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A la mañana siguiente, después de celebrar la misa para una congregación formada por Joachim y los krenken, Dietrich subió a la cima de la colina para contemplar la aldea que emergía de las sombras de la noche. Allá abajo, la fragua estaba oscura y fría. Un rítmico crujido sonaba en el aire matutino: la noria de Klaus, que giraba lentamente, suelta. Un gallo anunció el amanecer y las ovejas del rebaño enfermo de carbunco balaron penosamente a sus hermanas caídas durante la noche. Una leve neblina flotaba sobre los campos, blanca y delicada como lino tejido.

Joachim se reunió con él.

—Es como una aldea de muertos.

Dietrich hizo el signo de la cruz.

—Que Dios no oiga tus palabras.

Se produjo otro momento de silencio antes de que Joachim volviera a hablar.

—¿Necesitan ayuda?

Dietrich extendió el brazo.

—¿Qué ayuda podemos darles?

Se volvió, pero Joachim lo agarró.

—¡Consuelo, hermano! Los males del cuerpo son los males menores, pues sólo terminan con la muerte, que es poca cosa. Pero si el alma muere, entonces todo se ha perdido.

Con todo, Dietrich no podía actuar. Había descubierto que tenía miedo de la peste. Media vita in morte summus. En medio de la vida estamos en la muerte, pero esa muerte lo aterraba. Había visto hombres con las tripas ensartadas en una espada clavada en el vientre, gritando y abrazándose y manchándose la ropa. Sin embargo, ningún hombre iba a la batalla sin aceptar ese riesgo. Pero aquella enfermedad no tenía ningún sentido del riesgo ni la esperanza, y golpeaba donde y a quien se le antojaba. Heloïse había visto a un hombre en Niederhochwald muerto en su arado; ¿qué hombre va a su trabajo aceptando que la muerte puede estar esperándolo allí?

Hans le puso una mano en el hombro y Dietrich se sobresaltó.

—Iremos nosotros —dijo el krenk.

—¿Un demonio deambulando por la calle principal buscando a los enfermos? Eso sí que será un consuelo para esa gente.

—¿Entonces somos demonios, después de todo?

—Los hombres temerosos pueden ver demonios en lo familiar, y dirigir su miedo de lo insensato a lo sensato.

—¡Falta de pensamiento!

—Así es, pero es lo que hace la gente.

Dietrich dio un paso hacia el sendero, vaciló, y luego continuó hacia abajo. Llegó primero a la casa de Theresia y su llamada fue respondida por una voz aguda que apenas reconoció.

—¡Marchaos! ¡Vuestros demonios nos han traído esto!

La acusación era ilógica. La peste había asolado regiones que nunca habían visto a un krenk; pero Theresia nunca se había dejado convencer por ninguna razón de peso. Dietrich continuó hasta la fragua, donde encontró a Wanda Schmidt hablando ya con Joachim.

—No tenías por qué venir —le dijo Dietrich al monje mientras los dos caminaban, uno por cada lado de la calle; pero Joachim se limitó a encogerse de hombros.

Y así continuaron, casa por casa, hasta que, al fondo de la calle, llegaron a las chozas de los Gärtners. Cuando entraron en la casita de los Metzger, Dietrich se aseguró que Trude no sufriera más que de carbunco. Las vetas negras de su brazo indicaban que el veneno se extendía en su interior. «Trude se va a morir», pensó, pero apartó la idea de su cara y sus labios mientras pronunciaba una bendición para ellos.

Regresó a la cúspide donde la colina de la iglesia y la del castillo cruzaban la mirada y esperó a Joachim, que cruzaba el prado desde la casa del molinero. Las ovejas balaron cuando el minorita pasó entre ellas.

—¿Están bien? —preguntó Dietrich, indicando las casitas que flanqueaban el otro lado del prado, y Joachim asintió.

Dietrich dejó escapar un aliento que no era consciente de haber contenido.

—Ningún otro, entonces.

Joachim apartó de una patada una rata muerta del camino y miró hacia el castillo.

—Todavía está la mansión…, y ahí es donde la peste se mostró primero.

—Yo preguntaré a Manfred y los suyos.

Por impulso, abrazó al monje.

—No tenías necesidad de exponerte. Este rebaño está a mi cargo.

Joachim estudió las ovejas que morían en el prado, como preguntándose a qué rebaño se refería Dietrich.

—El Vogt está descuidando su trabajo —dijo—. Las ovejas muertas deberían ser quemadas o el carbunco destruirá el rebaño. Las ovejas de mi padre enfermaron de eso una vez, y dos de los pastores murieron con ellas. Fue culpa mía, por supuesto.

—Volkmar tiene ahora otras preocupaciones aparte de las ovejas del pueblo.

Joachim sonrió de pronto.

—Pero yo no. «Alimenta a mis ovejas», dijo el Maestro, pero no todo el alimento es pan. Dietrich, el viaje por esa calle ha sido duro, pero un compañero alivia siempre el camino.

Al final, sólo Everard estaba enfermo y parecía estar descansando tranquilamente. Dietrich se atrevió a esperar que la cosa no empeorara. Hans chasqueó sus mandíbulas, pero no dijo nada.

Gottfried y Winifred Krenk volaron con dos de los arneses voladores hasta el valle para enterrar a los desafortunados habitantes de ese lugar. Había tantos cadáveres que utilizaron la pasta-de-truenos para cavar las tumbas. Dietrich se preguntó si era un modo adecuado de cavar una tumba, pero luego decidió que una tumba cavada de una sola vez podía en efecto ser adecuada para una población que había muerto toda a la vez. Pronunció las palabras sobre ellos usando el hablador-lejano que Heloïse había llevado consigo.

Después, Hans volvió a llenar los barriles de fuego de la cabeza parlante desplegando un tríptico de cristal. Este cristal convertía la luz del sol en la esencia elektronik. Filosóficamente, un tipo de fuego podía ser convertido en otro tipo de fuego, pero la alquimia práctica se le escapaba.

—¿Por que ha venido aquí la peste? —preguntó Dietrich de pronto.

Hans contemplaba la marca en el cuerpo del Heinzelmännchen que indicaba hasta dónde estaban llenos los barriles.

—Porque ha llegado a todas partes. ¿Por qué no aquí? Pero, Dietrich, amigo mío, hablas de la peste como si fuera una bestia que viene y va con un propósito. No hay ningún propósito.

—Eso no me consuela.

—¿Tiene que consolarte?

—La vida sin propósito no merece la pena ser vivida.

—¿Sí? Escucha, amigo mío. La vida siempre merece la pena ser vivida. Mi… Tú dirías mi «abuelo». Mi abuelo se pasó muchos… meses, acurrucado en un nido roto, en una ciudad asolada por… por un ataque aéreo. Sus hermanos-de-nido murieron quemados. Su ama murió en sus brazos por una explosión violenta peor que las de la pólvora negra. No sabía dónde encontrar su siguiente comida. Pero mereció la pena vivir, porque en esas situaciones adversas, encontrar esa siguiente comida te da esperanza: el siguiente amanecer señala tu éxito. Nunca estuvo más vivo que en aquellos meses en que vivió tan cerca de la muerte. Fue mí propia nidada, que no necesitaba nada, la que encontraba la vida opresiva.

Cuando amaneció el martes sin más casos de peste, los aldeanos salieron de sus casas y hablaron con voz queda. Habían llegado noticias de la mansión. Everard descansaba y su fiebre parecía que había bajado un poco.

—Tal vez la aldea escape sin que la cosa empeore —dijo Gregor Mauer cuando vio a Dietrich esa mañana.

—Ojalá, Dios lo quiera —respondió Dietrich.

Estaban en la cantera, entre polvo y lascas de piedra. Los dos hijos de Gregor holgazaneaban, ataviados con delantales de cuero y guantes gruesos. El pequeño Gregor, un mozalbete de casi sesenta kilos, tenía en la mano una plomada y la hacía oscilar, ausente.