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Everard aulló y se agitó, golpeó a Dietrich con el puño y le arrancó el escalpelo de la mano. Dietrich se arrodilló, viendo doble por efectos del golpe, y luego tanteó entre la paja del suelo en busca de la hoja caída. Cuando se levantó, Everard yacía de costado, abrazándose las piernas con fuerza, con las rodillas encogidas. Dietrich se acercó al escabel que había junto a la cama y se sentó un momento mientras se frotaba la sien y pensaba. Entonces llamó a Hans por el hablador-lejano.

—Hay una cesta en mi cobertizo, marcada con la cruz de los Hospitalarios —le dijo a su amigo—. Trae a la casa del administrador una de las esponjas que encontrarás en ella… Pero ten cuidado. Está empapada en mandrágora y otros venenos.

Hans llegó pronto y se quedó a mirar con los otros krenken. Dietrich humedeció la esponja en el barril de agua que había detrás de la casa y regresó, sujetándola a la distancia de un brazo. Entonces, como le había enseñado el saboyano, la colocó con firmeza contra la nariz y la boca de Everard mientras el mayordomo le arañaba las manos. Lo suficiente para dormir, había dicho el saboyano, pero no tanto como para producir la muerte. Everard se quedó súbitamente flácido, y Dietrich arrojó la esponja al fuego. ¿Demasiado tiempo? No, el pecho del hombre subía y bajaba. Dietrich se persignó.

—Bendito Jesús, guía mi mano.

El contacto con la hoja no despertó al mayordomo, pero gruñó y se debatió un poco. Hans y Ulf le sujetaron los miembros con firmeza. La buba era dura y Dietrich apretó la punta con más fuerza.

De repente se abrió y manó de ella un líquido negro de hedor abominable. Dietrich apretó los dientes y se dedicó a las bubas restantes.

Cuando terminó, Heloïse le tendió un paño que mientras tanto había hervido y empapado en vinagre. Con esto, Dietrich limpió como pudo la mugre del pecho del hombre.

—Yo no tocaría el pus —aconsejó Ulf, y Dietrich, que no tenía semejante intención, salió corriendo a la calle y vomitó el desayuno de esa mañana. Luego aspiró a grandes bocanadas el aire de la montaña. Hans, que lo había seguido, lo tocó brevemente varias veces.

—¿Era malo?

Dietrich jadeó.

—Muy malo.

—Mi… —Hans se tocó brevemente las antenas—. Debo lavarlas —dijo—. El administrador no vivirá.

Dietrich resopló.

—Siempre hay esperanza, pero… creo que tienes razón. Su esposa ha escapado con el niño. No tiene a nadie que lo cuide.

—Entonces nosotros lo haremos.

Colocaron a Everard en la camilla que Zimmerman había preparado, y Ulf y Heloïse se encargaron de transportarlo. Dietrich caminó junto a ellos y mantuvo firme la camilla mientras bajaban la colina. Recordó cómo san Efraím de Siria había transportado trescientas camillas durante una hambruna en Mesopotamia. «Necesitaremos más», se dijo.

Hans se quedó a quemar todos los trapos y la ropa para matar las pequeñas-vidas que pudieran contener. Ulf lo llamó.

—Guarda un poco de pus para inspeccionarlo.

—¿Por qué pides eso? —preguntó Dietrich cuando bajaban la colina.

—Trabajé con los instrumentos en el lazareto de nuestro navío —le dijo Ulf—. Tenemos un aparato, que Gschert nos dejó, que nos permite ver las pequeñas-vidas.

Dietrich asintió, aunque no lo comprendía. Entonces preguntó, de repente:

—¿Por qué nos ayudas con los enfermos, si no tienes ninguna charitas?

El krenk pagano extendió el brazo.

—Hans es ahora el Herr krenk, así que lo sigo. Además, ocupa mis días.

Lo cual era, a su modo, una típica respuesta krenk.

Wanda Schmidt murió al día siguiente.

Pataleó y se agitó y se mordió la propia lengua en vano. La sangre negra se acumuló en su interior y manó por su boca. No oyó las palabras de consuelo que pronunció Gottfried Krenk; quizá ni siquiera notó los amables golpecitos que entre los de su especie hacían las veces de caricias.

Después, Gottfried se dirigió a Dietrich.

—El Herr-del-cielo no quiso salvar a la mujer del bendito Lorenz. ¿Por qué entonces suplicamos su ayuda?

Dietrich negó con la cabeza.

—Todos los hombres mueren cuando Dios los llama a su lado.

Y Gottfried respondió;

—¿No podría haberla llamado más suavemente?

Klaus y Odo llevaron a Hilde al hospital en una camilla que cargaron entre los dos. La dejaron en un camastro, en la fragua, cerca del fuego que Dietrich había encendido en el horno. Luego Klaus envió a Odo de regreso a la casa y el viejo asintió distraído y dijo:

—Dile a Hilde que se dé prisa y me cocine la cena.

Klaus lo vio marchar.

—Se sienta en el taburete ante la chimenea y se queda mirando las cenizas frías. Cuando entro en la habitación, vuelve los ojos hacia mí sólo un instante antes de que la fascinación por las cenizas vuelva a llamarlo. Creo que ya está muerto… aquí dentro. —Se golpeó el pecho—. Todo lo demás es mera ceremonia.

Se arrodilló para acariciarle el pelo a Hilde.

—Las bestias se están muriendo también —dijo—. Por el camino he visto ratas muertas, varios gatos y el viejo sabueso de Herwyg. El Tuerto echará de menos a ese perro.

«Querido Dios —rezó Dietrich—, ¿purgarás la tierra de todos los seres vivos?»

—¿Qué es esto? —preguntó, señalando con el dedo la manga de Klaus—. Parece sangre. ¿Ha vomitado ella sangre?

Klaus se miró las manchas como si nunca las hubiera visto.

—No —dijo. Tocó una con el dedo pero no se manchó, así que la sangre ya estaba seca—. No, yo… Seguí…

Pero lo que el molinero fuera a decir se perdió en la duda, pues Hilde se levantó de la cama y se quedó allí plantada, erguida. Al principio, Dietrich pensó que se trataba de un milagro, pero la mujer empezó a dar vueltas y a balancearse y a cantar agitando los brazos. Klaus la agarró, pero el brazo de ella lo golpeó en la mejilla con tanta fuerza que casi lo derribó al suelo.

Dietrich se colocó al otro lado de la cama y trató de agarrarla por un brazo mientras Klaus la agarraba por el otro. La asió por la muñeca y usó su propio peso para tirar de ella. Klaus hizo lo mismo. Hilde continuó retorciéndose de un lado a otro, tarareando. Entonces, bruscamente, calló y se quedó quieta. Klaus alzó la cabeza.

—¿Ha…?

—No. No, respira.

—¿Qué significa? El baile.

Dietrich sacudió la cabeza.

—No lo sé…

Las bubas habían aumentado de tamaño, pero todavía no había vetas de veneno en sus brazos.

—¿Puedo verle las piernas?

Sin decir palabra, Klaus levantó la falda de Hilde y Dietrich estudió su ingle y sus muslos y se alivió al ver que allí no había tampoco vetas.

—Gottfried —pidió—, trae el vino viejo.

Klaus bajó la cabeza.

—Ja, ja. Yo también necesito un trago. ¿Descansará ahora?

—No es para beber. Debo lavar mi escalpelo.

Klaus se echó a reír de repente, y luego se hundió en un hosco silencio.

Gottfried trajo un cuenco con vinagre y Dietrich lavó la hoja en él. Luego la sostuvo sobre el fuego de la fragua hasta que el mango se puso caliente. No se arriesgaría a usar la esponja soporífera esta vez: ese recurso había que reservarlo para casos como el de Everard, en que la posibilidad de vivir y el riesgo de morir estaban más equilibrados.

—Sostén el cuenco —le dijo Dietrich a Gottfried, tendiéndole una bacina de barro—. Cuando abra la pústula, el pus debe caer en el cuenco. Ulf dice que no debemos dejar que nuestra carne entre en contacto con él —añadió para Klaus—, pero el krenk no cree que los afecte a ellos.

—Sólo hay una forma de descubrirlo —dijo Gottfried.