasaron más de tres días desde la primera muerte hasta su huida.

Manfred frunció el ceño.

—No he olvidado, Maier, que rompiste mi toque de queda.

—Mi esposa lo acogió… —Se enderezó—. ¿Rechazaríais a vuestro propio padre?

Manfred se inclinó hacia delante y habló en tono mesurado.

—Sin. Una. Sola. Vacilación.

—Pero… Se halló entre nosotros antes de que nadie supiera que había venido.

—Además —dijo el Schulteiss, satisfecho de que hubiera algo cubierto por la ley y la costumbre—, los de las aldeas tienen derecho a visitarse unos a otros.

Manfred dirigió una mirada de asombro a su hombre de leyes.

—Hay un tiempo para los derechos y un tiempo para lo que es necesario —dijo—. Di órdenes de que nadie entrara en esta aldea.

Richart se escandalizó; Klaus estaba verdaderamente sorprendido.

—Pero… ¡Pero si era sólo Odo!

Manfred se frotó la cara.

—Nadie, Maier. Puede que haya traído consigo la peste.

Mein Herr —dijo Hans—, no soy ningún sabio en estas cosas, pero la velocidad de la peste indica que las pequeñas-vidas devoran rápidamente a su… digamos «anfitrión», aunque el invitado no sea bien venido. Esas pequeñas-vidas actúan tan rápidamente que, si Odo las traía, ya debería mostrar los signos, y no lo hace.

Manfred gruñó, todavía escéptico.

Everard soltó una risita y se dirigió a Klaus.

—Eres un necio, molinero, y tu esposa te lleva de las riendas. Y a todos los demás que puede montar.

Klaus torció el rostro y se levantó de la mesa, pero Eugen alzó una mano.

—¡No en la mesa de mein Herr!

—¡Administrador, retírate! —exclamó Manfred por su parte. Como el hombre no se movió, gritó—: ¡Ahora!

Thierry se levantó con la mano en el pomo de la espada.

Pero el padre Rudolf habló con voz quejumbrosa.

—No, no, esto no. Esto no. No debemos luchar unos contra otros. Nosotros no somos el enemigo.

Y sujetó a Everard por el codo y lo ayudó a ponerse en pie. Everard entornó los ojos como si viera a la asamblea por primera vez. Rudolf lo guió hasta la puerta y él se tambaleó e incluso chocó contra el marco. Max cerró la puerta tras él.