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—¡Pastor, pastor!

Era el pequeño Atiulf, que se había acostumbrado a seguir a Klaus a todas partes y llamarlo papá.

—¡Hombres! ¡En el camino de Oberreid!

Era el día después del bautismo de Ulf, y Dietrich había estado cavando tumbas en la cima de la colina de la iglesia con Klaus, Joachim y unos cuantos hombres más. Se reunieron con el chico y Klaus lo tomó en brazos.

—Tal vez traen la noticia de que la peste se ha marchado —dijo el molinero.

Dietrich sacudió la cabeza. La peste no se marcharía nunca.

—Por su capa, es heraldo del duque, y el otro un capellán. Tal vez el obispo haya enviado un sustituto para el padre Rudolf.

—Sería un necio si viniera aquí —comentó Gregor.

—O estaría contento de salir de Estrasburgo —recordó Dietrich.

—No lo necesitamos aquí, en cualquier caso —dijo Joachim.

Pero Dietrich sólo había dado unos cuantos pasos colina abajo cuando el caballo del heraldo retrocedió y estuvo a punto de desmontarlo. El jinete luchó con las riendas mientras la aterrorizada bestia relinchaba y alzaba los cascos al aire. Unos cuantos pasos tras él, la montura del capellán también se inquietó.

Ach —dijo Gregor entre dientes—. Lo que nos faltaba.

Los dos jinetes retrocedieron al paso entre las colinas antes de que el heraldo hiciera dar la vuelta a su caballo y, alzándose en los estribos, extendiera el brazo derecho en un ademán que Dietrich malinterpretó como el gesto de rechazo krenk. Luego se perdieron tras el recodo de la colina y sólo una nube de polvo quedó para mostrar dónde habían estado. Encontraron a Hans en campo abierto, entre la fragua y la cantera de Gregor, mirando el camino de Oberreid.

—Pensé en advertirlos —dijo, oscilando levemente—. Había olvidado que no soy uno de vosotros. Me han visto y…

Fue Klaus, nada menos, quien colocó una mano en el hombro del krenk y dijo:

—Pero sí que eres uno de nosotros, hermano monstruo.

Gottfried salió de las sombras del hospital.

—¿Qué importa si te han visto? ¿Qué pueden hacer sino liberarnos de esto? El de la capa bonita ha arrojado algo al suelo.

Gregor trotó camino abajo para recuperarlo.

—Lamento haberos traicionado, Dietrich —dijo Hans—. Para nosotros es difícil ver la falta de movimiento. Me olvide y me quedé quieto. Costumbre. Perdóname. —Y, dicho esto, se desplomó.

Klaus y Lueter Holzhacker lo llevaron al hospital y lo acostaron en un jergón. Gottfried, Beatke y los otros krenken supervivientes se congregaron a su alrededor. Hans se sacudía.

—Ha estado compartiendo su parte con nosotros —dijo Gottfried—. No lo supe hasta ayer.

Dietrich lo miró.

—¿Se ha sacrificado como hizo el alquimista?

¡Bwah-wah! No como hizo el alquimista. Arnold pensó que el tiempo añadido nos permitiría terminar las reparaciones. Bueno, no era un hombre del elektronikos, ¿y quién dice que se equivocaba al tener esperanza? Pero Hans no actuó por esperanza carnal, sino por amor a nosotros que le servimos.

Gregor llegó con un pergamino atado con una cinta. Se lo entregó a Dietrich.

—Es lo que ha dejado caer el heraldo.

Dietrich desató la cinta.

—¿Cuánto tiempo…? —le preguntó a Gottfried.

El sirviente de la esencia elektronik se encogió de hombros como podría hacerlo un hombre.

—Quién sabe. Heloïse fue al cielo en unos pocos días; Kratzer tardó semanas. Es como con vuestra peste.

—¿Qué dice la nota? —preguntó Joachim, y Dietrich sacó sus lentes del zurrón.

—Si no hay ningún sacerdote entre nosotros —anunció cuando terminó de leer—, se autoriza a los legos a escuchar la confesión de los demás. —Alzó la cabeza—. Un milagro.

—Vaya milagro —dijo Klaus—. ¿Que yo confiese mis pecados aquí al cantero? ¡Eso sí que sería un milagro!

Na, Klaus —dijo Lueter—. Te he oído confesar después de haberte tomado un par de jarras de cerveza de Walpurga.

—El archidiácono Jalrsberg dice en su escrito que no quedan sacerdotes que enviar.

—Un milagro, en efecto —dijo Klaus.

—La mitad de los puestos de la diócesis están vacantes… porque sus sacerdotes no huyeron como el padre Rudolf. Se quedaron con sus rebaños y murieron.

—Como vos —dijo Klaus. Y Dietrich le rió el comentario.

Gregor frunció el ceño.

—El pastor no está muerto. Ni siquiera está enfermo.

—Ni tú ni yo —dijo Klaus—. Todavía no.

Dietrich estuvo sentado junto al camastro de Hans todo el día y durmió allí por la noche. Hablaron de muchas cosas, el monstruo y él. Si existía un vacío. Cómo podía haber más de un mundo, porque entonces cada uno intentaría abalanzarse hacia el centro del otro. Si el cielo era una bóveda o un vasto mar vacío. Si los imanes del maestro Peter podrían crear una máquina que nunca se parara, como había sostenido. Todas aquellas cuestiones de filosofía que tanto habían interesado a Hans en días más felices. Hablaron, también, de Kratzer, y Dietrich se convenció más que nunca de que, si el amor tenía algún significado en los desconocidos corazones de los krenken, Hans y Kratzer se habían amado el uno al otro.

Por la mañana, el puente levadizo del castillo se abrió con crujido de cadenas y Richart el Schultheiss, con Wilifrid, el amanuense, y unos cuantos más salieron a todo galope, bajaron por la colina del castillo y se dirigieron hacia el camino del valle del Oso. Poco después la campana de la capilla del castillo sonó una vez. Dietrich esperó y esperó, pero no hubo un segundo toque.

Esa tarde, los aldeanos celebraron una asamblea extraordinaria bajo el tilo y Dietrich preguntó a quiénes de los allí reunidos había encontrado Ulf ubres de las pequeñas-vidas. Casi la mitad levantaron la mano, y Dietrich advirtió que se habían sentado a distancia de sus vecinos.

—Debéis marcharos de Oberhochwald —dijo—. Si os quedáis, las pequeñas-vidas os invadirán también. Llevaos a aquellos a quienes se les haya pasado la fiebre. Cuando la peste se haya marchado, podréis regresar y enmendar las cosas una vez más.

—Yo no regresaré —exclamó Jutte Feldmann—. ¡Este lugar está maldito! Un lugar de demonios y hechicería.

Hubo murmullos de aprobación, pero algunos, como Gregor y Klaus, sacudieron la cabeza y Melchior Metzger, envejecido de pronto, se sentó en el suelo con expresión sombría en el rostro.

—¿Pero adónde iremos? —preguntó Jakob Becker—. La peste nos rodea. Está en Suiza y también en Viena, en Eriburgo, en Munich, en…

Dietrich lo detuvo antes de que pudiera enumerar el mundo entero.

—Id al sudeste, al pie de las montañas —dijo—. Evitad los pueblos y ciudades. Construid refugios en el bosque, mantened hogueras encendidas y quedaos cerca de ellas. Llevaos harina y viandas para comer. Joachim, tú irás con ellos.

El joven monje lo miró con la boca abierta.

—Pero… ¿Qué sé yo del bosque?

—Lueter Holzhacker conoce el bosque. Y Gerlach Jaeger lo ha recorrido cazando ciervos y lobos.

Jaeger, que estaba un poco apartado del grupo cortando un pedazo de madera con un cuchillo, alzó la cabeza y escupió.

—Yo solo —dijo, y siguió cortando.

Todos se miraron. Aquellos cuya sangre albergaba las pequeñas-vidas, pero que aún no habían caído enfermos, agacharon la cabeza, y unos cuantos se levantaron y se marcharon. Gregor Mauer se encogió de hombros y miró a Klaus, quien extendió el brazo al estilo krenk.