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—No son fábulas, sino hechos. ¿Habría tanto papel sin norias que golpeen la pulpa? Hace veinticinco años que se ideó una leva para impulsar un fuelle y, últimamente, he oído que un artesano de Lieja ha unido fuelles a un horno y ha creado una especie de horno de hierro…, uno que usa una corriente de aire. Lleva ocho años fundiendo acero en el norte.

—Son tiempos maravillosos —reconoció Gregor—. Pero ¿qué hay de vuestra fila de cubos?

—¡Es sencillo! Hay que equipar el fuelle para que eche agua en vez de aire y unirlo a una bomba, como en Joachimstal. Unos cuantos hombres sujetando ese sifón podrían dirigir un chorro continuo de agua contra un incendio. No habría necesidad de filas de cubos ni…

Gregor se echó a reír.

—Si esa máquina fuera posible, alguien la habría construido ya. Nadie lo ha hecho, así que debe de ser imposible. —Gregor se pasó la lengua por el interior de la mejilla y reflexionó—. Ahí está. Eso era lógica, ¿no?

—Modus tollens —reconoció Dietrich—. Pero tu premisa básica es errónea.

—¿Lo es? No sería yo un buen sabio… Todas esas cosas son un misterio para mí. ¿Cuál es la premisa básica?

—La inicial.

—¿En qué es errónea? Los romanos y los griegos eran listos. Y los sarracenos, aunque sean paganos. Vos mismo lo dijisteis. ¿Cómo se llamaba aquello? Lo que hacen con los números.

Al-jabr. La cifra.

—Álgebra. Eso es. Y luego está ese tipo genovés que cuando yo era aprendiz en Friburgo decía que había ido y vuelto de Catay. ¿No describía artes que había visto allí? Bueno, lo que quiero decir es que todos ellos son gente lista, cristiana, infiel y pagana, antigua y moderna, que ha inventado cosas desde el principio del mundo. ¿Cómo podrían haber pasado por alto algo tan simple como lo que decís?

—Habría dificultades con los detalles. Pero hazme caso: un día, todo el trabajo lo harán máquinas eficientes y la gente será libre para contemplar a Dios y dedicarse a la filosofía y las artes.

Gregor agitó una mano.

—O para afrontar problemas. Bueno. Supongo que todo es posible si pasamos por alto los detalles. ¿No me dijisteis que alguien le había prometido al rey de Francia una flota de carros de guerra impulsados por el viento?

—Sí, Guido da Vigevano le dijo al rey que con carretas equipadas con velas como un barco…

—¿Y el rey de Francia las ha usado en esa nueva guerra suya contra los ingleses?

—No que yo sepa.

—A causa de los detalles, supongo. ¿Qué hay de las cabezas parlantes? ¿Quién fue ése?

—Roger Bacon, pero es sólo una leyenda.

—Eso es. Ahora me viene a la memoria el nombre. Si alguien creara de verdad esa cabeza parlante, Everard la usaría para llevar mejor las cuentas de nuestras rentas y deberes. Luego, toda la aldea se enfadaría con vos.

—¿Conmigo?

—Bueno, Bacon está muerto.

Dietrich se echó a reír.

—Gregor, cada año ve un artefacto nuevo. Hace sólo veinte años que los hombres descubrieron las lentes para leer. Incluso hablé con el hombre que las inventó.

—¿Sí? ¿Qué clase de mago era?

—Ningún mago. Sólo un hombre, como tú o como yo. Un hombre que se cansó de forzar los ojos delante de su libro de oración.

—Un hombre como vos, entonces —reconoció Gregor.

—Era franciscano.

—Oh —asintió Gregor, como si eso lo explicara todo.

Los aldeanos llevaron a casa sus cubos y rastrillos, o rebuscaron entre las vigas calcinadas y los techos de paja humeante algo que salvar de las ruinas. Langermann y los otros Gärtners no se molestaron. Había muy poca cosa en sus chozas para que mereciera la pena remover las cenizas. Sin embargo, Langermann había recuperado su cabra. Las vacas del establo, todavía por ordeñar, se quejaban sin comprender nada. Dietrich vio a fray Joachim, ennegrecido por el humo y agarrando un cubo, y corrió tras él.

—Joachim, espera. —Lo alcanzó en unos pocos pasos—. Diremos una misa como acción de gracias. Spiritus Domini, puesto que el altar ya está vestido de rojo. Pero retrasémoslo hasta vísperas, para que todos puedan descansar del trabajo.

El rostro manchado de hollín de Joachim no mostró emoción alguna.

—Vísperas, pues. —Se dio media vuelta, y de nuevo Dietrich lo agarró por la manga.

—Joachim. —Vaciló—. Antes he pensado que habías huido. El minorita lo miró envarado.

—Fui por esto —dijo, agitando el cubo.

—¿El cubo?

Se lo tendió a Dietrich.

—Agua bendita. Por si las llamas eran diabólicas.

Dietrich miró en el cubo. Había un residuo de agua en el fondo. Se lo devolvió al monje.

—Y cuando las llamas resultaron ser materiales, después de todo…

—Bueno, pues un cubo de agua más para combatirlas.

Dietrich se echó a reír y le dio a Joachim una palmada en el hombro. A veces el emotivo joven le sorprendía.

—¿Ves? Entiendes algo de lógica.

Joachim señaló con un dedo.

—¿Y quién dice la lógica que cargó con los cubos que han extinguido el fuego del Bosque Grande?

Una fina columna gris se alzaba sobre el bosque.

Dicho esto, continuó camino de la iglesia, y esta vez Dietrich lo dejó marchar. Dios había enviado a Joachim por algún motivo. Algún tipo de prueba. Había ocasiones en que envidiaba al minorita sus éxtasis, los gritos de alegría que pronunciaba en presencia de Dios. El deleite que Dietrich sentía por la razón parecía exangüe en comparación.

Dietrich habló con quienes habían perdido sus hogares. Félix e Ilse Ackermann se quedaron mirándolo, aturdidos. Habían metido todo lo que habían conseguido rescatar de las ruinas en dos saquitos, que Félix y su hija Ulrike llevaban a la espalda. La pequeña Maria agarraba una muñeca de madera, ennegrecida y cubierta por un harapo chamuscado. Parecía uno de esos hombres africanos que los sarracenos vendían en los mercados de esclavos por todo el Mediterráneo. Dietrich se agachó junto a la niña.

—No te preocupes, pequeña. Te quedarás con tu tío Lorenz hasta que la aldea pueda ayudar a tu padre a construir una casa nueva.

—Pero ¿quién hará sanar a Anna? —preguntó Maria, alzando la muñeca.

—Me la llevaré a la iglesia y veré qué puedo hacer. —Trató de soltar con suavidad la muñeca de la firme tenaza de la niña, pero al final tuvo que obligarla a abrir los dedos.

—¡Muy bien, indignos hijos de esposas infieles! ¡Volved al castillo! ¡No os quedéis aquí! Ya habéis salido de la rutina y os habéis dado un baño en el estanque… ¡Ya era hora, por cierto! ¡Pero todavía hay trabajo que hacer!

Dietrich se hizo a un lado y dejó pasar a los soldados.

—Dios os bendiga a ti y a tus hombres, sargento Schweitzer —dijo.

El sargento se persignó.

—Buenos días, pastor. —Indicó el castillo con un gesto de cabeza—. Everard nos envió a combatir el incendio.

Maximilan Schweitzer era un hombre pequeño y ancho de hombros que recordaba a Dietrich el tocón de un árbol. Había llegado del país alpino hacía unos años para vender su espada y Herr Manfred lo había contratado para que se encargara de sus soldados de infantería y combatiera a los forajidos de los bosques.

—Pastor, ¿qué…? —El sargento frunció de pronto el ceño y miró a sus hombres—. Nadie os ha dicho que escuchéis. ¿Es que os tengo que llevar de la mano? Sólo hay una calle en esta aldea. El castillo está en un extremo y vosotros estáis en el otro. ¿No podéis deducir el resto vosotros solos?

Andreas, el cabo, gritó una orden y se pusieron en marcha. Schweitzer los vio marchar.

—Son buenos chicos —le dijo a Dietrich—, pero necesitan disciplina. —Se tiró del jubón de cuero para ajustárselo—. Pastor, ¿qué ha pasado hoy? Toda la mañana he tenido la sensación de… Como si esperara una emboscada pero no supiera cuándo ni dónde. Ha habido una pelea en la sala de guardia y el joven Hertl se ha puesto a llorar sin motivo alguno. Y cuando echábamos mano al cuchillo o el casco… a cualquier cosa que fuera de metal, sentíamos un dolor breve y punzante que…