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—Apesta —dijo el sargento.

—Tiene miedo —respondió Dietrich—, y está borracho porque tiene miedo.

Manfred los miró a todos con dureza.

—¡No toleraré ninguna excusa! ¿Max?

—Había tumbas recientes en el patio de la iglesia, allá abajo —continuó el sargento—, pero también cadáveres desperdigados… en el prado, en los campos, incluso un hombre muerto en el arado.

—¿Sin enterrar, quieres decir? —exclamó Dietrich. ¿Los había asaltado tan repentinamente?

Manfred lo señaló con un dedo.

—¡No, pastor! ¡No irás allá abajo!

—Enterrar a los muertos es uno de los mandamientos que el Señor nos ordenó. —Una gran bola de hielo se había formado dentro de Dietrich al pensar en lo que le esperaba allí.

—Si bajas de la montaña, no puedo permitir tu regreso —le dijo Manfred—. Los vivos necesitan aquí tus cuidados.

Dietrich se dispuso a poner una objeción, aunque Hans les interrumpió.

—A nosotros nos resultará más fácil.

—Entonces también a vosotros habrá que prohibiros el regreso —le dijo Manfred al krenk.

Hans movió los labios con su sonrisa krenk.

Mein Herr, mis compañeros y yo no podremos «regresar» nunca. ¿Qué es un exilio menor dentro de uno mayor? Pero las pequeñas-vidas que devoran a tu gente probablemente no atacarán a los míos. La… ¿cómo decís cuando cambian las cosas?

Evolutium —sugirió Dietrich—. Un despliegue de lo potencial al hecho. La consecución de un fin.

—No, ése no es el término adecuado… Pero lo que significa, mein Herr, es que vuestras pequeñas-vidas no conocen nuestros cuerpos, y carecen de… de la llave para entrar en nuestra carne.

Manfred frunció los labios.

—Muy bien, pues. Hans, puedes enterrar a los muertos de Niederhochwald. Llévate sólo krenken contigo. Cuando regreséis, esperad en vuestro antiguo lazareto del bosque, por si hay signos de peste. Si no aparece ningún signo en… en… —Calculó un intervalo prudente—-. Dentro de tres días, podréis regresar a la aldea. Mientras tanto, nadie puede entrar en este señorío.

—¿Y qué hay del padre de mi mujer? —insistió Klaus.

—Tiene que irse. Es duro, molinero, pero así tiene que ser. Debemos mirar por nosotros mismos.

Everard yacía boca abajo en el camino, cerca de la puerta. Klaus se echó a reír.

—El cretino se ha vomitado encima.

El sol estaba alto en el cielo pero la brisa que llegaba del Katerinaberg traía consigo suficiente fresco para mitigar el calor. Las rosas se habían abierto a su tiempo y sus zarcillos se habían entrelazado en las rejas del jardín del Herr. Pero la tierra junto a la puerta había sido aplastada por incontables pies obedientes y el amarillo de las lechugas había emergido más milagrosamente del suelo pelado.

Everard se revolvió en el suelo.

—Le dolerá todo cuando se le pase, si se revuelve así en el suelo —comentó Max.

—Puede que se ahogue con su propio vómito —dijo Dietrich—. Ven, vamos a llevarlo con su esposa.

Dietrich se adelantó y se arrodilló junto al administrador.

—Parece cómodo donde está —comentó Max. Klaus se echó a reír.

El vómito junto al camino era negro y repugnante, y el propio Everard olía de un modo repugnante. Su respiración silbaba como una gaita, y sus mejillas, cuando Dietrich las tocó, estaban calientes. El administrador se retorció cuando lo tocó con suavidad y gimió.

Dietrich se puso bruscamente en pie y retrocedió dos pasos.

Chocó con el molinero, que se había adelantado gritando: «¡Despierta, borracho!» El administrador y el Maier habían sido rivales y compañeros durante muchos años y se trataban con esa mezla de amistoso desdén que a menudo engendraban ese tipo de relaciones.

—¿Qué pasa? —le preguntó el sargento a Dietrich.

—La peste.

Max cerró los ojos.

—¡Santo Dios en el Cielo!

—Deberíamos llevarlo a su casa —dijo Dietrich, pero no hizo ningún movimiento. Klaus, abrazándose, se volvió.

—El Herr debe saberlo —dijo Max, regresando a la mansión.

Hans llevó a Dietrich aparte.

—Heloïse y yo lo llevaremos. —La krenken pagana, que estaba descansando allí cerca tras su vuelo, se unió a él.

En la colina opuesta, Joachim tocaba la campana de mediodía, anunciando la hora del almuerzo a los trabajadores de los campos. Klaus escuchó un momento, luego dijo:

—Pensaba que sería una escena más ominosa.

Dietrich se volvió hacia él.

—¿El qué?

—Este día. Pensaba que vendría marcado por signos terribles… Nubes negras, vientos espantosos, truenos. Crepúsculo. Sin embargo, es una mañana tan corriente que me asusta.

—¿Sólo ahora te asustas?

Ja. Los portentos implicarían que hay un Motor Divino, por misterioso que sean sus movimientos, y la ira de un Dios furioso puede aplacarse con oración y penitencia. Pero esto ha sucedido sin más. Everard enfermó y cayó al suelo. No hubo ningún signo; así que puede que sea una cosa natural, como siempre habéis dicho. Y contra la naturaleza, no tenemos ningún recurso.

En la casa del administrador, retiraron de la mesa legajos y rollos y colocaron a Everard, como si sirvieran un cerdo relleno. Su esposa. Yrmergard, gemía y se retorcía las manos. Everard había empezado a patalear y retorcerse y su cara estaba sensiblemente más caliente. Dietrich le quitó la camisa al hombre y vio las bubas en su pecho.

—Es carbunco —dijo Klaus, aliviado.

Pero Dietrich negó con la cabeza. El parecido era notable, pero ésas no eran las pústulas de la «enfermedad de los cardadores de lana».

—Ponle paños fríos en la frente —le dijo a Yrmegard—. Y no toques las bubas. Cuando tenga sed, no le des más que sorbos. Hans, Heloïse, trasladémoslo a su cama.

Everard aulló cuando lo levantaron y los krenken casi soltaron su carga.

— Heloïse se quedará con él —anunció Hans—. Yrmegard, no te acerques más. Las pequeñas-vidas pueden viajar en la saliva, otras con el contacto o la respiración. No sabemos cómo es en este caso.

—¿Debo entregar a mi esposo al cuidado de demonios? —preguntó Yrmegard. Se retorció las manos en el mandil, pero no hizo amago de acercarse a la cama. El joven Witold, su hijo, se agarraba a sus faldas y miraba con los ojos muy abiertos a su padre, que seguía retorciéndose.

Una vez fuera de la casa, Klaus se volvió hacia Dietrich.

—Everard no llegó a acercarse a mi suegro.

Hans extendió el brazo.

—Las pequeñas-vidas pueden ser transportadas por el viento, como las semillas de algunas plantas. O pueden viajar en otros animales. Cada especie viaja de forma distinta.

—Entonces ninguno de nosotros está a salvo —gimió Klaus.

Resonaron unos cascos en el patio y Thierry e Imein pasaron al galope, rodearon el murete de piedra y saltaron el foso que rodeaba los terrenos. Klaus, Hans y Dietrich los vieron recorrer la aldea y luego los campos, donde los cansados campesinos se maravillaron al verlos y, sin conocer todavía la causa, dejaron escapar gritos de admiración por su pericia como jinetes.

Pero para el ángelus de la tarde todo el mundo se había enterado de la noticia. Los que regresaban de los campos se marcharon a sus casas sin decir palabra. Esa noche, alguien lanzó una piedra y rompió el hermoso cristal de colores que tan orgullosamente había puesto Klaus en la ventana de su casa. Por la mañana, nadie salió a trabajar. Espiaron tras los postigos de madera la calle desierta, como si el aliento envenenado de la peste esperara para golpear a quien osara asomarse.