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—Ojalá Dios le niegue su deseo.

—¿Crees que Dios te sigue escuchando? Creo que se ha marchado del mundo. Creo que se ha disgustado con los hombres y no quiere saber nada más de nosotros. —Manfred salió de los establos y, con un movimiento del brazo, lanzó al halcón—. Dios ha huido a otras tierras, creo. —Admiró un rato la belleza del ave antes de volver al establo—. Odio romper mi lazo con él de esta manera. —Se refería al pájaro.

—Manfred, la muerte no es más que un halcón «lanzado a otras tierras».

El Herr sonrió sin ganas.

—Muy oportuno, pero quizá demasiado fácil. Cuando regreses con el corcel, dale paja, pero no lo metas en el establo. Debo ver a las otras bestias.

Se volvió, vaciló, luego abrió los brazos.

—Tú y yo tal vez no volvamos a encontrarnos nunca.

Dietrich aceptó el abrazo.

—Lo haremos, si Dios nos concede a ambos el deseo de nuestros corazones.

—¡Y no lo que nos merecemos! Ja. Así nos despedimos con una broma. ¿Qué otra cosa puede hacer un hombre entre tanta pena?

Al principio, Dietrich no reconoció a Max, pero el fuerte zumbido de las moscas al sol de verano lo condujo hacia el lugar. Encogió los hombros y desmontó. Ató con especial cuidado al caballo en un roble cercano. Sacó un pañuelo, arrancó un puñado de flores silvestres y las aplastó dentro de la tela para liberar su perfume antes de atarse el pañuelo sobre la cara. Arrancó una rama de un matorral y, usándola como escoba, barrió el cuerpo del sargento, dispersando a sus aéreos comensales. Entonces, con tanto desapasionamiento como pudo, contempló el cadáver de su amigo.

Los médicos de Bolonia y Padua habían hecho anotaciones acerca de cuerpos resecos al sol, o consumidos en la tierra, o sumergidos en agua corriente, pero Dietrich no creía que lo hubieran hecho jamás acerca de un cuerpo en aquel estado. El estómago se le subió a la boca y dedicó una indignidad final al hombre. Cuando se recuperó y hubo rellenado su «pañuelo florido», Dietrich confirmó lo que había atisbado.

Habían apuñalado a Max por la espalda. Tenía el jubón roto a la altura de los riñones y de allí había brotado un gran borbotón de sangre. Había caído hacia delante, en el acto de empuñar la daga, pues yacía sobre el brazo derecho con el mango del arma en la mano agarrotada y la hoja a medio desenvainar.

Dietrich se dirigió tambaleándose a una roca cercana, un bloque que había caído incontables años antes del acantilado de arriba. Allí se echó a llorar… Por Max, por Lorenz, por Herwyg el Tuerto y todos los demás.

Dietrich regresó al hospital después de vísperas. Durante un rato observó a Hans y Joachim y los demás atender a los enfermos, aplicando paños fríos a frentes febriles, dando de comer a bocas indiferentes, lavando vendas usadas para cubrir las llagas en tinas de agua caliente y jabonosa y luego poniéndolas a secar, una práctica que habían recomendado Hugh de Lucca y otros.

Por fin, Dietrich se acercó a Gregor, que atendía a su hijo enfermo.

—Todo el mundo dice que tiene mi cara —dijo Gregor—, y tal vez eso sea cierto cuando está despierto y trata de ser como yo; pero cuando esta dormido, recuerda que es el primogénito de ella, y su sombra me contempla desde dentro de su corazón. —Guardó silencio durante un instante—. Debo cuidar a Seybke. Los dos se pelearon. Siempre luchando como dos cachorros de oso. —Gregor dobló el cuello—. Gregerl no es un chico piadoso. Se burla de la Iglesia, a pesar de mis reprimendas.

—La elección es de Dios, no nuestra, y Dios no actúa por resquemor, sino por amor infinito.

Gregor contempló la fragua.

—Amor infinito —repitió—. ¿Os referís a esto?

—No es ningún consuelo —intervino Hans—, pero los krenken sabemos una cosa: no hay ningún otro modo en que el mundo pudiera haber sido creado para albergar vida. Hay… números. La fuerza de los lazos que unen los átomos; la… la fuerza de la esencia elektronik; la atracción de la materia… ¡Ach! —Extendió el brazo—. Las frases en mi cabeza deambulan; no ha sido mi llamada. Hemos demostrado que esos números no podrían haber sido otros. El cambio más pequeño en alguno y el mundo no existiría. Todo lo que pasa en este mundo procede de esos números: cielo y estrellas, sol y luna, lluvia y nieve, plantas y animales y pequeñas-vidas.

—«Dios ha ordenado todas las cosas —citó Dietrich el Libro de la Sabiduría—, según su peso y medida y número.»

—Doch. Y de esos números vienen también enfermedades y aflicciones y muerte y la peste. Sin embargo, si el Herr-del-cielo hubiera ordenado el mundo de otra forma, no habría vida ninguna.

Dietrich recordó que el maestro Buridan había comparado el mundo con un gran reloj que Dios había puesto en marcha y que oscilaba siguiendo sus propias causas instrumentales.

—Tienes razón, monstruo —dijo Gregor—. No es ningún consuelo.

Heloïse Krenkerin murió al día siguiente. Hans y Ulf llevaron su cuerpo a la iglesia y la depositaron en un banco que Joachim había preparado. Luego Dietrich los dejó a solas para que ejecutaran los ritos que les había permitido previamente. Después, en la rectoría, Hans alzó su frasco a la ventana.

—Sólo quedan estos días —dijo, marcando el nivel con la punta del dedo—. No te veré hasta el final.

—Pero después del final, volveremos a vernos el uno al otro —le dijo Dietrich.

—Tal vez —concedió el krenk. Colocó el frasco con cuidado en el estante y salió. Dietrich lo siguió y lo encontró sentado en el macizo rocoso donde le gustaba encaramarse. Se sentó en la hierba a su lado. Sus piernas se quejaron y se frotó la pantorrilla. Bajo ellos, el sol poniente proyectaba sombras largas y el cielo se había vuelto de color cobalto. Hans extendió el brazo izquierdo.

—Ulf —dijo.

Dietrich siguió el gesto hasta el campo de otoño ahogado por los hierbajos, donde vio a Ulf de pie con los brazos extendidos. Su sombra corría como la lanza de un caballero por los sembrados, rota por la irregularidad de las plantas y el terreno.

—¡Hace el signo del Crucificado!

Hans agitó los labios.

—Tal vez. El Herr-del-cielo es a menudo caprichoso. Pero mira cómo le muestra el cuello al cielo. Invita al Cernidor a llevárselo. Éste era un antiguo rito, practicado por el pueblo de Ulf en la lejana isla del Mar Oriental de las Tormentas. La gente de Ulf y la mía por igual consideraban esos ritos tontos y vanos, y la gente de Shepherd trató de eliminarlos. De hecho, el rito hace mucho que no se emplea, ni siquiera en la Gran Isla; pero en tiempos de peligro, un hombre puede volverse hacia las costumbres de sus antepasados y exponerse en un campo despejado.

Hans se levantó de la roca, se tambaleó y estuvo a punto de caerse. Dietrich lo agarró por el brazo, arrastrándolo a lugar seguro. Hans se echó a reír.

¡Bwah! ¡Qué innoble fin! Mejor que te lleve el Cernidor de Ulf que un tropezón torpe, aunque prefiero una muerte tranquila durante mí sueño. ¡Ach! ¿Qué es esto?

¡Uno de los halcones liberados por Manfred se había posado en el brazo extendido de Ulf! El pájaro chilló. Pero como Ulf no proporcionó el bocado esperado, el ave extendió las alas y remontó el vuelo hacia el cielo una vez más, donde trazó tres vueltas antes de alejarse.

Hans se sentó de pronto y se abrazó las rodillas, con las mandíbulas laterales abiertas. En el campo lejano, Ulf saltaba al modo de la danza krenk. Dietrich los miró a ambos, asombrado.

Hans se levantó y se sacudió ausente la hierba y la tierra de sus botas de cuero.

—Ulf aceptará ahora nuestro bautismo —dijo—. El Cernidor lo ha perdonado. Y si eso puede demostrar piedad, ¿por qué no jurar fidelidad al mismísimo Herr de la piedad?