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—Es un demonio sabio, entonces. —Klaus estudió al krenk—. Ella cuidó de ellos, ahora ellos cuidan de ella. Una cosa no me parece mejor que la otra. —Miró el escalpelo.

—No temas —dijo Dietrich—. De Chauliac le dijo a Manfred que este curso de acción solía ser efectivo si no se retrasaba demasiado.

—¡Cortad, pues! No podría soportar que ella…

Dietrich había afilado el escalpelo hasta convertirlo en una cuchilla de afeitar. Cortó limpiamente la pústula. Hilde jadeó y arqueó la espalda, aunque no gritó como había hecho Everard. Dietrich la sujetó con fuerza por el brazo y la pestilencia se vertió en el cuenco de Gottfried. Miró para ver si contenía sangre y se sintió aliviado al ver que no había ninguna.

Aunque menos repugnante que el de Everard, el pus apestaba bastante. Klaus tragó saliva y no vomitó por pura fuerza de voluntad, aunque retrocedió.

Pronto, la horrible tarea terminó. Dietrich roció las heridas con vinagre. No estaba seguro de por que esto podría ser eficaz, pero los doctores en medicina lo creían así desde la gran época de Tomás de Aquino. El vinagre ardía, así que el elemento fuego quemaba las pequeñas-vidas.

Después, Dietrich se marchó con Klaus a casa de Walpurga Honig, donde se sentaron en el banco que había delante. Klaus llamó al postigo de la ventana con los nudillos y, un momento después, la esposa del cervecero la abrió y le puso en las manos una jarra de cerveza. Miró a Dietrich, volvió a aparecer con una segunda jarra y luego cerró el postigo con llave. El repentino ruido sobresaltó a Atiulf Kohlmann, que estaba sentado en el suelo al otro lado de la calle, y el niño llamó llorando a su madre.

—Todo el mundo tiene miedo —dijo Klaus, haciendo un gesto con la jarra. Tomó un sorbo, cerró los ojos y rompió a llorar. La jarra se le cayó de los dedos sin fuerzas y derramó su contenido en la tierra—. No comprendo —dijo después de un rato—. ¿Le ha faltado algo? Una sola palabra y lo tenía todo. Brocados, cintas, tocas. Ropa interior de seda una vez que estuvimos en Friburgo…, italiana, y ¿no me costó lo mío? «Pintura francesa» para su cara. Puse comida en su mesa, un techo sobre su cabeza… y no una choza como la de su padre. No, un edificio de madera con un horno de piedra y una chimenea para calentar el dormitorio. Le di dos hermosos hijos y, aunque Dios decidió llamar al niño demasiado pronto, me encargué de casar a nuestra Phye con un mercader de Friburgo. Sólo Dios sabe cómo estarán en Friburgo ahora.

Se estudió las manos y las retorció. Miró al este, hacia las tierras bajas.

—Sin embargo, ella busca a otros hombres —continuó—. Todo el mundo lo sabe, pero yo he de fingir lo contrario… y tomarme mis pequeños desquites cuando peso la comida. Bromeaba cuando le levanté la falda para vos. Pero de verdad que creo que sois el último hombre de Oberhochwald que ha visto esa visión; aunque hubo un tiempo en que no lo creí. Pensaba que ibais a los bosques con ella, pastor. Aunque seáis cura, también sois un hombre. Así que os seguí un día. Fue entonces cuando vi a los monstruos por primera vez. Sin embargo, no fueron una visión tan terrible como la de mi Hilde despatarrada en un lecho de flores mientras ese burdo sargento la poseía.

Dietrich recordó haber visto uno de los caballos del molinero atado en el claro y haber pensado que era de Hilde.

—Klaus… —empezó a decir, pero el molinero continuó sin dar ninguna señal de haber oído.

—Soy un hombre ágil en la cama matrimonial. No tan ágil como en mi juventud, pero no he tenido ninguna queja de otras. Oh, sí, me he acostado con otras mujeres. ¿Qué elección tenía? ¿La vuestra? No, ardo como vuestro Pablo. No sé por qué ella me rechaza. ¿Le dicen otros hombres palabras más dulces? ¿Son sus labios más agradables? —Y el molinero alzó los ojos para mirar directamente a Dietrich—. Podríais decírselo. Podríais hacer que fuera un mandamiento. Pero… no quiero su sumisión. Quiero su amor y no puedo tenerlo, y no sé por qué.

»La vi por primera vez en las pocilgas de su padre, dando de comer a los cerdos. Tenía los pies descalzos en el fango, pero yo vi una princesa en el lodazal. Yo era aprendiz del viejo Heinrich, el padre de Altenbach, que tenía el molino del Herr antes que yo, así que mis perspectivas eran buenas. Mi Beatrix había muerto en aquel terrible invierno de 1315 y todos nuestros hijos con ella, así que mi semilla moriría conmigo a menos que volviera a casarme. Le propuse matrimonio a su padre y pagué Merchet y el Herr consintió. ¡Ninguna mujer de aquí ha tenido tan buen festín de bodas, excepto la mismísima Kunigunda del Herr! Esa noche descubrí que no era virgen, ¿pero qué mujer lo es en esta época? No me molestó entonces. Tal vez debería haberlo hecho.

Dietrich colocó una mano en el hombro de Klaus.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—No era amable con ella, ese cerdo del sargento. Para él, fue otra aventura.

—Wanda Schmidt ha muerto.

Klaus asintió lentamente.

—Eso me entristece. Éramos buenos amigos. Compartíamos la misma carencia, pero yo la llenaba con ella. Sé que era pecado, pero…

—Un pecado menor —le aseguró Dietrich—. No había ningún mal, creo, en ninguno de vosotros.

Klaus se echó a reír estrepitosamente. Su fornido cuerpo se estremeció como un terremoto en un barril y a las comisuras de sus ojos asomaron lágrimas.

—¿Cuántas veces —dijo, cuando la risa se convirtió en melancolía—, en vuestros secos sermones escolásticos, os he oído decir que un «mal» es la ausencia de un «bien»? Así que decidme, sacerdote… —Los ojos se volvieron hacia Dietrich repletos de vacío—. ¿A qué hombre le ha faltado jamás tanto como a mí?

Permanecieron sentados en silencio. Dietrich le tendió al molinero la jarra de cerveza y el molinero bebió.

—Mis pecados —dijo—. Mis pecados.

—Everard ha muerto también —le dijo Dietrich, y Klaus asintió—. Y Franzl Nariz-larga del castillo. Pusieron su cuerpo ante las murallas esta mañana. —Miró hacia las torres, más allá de las almenas—. ¿Cómo está Manfred?

—No lo sé.

Klaus dejó ambas jarras en el alféizar para que la esposa del cervecero las recuperara.

—Me pregunto si lo sabremos alguna vez.

—Y los Unterbaum se han ido —dijo Dietrich—. Konrad, su esposa, sus dos hijos supervivientes…

—Hacia el valle del Oso, supongo. Sólo un necio se dirigiría a Bisgrovia con la peste en Friburgo. ¿Dónde está la madre de Atiulf?

Se levantaron y se acercaron al niño que lloraba en el suelo.

—¿Qué pasa, pequeño? —preguntó Dietrich, arrodillándose junto al chiquillo.

—¡Mami! —aulló Atiulf—. ¡Quiero a mami!

Se quedó sin aliento y sorbió aire con una gran bocanada que terminó en un paroxismo de tos y flema.

—¿Dónde está? —preguntó Dietrich.

—¡No sé! ¡Mami, no me encuentro bien!

—¿Dónde está tu padre!

—¡No sé! ¡Vati, haz que pare!

Entonces las toses sacudieron su cuerpo una vez más.

—¿Y tu hermana, Anna?

—Anna está dormida. No la despiertes. Lo dijo mami.

Dietrich miró a Klaus y Klaus lo miró a él. Luego los dos miraron hacia la puerta de la casa. El Maier apretó la mandíbula.

—Creo que deberíamos…

Klaus abrió la puerta y entró, y Dietrich, con el niño de la mano, lo siguió.

No había ni rastro de Norbert ni de Adelheid, pero Anna estaba tendida en un camastro de paja, con un semblante de paz y tranquilidad.

—Muerta —anunció—. Pero no hay ningún signo en ella. No como en el pobre Everard.