Corrió al santuario, donde tropezó con una forma postrada. Flotaba un olor familiar en el aire.
—¡Joachim! —gritó—. ¿Estás bien?
Recordó a Everard tendido en su vómito y su hedor. Pero aquel olor era el olor metálico y caliente de la sangre.
Agarró el cuerpo y descubrió que estaba desnudo de cintura para arriba. Encontró la suave carne joven marcada por surcos sangrientos.
—Joachim, ¿qué has hecho?
Pero sabía la respuesta, palpó hasta encontrar el flagelo y lo arrancó de las manos del minorita.
Era la cuerda anudada que el monje llevaba como cíngulo, empapada ahora de sangre.
—¡Ach, necio! ¡Necio!
El cuerpo se agitó en su abrazo.
—Si bebo la copa hasta el fondo —susurró una voz—, puedo apartarla de otros.
Volvió la cabeza y Dietrich vio sus ojos brillando bajo la frágil luz.
—Si yo sufro el dolor de diez, entonces nueve pueden salvarse. Ahí tenéis —río—, eso es álgebra, ¿no?
Una fría luz azul iluminó el interior de la iglesia cuando Hans entró con una lámpara krenk.
—Se ha herido a sí mismo —dijo la criatura cuando terminó de acercarse.
—Ja —respondió Dietrich—. Para tomar sobre sí nuestro sufrimiento.
¿Se había estado azotando durante cuatro horas enteras desde que Hans lo vio entrar en la iglesia? Dietrich agarró al monje con más fuerza, lo besó en la mejilla.
—¿Creía que con los látigos vencería a las pequeñas-vidas? —dijo Hans—. ¡Eso no es lógico!
Dietrich tomó el cuerpo en brazos y se levantó.
—¡Al diablo la lógica! Todos nosotros estamos indefensos. ¡Al menos él ha intentado hacer algo!
El miércoles, Manfred llamó a Dietrich a la capilla para conmemorar al kaiser san Heinrich: un gobernante justo para una época en la que en Germania había ambas cosas, gobernantes y justicia.
—El buen padre Rudolf —explicó Manfred— tomó mi yegua gris anoche y huyó.
A Dietrich nunca le había agradado el capellán, pero esta noticia lo sorprendió y lo llenó de preocupación. La capilla del Herr estaba bien surtida de cálices de oro y vestiduras de seda, y el cargo de capellán era cómodo, exigía pocas cosas y estaba mejor considerado que el de simple cura de pueblo. Rudolf era un buen hombre y honraba a Dios, pero una pequeña porción de su corazón seguía a Mammon.
Al fondo de la capilla estaban Eugen y Kunigunda, y su hermana Irmgard, Chotilde el ama, Gunther, Peter el Minnesinger, Wolfram y su familia, Max y unos cuantos más del servicio del Herr, esperando en silencio a que empezara la misa. Dietrich redujo la voz a un susurro.
—¿Ha abandonado su puesto?
Los siervos huían a veces de sus feudos. Con menos frecuencia, era un señor quien lo abandonaba. Pero no parecía posible que ningún hombre desertara de su vocación.
—¿Adónde irá?
Manfred meneó la cabeza.
—¿Quién sabe? Tampoco le reprocho lo del caballo. Huir te da una oportunidad, y no niego a ningún hombre sus oportunidades.
Después, Dietrich contempló la aldea sin verla, pensando en el padre Rudolf. Luego giró sobre sus talones y se dirigió a la casa de Everard.
—¿Cómo se encuentra hoy tu esposo? —preguntó cuando Yrmegard abrió la puerta superior.
Yrmegard miró por encima del hombro.
—Mejor, creo… Él… —Bruscamente, la mujer abrió la puerta inferior—. Vedlo vos mismo.
Dietrich cruzó el umbral. Respiró despacio, pues no quería atraer demasiado mal aire a sus pulmones.
—La paz sea con todos vosotros. ¿Dónde está Heloïse?
—¿Quién es ésa? ¿La demonio? Creía que todos los demonios tenían nombre judío. La eché. No me gusta tenerla ahí agazapada dispuesta a apoderarse del alma de mi marido si abandona su cuerpo.
—Yrmegard, los krenken están con nosotros desde el día de la celebración…
—Sólo estaban esperando su oportunidad.
La casa de Everard estaba dividida en una habitación principal y un dormitorio. El administrador poseía varias parcelas de tierra y la riqueza se notaba en la opulencia de su morada. El hombre se hallaba en el dormitorio. Al tocarlo, Dietrich comprobó que su frente estaba seca y caliente. Las hinchazones en su pecho se repetían en su ingle y bajo los brazos. Una, junto al brazo izquierdo, había crecido hasta adquirir el tamaño y el color de una manzana. Dietrich metió un paño en el cubo, lo empapó, lo dobló, y se lo puso al hombre en la frente. Everard siseó y sus manos se convirtieron en garras.
Dietrich oyó a Yrmegard mandar callar al niño. Everard abrió un ojo.
—Calla, niño —dijo. Las palabras eran pastosas porque tenía la lengua hinchada y no le cabía en la boca. Era un caracol viscoso, gris y húmedo que trataba de escapar de su caparazón—. A los niños buenos les gustan las gachas y los pájaros cantan —dijo Everard, con un ojo ansioso clavado en Dietrich.
—Está loco —dijo Yrmegard, acercándose a la cama. Witold salió llorando de la casa sin parar de correr.
—Está consciente y habla —respondió Dietrich—. Eso es milagro suficiente. ¿Por qué pedir también un discurso razonado?
Trató de darle un poco de agua a Everard, pero le corrió por la barbilla debido a la hinchazón de la lengua. Tosió y gimió, pero eso parecía mejor que los gritos y vómitos del día anterior. «Se le está pasando», pensó Dietrich aliviado.
Desde la colina del castillo, Dietrich siguió el sendero hasta el prado que bordeaba el arroyo del molino. Allí encontró a Gregor y Theresia sentados en la orilla lanzando guijarros al estanque. Se detuvo antes de que lo vieran, y oyó, por encima del correteo del agua en la noria, los cascabeles de la risa de Theresia. Entonces alguien puso el eje en marcha y la gran noria empezó a gruñir y a girar.
Hubo una época en que a Dietrich le encantaba aquel sonido. Era el sonido del trabajo descargado de los hombros de los hombres. Pero aquel día había en él algo de pesar. Klaus llegó desde el molino para ver la rueda girar y juzgar la corriente y la caída del agua. Satisfecho, se volvió y, al ver a Dietrich, lo saludó. Gregor y Theresia se volvieron también y Dietrich, al ser descubierto de esta forma, se acercó a ellos.
—Tenéis mi bendición —le dijo a Gregor, antes de que el cantero pudiera hablar.
Colocó por turno la mano izquierda sobre la frente de cada uno, trazando una cruz con la derecha mientras lo hacía. El contacto sirvió para una doble función, pues no detectó signo de fiebre en ninguno de los dos, pero no dijo nada.
—Es una buena mujer —le dijo a Gregor—, y piadosa cuando los terrores lo permiten, y sus habilidades en las artes curativas son realmente un don de Dios. Respecto a los terrores, no la presiones, pues quiere consuelo y no inquisición.
Se volvió hacia Theresia.
—Escucha a Gregor, hija mía. Es un hombre más sabio de lo que cree.
—No entiendo —dijo Theresia.
Dietrich se arrodilló ante ella.
—Es lo bastante sabio para amarte. Conque comprendas eso, bastaría para Aristóteles.
Gregor lo acompañó un trecho hasta el molino.
—Habéis cambiado de opinión.
—Nunca me opuse. Gregor, tenías razón. Cada día puede ser el último y, sea corto o largo nuestro tiempo, la felicidad más pequeña que se le añada aumenta su valor.
En el molino, Klaus se limpió las manos en un trapo mientras el cantero y la herborista se marchaban juntos.
—¿Bien? —preguntó—. ¿Obtiene Gregor lo que quiere?
—Obtiene lo que ha pedido —respondió Dietrich—. Reza a Dios para que quieran lo mismo.