El horror se fue acumulando igual que una tormenta: primero unos pocos, luego un periodo de tranquilidad en que la gente pensaba que la amenaza había pasado ya, luego unos cuantos más, hasta que por fin llegó como un torrente. La gente permanecía acobardada en su hogar. En los campos, las cosechas se pudrían y el heno se marchitaba sin segar. Unos cuantos se unieron a Dietrich y los krenken en el hospital. Joachim, cuando se recuperó de sus heridas; pero también Gregor Mauer, Klaus Müller, Gerda Boettcher, Lueter Holzhacker. Theresia Gresch trabajaba con sus hierbas, preparando aquellas que aliviaban el dolor o inducían al sueño, pero no quería entrar en la fragua.
Gottfried había dedicado el hospital a san Lorenzo, aunque Dietrich sospechaba que se refería al difunto herrero, no al diácono de Sixto. Como Dietrich le había hablado de los Caballeros Hospitalarios, la criatura empezó a llevar una sobrepelliz con una cruz de la Orden en la parte superior izquierda.
La gente enfermaba poco a poco… y de repente; con accesos de tos… y con bubas. Herwyg el Tuerto pareció ennegrecerse ante la horrorizada mirada de Dietrich, como si una sombra hubiera atravesado su alma. Marcus Boettcher sufrió, como Everard, una larga agonía de convulsiones. La familia entera de Volkmar Bauer pereció; su esposa, Seppl, incluso Ulrike y su bebé recién nacido. Sólo el Vogt sobrevivió, y precariamente.
Los días fueron pasando: Margarita de Antioquía, María Magdalena, Apolinario, Santiago el Mayor, Berthold de Gasten… Al perder la cuenta de las festividades, Dietrich celebró días sin nombre.
Los entierros se multiplicaron. Marcus Boettcher. Konrad Feldmann y sus dos hijas. Rudi Pforzheimer. Gerda Boettcher. Trude y Peter Metzger. Tras cada muerte, Dietrich hacía sonar la campana de la iglesia. Una vez por un niño, dos por una mujer, tres para los hombres. ¿Quién las escucharía?, se preguntaba. Imaginaba los repiques perdiéndose cada vez más débiles en un paisaje vacío de vida.
El patio de la iglesia se llenó y cavaron tumbas en terreno nuevo que Dietrich consagraba. «No todos morirán», se decía Dietrich una y otra vez. En París quedaba gente, y en Aviñón. Incluso en Niederhochwald, un puñado habían sobrevivido. Hilde parecía mejorar, y el Pequeño Gregor, e incluso Volkmar Bauer.
Reinhardt Bent no robaría más surcos a sus vecinos, ni Petronella Lürm espigaría los campos del Herr, La mujer de Fulk, Constanz, murió de manera repentina. Melchior Metzger llevó a un delirante Nickel Langermann al hospital.
—No es justo —decía el joven, como si echara la culpa a Dietrich—. Tuvo carbunco y se recuperó. ¿Por qué golpearlo esta segunda vez?
—No hay ninguna razón —respondió Hans, junto al lecho de Franz Ambach—. Sólo hay un «cómo» y no lo sabe nadie.
Ulf había estado trabajando en un aparato que ampliaba cosas muy pequeñas, por lo que Dietrich le había puesto por nombre mikroskopion. A través de él, Ulf había estudiado la sangre de los enfermos y los sanos. Un día, cuando Dietrich fue a la rectoría a despertar a Joachim para su turno en el hospital, Ulf le mostró en la imagen-pizarra incontables lunares negros de diversas formas y tamaños, como motas de polvo capturadas en un rayo de luz. Ulf indicó una.
—Ésta no aparece nunca en la sangre sana pero está siempre en la enferma.
—¿Qué es? —preguntó Joachim, sólo despierto a medias.
—El enemigo.
Pero una cosa era conocer el rostro del enemigo y otra muy distinta matarlo. Arnold podría haber tenido éxito, o eso decía Ulf.
—Sin embargo, nosotros no tenemos su habilidad. Sólo podemos probar la sangre de un hombre y decir si el enemigo está presente dentro de él.
—Entonces —dijo Joachim—, todos los que aún no llevan esta marca de Satán deben huir.
Dietrich se frotó la barbilla sin afeitar.
—Y se podrá impedir que los enfermos huyan, para que no extiendan aún más las pequeñas-vidas. —Miró a Joachim, que no dijo nada—. Ja, doch. Es poco, pero es algo.
Max fue el líder natural de una huida semejante. Conocía los bosques mejor que nadie, aparte de Gerlach el cazador, y estaba más acostumbrado a guiar hombres que Gerlach.
Dietrich se dirigió a los establos del Herr y ensilló un esbelto corcel negro. Había tensado la cincha y estaba proponiéndole a la bestia que aceptara el bocado cuando la voz de Manfred dijo:
—Podría hacerte azotar por tu presunción. —Dietrich se volvió y encontró al Herr detrás de él. Llevaba una gran ave de caza en el antebrazo izquierdo. Manfred indicó el caballo—: Sólo un caballero puede cabalgar un corcel.
Pero cuando Dietrich empezaba a quitar la brida, negó con la cabeza.
—Na, ¿a quién le importa? He venido hasta aquí sólo porque me he acordado de mis aves y he decidido soltarlas antes de que se mueran de hambre. Estaba en la pajarera cuando te he oído trastear. Tengo pensado soltar la jauría y vaciar el establo también, así que me va bien que hayas venido ahora. Supongo que pretendes huir como hizo Rudolf.
La ligereza de la suposición enfureció a Dietrich, sobre todo porque se acercaba demasiado a la verdad.
—Voy a buscar a Max —dijo.
Manfred alzó el guante y acarició el halcón, que ladeó la cabeza, mordisqueó el grueso guante de cuero y chilló.
—Sabes lo que significa el guante, ¿verdad, precioso? Anhelas desplegar las alas y volar, ¿eh? Max ha volado también, supongo, o ya habría regresado.
Dietrich no dijo nada, y Manfred continuó:
—Pero su carácter lo impulsa a regresar a mí. No me refiero a Max, sino a esta belleza. Max también, ahora que lo pienso. Dará vueltas y más vueltas, buscando un brazo acogedor y no lo verá. ¿Es justo liberarlo a esa pena?
—Mein Herr, sin duda se acostumbrará a sus nuevas circunstancias.
—Eso hará —respondió Manfred con tristeza—. Me olvidará a mí y olvidará las presas que cazamos juntos. Por eso el halcón simboliza el amor. No se puede tener un halcón. Hay que liberarlo y, entonces, regresará por propia voluntad o…
—O «volará a otras manos».
—¿Conoces el termino? ¿Estudiaste cetrería? Eres un hombre curioso, Dietrich. Un sabio de París. Sin embargo, sabes montar a caballo y tal vez cazar con aves. Creo que eres de noble cuna. Sin embargo, nunca hablas de tu juventud.
—Mein Herr conoce las circunstancias en las que me encontró.
Manfred hizo una mueca.
—Expresado de forma muy delicada. En efecto, las conozco. Y si no te hubiera visto enfrentarte a la turba en Rheinhausen, te habría dejado allí para que te mataran como al resto. Sin embargo, en conjunto, todo ha ido muy bien. He copiado muchas de nuestras conversaciones en memorandos. Nunca te lo había dicho. No soy ningún erudito, aunque me considero un hombre práctico, y siempre me han deleitado tus ideas. ¿Sabes cómo hacer que un halcón regrese a ti?
—Mein Herr…
—Dietrich, después de todos estos años, puedes prescindir de las formalidades.
—Muy bien… Manfred. No se puede hacer regresar a un halcón, aunque fácilmente se le puede impedir volver. Un halconero debe dominar sus emociones, no debe hacer ningún movimiento brusco que pueda espantar al pájaro.
—Ojalá más enamorados conocieran ese arte, Dietrich. —Se echó a reír y entonces, en medio del silencio, su cara se ensombreció—. Eugen tiene la fiebre.
—Ojalá Dios lo salve.
Los labios de Manfred se torcieron.
—Su muerte será el fin de mi Gundl. Ella no podrá vivir sin él.