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Se apartó.

Dietrich alzó el camisón y se sintió aliviado al no descubrir ninguna hinchazón en la ingle, aunque puntos rojizos cerca de su lugar secreto indicaban que pretendían aparecer. Cuando trató de mirarle el pecho y bajo los brazos, el camisón se interpuso y ella agitó los brazos.

—¡Max! —dijo—. ¡Llamad a Max! ¡Él me protegerá!

—¿Le administraréis los últimos sacramentos? —preguntó Klaus.

—Todavía no. Klaus… —Vaciló, pero no dijo nada de Wanda. El molinero no dejaría a su esposa estando de aquel modo. Cuando se levantó, Hilde lo agarró por la túnica.

—Traed a Dietrich —le suplicó.

Ja doch —respondió Dietrich, zafándose—. Ahora voy a buscarlo.

En el exterior, se detuvo a tomar aire. Dios era astuto. Dietrich había huido de la peste en una casa sólo para encontrarla en otra.

Hans y Gottfried le ayudaron a trasladar a Wanda a su cama. Cuando Dietrich regresó a la rectoría, Joachim lo miró a la cara.

—¡La peste! —dijo. Como Dietrich asintió, echó atrás la cabeza y exclamó—. ¡Oh, Dios, te he fallado!

Dietrich le colocó una mano en el hombro.

—No le has fallado a nadie.

Joachim se zafó de la mano.

—¡Los krenken van a volver al infierno sin ser redimidos!

Cuando Dietrich se volvió, Joachim le agarró la manga.

—No podéis dejarlos morir solos.

—Lo sé. Voy a ver a Manfred para pedirle permiso para montar un hospital.

Encontró al Herr en el gran salón, sentado entre dos fuegos, uno rugiente en la chimenea y otro en un gran caldero situado al otro lado de la habitación. Toda la casa se había reunido allí, incluso Imre el buhonero. Los criados iban y venían, cargando leña para avivar los fuegos. Se marchaban despacio y regresaban deprisa.

Manfred, que estaba sentado a la mesa del consejo escribiendo con una pluma en un pergamino, habló sin levantar la cabeza.

—Los fuegos funcionaron para tu Papa. De Chauliac lo recomendó cuando hablé con él en Aviñón. El elemento del fuego destruye el mal aire… —Agitó la pluma—. De algún modo. Dejo la ciencia para aquellos que están versados en ella.

Sus ojos se dirigieron a los rincones de la sala, como si pudiera ver la peste acechando allí. Luego se dedicó una vez más al pergamino.

El fuego tal vez fuese efectivo, se dijo Dietrich, ya que aflojaba la masa endurecida del mal aire y lo hacía elevarse. También las campanas podían romper esa masa al agitar el aire. Pero si la peste era transportada por innumerables mikrobiota, Dietrich no veía de qué modo podían ayudar las llamas; a menos que, como las polillas, las pequeñas-vidas fueran atraídas por el fuego para autoinmolarse. No dijo nada de estos pensamientos.

Mein Herr, Wanda Schmidt y Hilde Müller han sido golpeadas por la peste.

—Lo sé. Heloïse Krenkerin nos avisó por el hablador-lejano. ¿Qué quieres de mí?

—Pido a vuestra gracia establecer un hospital. Pronto, me temo, demasiados caerán enfermos de…

Manfred despuntó la pluma contra la mesa de un golpe.

—Te andas con demasiadas ceremonias. Un hospital. Ja, doch. Sea. —Agitó una mano—. Para lo que va a servir…

—Si no podemos salvarles la vida, al menos podemos hacer más cómoda su muerte.

—Debe de ser un gran consuelo. ¡Max!

Secó el pergamino y lo dobló en cuatro. En un pegote de cera vertido de una vela estampó su sello. Estudió después el anillo, moviéndolo un poco en su dedo. Luego miró a la pequeña Irmgard, que estaba allí cerca con su ama, reprimiendo las lágrimas, y le sonrió brevemente. Le entregó a Max la carta, junto con otra que ya había terminado.

—Llévalas al camino de Oberreid y dáselas a los primeros viajeros de aspecto respetable que veas. Una es para el duque de Baden, la otra para el duque de Habsburgo. Viena y Friburgo tienen ya sus propios problemas, pero deben saber qué ha acontecido aquí. Gunther, acompáñalo y ensíllale una montura.

Max parecía triste, pero inclinó la cabeza y, tras sacarse los guantes del cinto, se dirigió a la puerta. Gunther lo siguió; parecía, si eso era posible, aún menos feliz.

Manfred sacudió la cabeza.

—Temo que la muerte esté en esta casa. Everard cayó después de salir de esta misma sala. ¿Cómo se encuentra?

—Más tranquilo. ¿Puedo trasladarlo al hospital?

—Haz lo que sea necesario. No vuelvas a pedirme permiso. Voy a llevar a todo el mundo al Schloss. Prohibí que entrara nadie en la aldea y no me hicieron caso. Ahora Odo nos ha traído esto. Al menos puedo proteger la Schildmauer de los intrusos. Cada hombre debe cuidar ahora de su propia casa y de su propia familia.

Dietrich tragó saliva.

Mein Herr, todos los hombres son hermanos.

Manfred hizo una mueca de tristeza.

—Entonces tienes mucho trabajo por delante.

Dietrich llamó a Ulf y Heloïse para que llevaran a Everard al hospital improvisado en la fragua. Ninguno de los dos krenken había aceptado todavía a Cristo. Hans había sugerido que se habían quedado porque su miedo a morir en «la brecha entre los mundos» superaba su miedo a morir de hambre. Pero cuando le preguntó a Ulf al respecto, el krenk se echó a reír.

—No le temo a nada —alardeó por el canal privado—. Los krenken mueren. Los hombres mueren. Hay que morir bien.

—Con charitas en el corazón.

El krenk extendió el brazo.

—No hay ninguna charitas, sólo valor y honor. Se muere sin miedo, desafiando al Cernidor. Nadie cree, naturalmente, en el Cernidor, pero es un dicho nuestro.

—Entonces ¿por qué te quedaste cuando vuestro navío zarpó, si no es por miedo a esa «brecha»?

Ulf indicó a la krenken que caminaba dando zancadas delante de ellos.

—Por Heloïse. Prometí a nuestro cónyuge… ¿Entiendes nuestro hombre-mujer-ama? Bien. El ama se queda siempre en el nido. Hice un… juramento de sangre de que junto a nuestra Heloïse me quedaría. Algunos buscadores-de-verdad dicen que la brecha carece de tiempo y prolonga la muerte para siempre. Heloïse temía eso por encima de todo. Para mí, toda muerte es lo mismo y le chasqueo las mandíbulas. Me quedé por mi juramento.

Cuando entraron en casa de Everard, el hedor era palpable. El administrador yacía desnudo en la cama, con un trapo seco y sucio en la frente. Oscuras líneas azuladas le corrían por las extremidades, desde la ingle y los sobacos. No había ni rastro de Yrmegard ni de Witold. Dietrich se inclinó sobre él pensando que estaba muerto, pero los ojos del hombre se abrieron de pronto y casi se levantó de la cama.

—¡Madre de Dios! —gritó.

—Debo sajar las bubas antes de moverlo —le dijo Dietrich a Ulf, empujando suavemente al administrador para que se tumbara de nuevo. Los negros ríos de veneno que le corrían por los brazos y las piernas sugerían que ya era demasiado tarde—. ¿Dónde están tu esposa y tu hijo? —le preguntó a Everard—. ¿Quién te cuida?

—¡Madre de Dios!

El administrador se arañó entre gritos. Luego, bruscamente, se quedó tendido en silencio, jadeando y suspirando, como si hubiera repelido un ataque desde las almenas y descansara para el siguiente.

Dietrich había lavado el cuchillo con vino agrio y Ulf sugirió calentarlo también al fuego. En la chimenea apenas quedaban unas ascuas. No había leña preparada. «Ella ha huido —pensó Dietrich—. Yrmegard ha abandonado a su esposo.» Se preguntó si Everard lo sabría.

Las bubas eran tan grandes como manzanas, la piel tensa y brillante alrededor de ellas. Dietrich escogió la que había bajo el brazo derecho y la tocó con la punta de su escalpelo.