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—Si Atiulf está sano… —sugirió.

Cuando los aldeanos se dispersaron, Joachim siguió a Dietrich a la acequia, junto al molino de Klaus. La rueda giraba salpicando agua, pero las piedras guardaban silencio, lo que significaba que el mecanismo estaba desconectado. La bruma refrescaba y Dietrich agradeció el alivio del calor. Joachim se volvió hacia el agua que entraba a borbotones en la acequia, de modo que Dietrich y él se daban la espalda. Durante un rato, el murmullo del agua y el gruñido de la noria fueron los únicos sonidos. Tras darse la vuelta, Dietrich vio que el joven contemplaba el brillo de la luz en la agitada corriente.

—¿Qué ocurre?—preguntó.

—¡Me expulsáis!

—Porque estás limpio. Porque tienes una posibilidad de vivir.

—Pero vos también…

Dietrich lo hizo callar con un gesto.

—Es mi penitencia… por pecados cometidos en mi juventud. Tengo casi cincuenta años. ¡Qué poco tengo que perder! Tú aún no tienes veinticinco y te quedan muchos años más al servicio de Dios.

—Así que me negáis incluso la corona del martirio —dijo el joven, amargamente.

—¡Te doy el báculo del pastor! —replicó Dietrich—. Esa gente estará desesperada y negará a Dios. ¡Si hubiera querido darte una tarea fácil, te habría dejado aquí!

—¡Pero también yo deseo la gloria!

—¿Qué gloria hay en cambiar vendajes, sajar bubas, limpiar la mierda y el vómito y el pus? ¡Herr Jesu Christus! Se nos ordenan esas cosas, pero no son gloriosas.

Joachim evitó la diatriba.

—No. No, os equivocáis, Dietrich. Es el trabajo más glorioso de todos, más glorioso que el de los caballeros empenachados que ensartan hombres con sus lanzas y alardean de sus hechos.

Dietrich recordó una canción que algunos caballeros solían cantar tras el Armleder. «Los campesinos viven como cerdos / y no tienen modales…»

—No —reconoció—, los hechos de los caballeros no son siempre gloriosos tampoco.

Habían devuelto odio por odio y abandonado todo sentido de la caballería por la que antaño habían sido famosos…, si esa fama había sido alguna vez algo más que mentiras en los labios de los Minnesingers.

Dietrich volvió la mirada hacia la colina del castillo. Una vez le había preguntado a Joachim dónde estaba cuando pasó el Armleder. Nunca se lo había preguntado a Manfred.

—Nos hemos demostrado incapaces —dijo Joachim—. ¡Los demonios eran nuestra prueba, nuestro triunfo! En cambio, la mayoría escaparon sin cristianizar. Nuestro fracaso nos ha acarreado el castigo de Dios.

—La peste está en todas partes —repuso Dietrich—, en sitios que nunca han visto a un krenk.

—A cada uno su propio pecado —dijo Joachim—. Al de algunos, riqueza. El de otros, usura. El de otros más, crueldad o rapacidad. La peste golpea en todas partes porque hay pecado en todas partes.

—¿Y por eso Dios los mata a todos, sin dar a los hombres ocasión de arrepentirse? ¿Qué hay del amor que Cristo predicó?

Los ojos de Joachim se volvieron hoscos y sombríos.

—Esto lo hace el Padre, no el Hijo. ¡El de la Antigua Alianza, cuya mirada es fuego, cuya mano es un rayo y cuyo aliento es el viento de la tormenta!. —Luego, en voz más baja, añadió—: Es como un padre enfadado con sus hijos.

Dietrich no dijo nada y Joachim permaneció sentado. Al cabo de un rato, el monje dijo:

—Nunca os he dado las gracias por aceptarme.

—Las disputas monásticas pueden ser brutales.

—Fuisteis monje una vez. El hermano William os llamó Hermano Ángelus.

—Lo conocí en París. Era una broma suya.

—Él es uno de nosotros, un espiritual. ¿Lo fuisteis vos?

—A Will no le interesaron nunca los espirituales hasta que el tribunal condenó sus propuestas. Michael y los demás abandonaron Aviñón al mismo tiempo, y él se les unió.

—Lo habrían mandado a la hoguera.

—No, le habrían hecho replantear sus propuestas. Para Will, eso era peor. —Dietrich sonrió con tristeza—. Se puede decir cualquier cosa, presentándola como una hipótesis, secundum imaginationem. Pero Will presenta sus hipótesis como si fueran hechos probados. Defendió el caso de Ludwig contra el Papa, pero para Ludwig era una herramienta.

—No me extraña que seamos perseguidos.

—Muchas buenas verdades han sido defendidas por hombres malvados para sus propios propósitos. Y buenos hombres han causado mucho mal con su fanatismo.

—El Armleder.

Dietrich vaciló.

—Ése fue un caso. Había buenos hombres entre ellos.

Guardó silencio, pensando en la pescadera y su hijo en el mercado de Friburgo.

—Tenían un cabecilla llamado Ángelus —dijo Joachim lentamente.

Dietrich guardó silencio un buen rato.

—Ese hombre ya ha muerto —dijo por fin—. Pero gracias a él aprendí una terrible verdad: que la herejía es verdad, in extremis. Lo adecuado para el ojo es la luz, pero demasiada luz ciega.

—Entonces ¿os comprometeríais con los malvados, como hacen los conventuales?

—Jesús dijo que las malas hierbas crecerían con el trigo hasta el día del Juicio —respondió Dietrich—, así que hay hombres buenos y malos en la Iglesia. Por nuestros frutos nos conoceréis, no por el nombre que nos damos. He llegado a creer que hay más gracia en convertirte en trigo que en arrancar malas hierbas.

—Eso podría decir la mala hierba, si pudiera hablar: dedicaos a cortar pelo —dijo Joachim.

—Mejor cortar pelo que las cabezas que hay debajo.

Joachim se levantó de la roca donde estaba sentado. Lanzó una piedra al estanque.

—Haré lo que me pedís.

Al día siguiente, cuatro docenas de aldeanos se reunieron en el prado, bajo el tilo, preparados para marcharse. Habían recogido sus pertenencias en bultos que llevaban a la espalda o en hatillos suspendidos del extremo de un palo, al hombro. Algunos tenían la mirada aturdida de un ternero en el matadero y permanecían de pie en medio de la masa, con la mirada baja. Esposas sin maridos; maridos sin esposas. Padres sin hijos; hijos sin padres. Gente que había visto a sus vecinos marchitarse y ennegrecer hasta corromperse y apestar. Unos cuantos ya habían echado a andar por el camino. Melchior Metzger se acercó a Nickel Langermann, que yacía en un camastro en el hospital, y lo abrazó por última vez antes de que Gottfried lo espantara. Langermann estaba demasiado sumido en el delirio para reconocer la caricia.

Gerlach Jaeger se mantenía aparte, observando la asamblea con no poco disgusto. Era un hombre bajo y fornido con negra barba rizada y muchos años de bosque en el rostro. Su ropa era burda y llevaba varios cuchillos al cinto. Su bastón era grueso como una rama de roble, recortado y tallado a su placer. Se apoyaba en él con ambas manos, reposando la barbilla encima. Dietrich le habló.

—¿Crees que les irá bien?

Jaeger gargajeó y escupió.

—No. Pero haré lo que pueda. Les enseñaré a poner trampas y cepos, y hay uno o dos que tal vez sepan cómo se coloca un dardo en la ballesta. Veo que Holzhacker lleva su arco. Y su hacha. Eso es bueno. Necesitaremos hachas. ¡Ach! ¡No necesitamos un barril lleno de Klimbin! Jutte Feldmann, ¿en qué estás pensando? Vamos al Bosque de Abajo y a subir el Feldberg. ¿Quién crees que va a cargar con eso? Por Dios del cielo, pastor, no sé qué tiene esta gente en la cabeza.

—Tienen pena y tragedia en la cabeza, cazador.

Jaeger gruñó y no dijo nada durante un rato. Luego alzó la cabeza y empuñó su bastón.

—Supongo que puedo considerarme afortunado. No tengo ni mujer ni familia que perder. Eso es suerte, supongo. Pero ni al bosque ni a la montaña les preocupará la pena, y no es bueno internarse en la espesura con la cabeza en otra parte. Lo que quiero decir es que no necesitan llevárselo todo. Cuando la peste haya pasado, volveremos y todo estará aquí esperando.