—¿Ha habido algún herido?
—¿Por un dardo tan pequeño? No en el cuerpo, ¿pero quién sabe qué daño habrá causado en el alma? Algunos de los muchachos de esta zona del bosque dicen que era una flecha de elfo.
—¿Una flecha de elfo?
—Son flechas pequeñas, invisibles, que disparan los elfos. ¿Y bien?
—Bueno, esa hipótesis «salva las apariencias», tal como requiere Buridan, pero estás creando entidades sin necesidad.
Schweitzer frunció el ceño.
—Si es una burla…
—No, sargento. Estaba recordando a un amigo mío de París. Decía que cuando intentamos explicar algo misterioso, no deberíamos sugerir nuevas entidades para hacerlo.
—Bueno… los elfos no son nuevas entidades —insistió Schweitzer—. Llevan pululando por el bosque desde que yo era joven. Andreas es del valle del Murg y dice que pueden haber sido los Gnurr, que nos han jugado alguna mala pasada. Y Franzl Nariz-larga dice que han sido los Aschenmännlein del bosque de Siegmann.
—La imaginación de los suabos es maravillosa —dijo Dietrich—. Sargento, lo sobrenatural se encuentra siempre en cosas pequeñas. En un trozo de pan. En la amabilidad de un desconocido. Y el demonio se revela en malvadas y sutiles transacciones. Todos esos temblores de esta mañana, y el viento que aullaba y el estallido de luz…, todo ha sido demasiado dramático. Sólo la naturaleza es tan teatral.
—Pero ¿qué lo causó?
—Las causas son un misterio, pero sin duda materiales.
—¿Cómo podéis estar tan…? —Max calló y se subió al puente de madera que cruzaba el arroyo, junto al molino. Y se volvió hacia el bosque.
—¿Qué pasa?—preguntó Dietrich. El sargento sacudió la cabeza.
—Esa bandada de grajos. De pronto ha levantado el vuelo desde el claro del bosque. Algo se mueve allí.
Dietrich se cubrió los ojos y miró hacia donde señalaba el suizo. El humo flotaba perezoso en el aire, como hebras de lana cardada. Los árboles, en la linde del bosque, proyectaban sombras oscuras que el sol de la mañana no conseguía dispersar. En la mezcla de blanco y negro, Dietrich detectó movimiento, aunque a esa distancia no pudo captar ningún detalle. La luz parpadeaba, como se ve a veces cuando el sol resplandece en el metal.
Dietrich se protegió los ojos.
—¿Es una armadura?
Max hizo una mueca.
—¿En el bosque del Herr? Eso sería muy osado, incluso para Von Falkenstein.
—¿Lo sería? El antepasado de Falkenstein vendió su alma al diablo para escapar de una prisión sarracena. Ha robado a monjas y peregrinos. No creo que eso lo frenara.
—Cuando el barón estuviese demasiado enfadado —convino Max—. Pero la garganta es un camino demasiado difícil. ¿Por qué iba enviar Philip a sus hombres ahí arriba? Para nada bueno, desde luego.
—¿Lo haría Von Scharfenstein? —Señaló vagamente hacia el sudeste, donde otro barón ladrón tenía su nido.
—Burg Scharfenstein ha sido tomado, ¿no os habéis enterado? Su señor encarceló a un mercader de Basler para pedir rescate, y ése fue su fin. El sobrino del hombre fingió ser un famoso mercenario de quien habían oído hablar y fue a verlos contándoles que sería fácil conseguir botín en el valle del Wiesen. Bueno, la avaricia embrutece a la gente, así que lo siguieron… y se toparon con una emboscada preparada por la milicia de Basler.
—Una buena lección.
Max sonrió como un lobo.
—«No hagas enfadar a los suizos.»
Dietrich estudió el bosque una vez más.
—Si no son caballeros ladrones, entonces serán hombres sin tierra, obligados a cazar furtivamente en el bosque.
—Tal vez —concedió Max—. Pero son las tierras del señor.
—Y entonces ¿qué harás? ¿Salir a perseguirlos?
El suizo se encogió de hombros.
—Tal vez Everard los contrate para la siega. ¿Por qué buscarse problemas? El señor volverá dentro de unos días. Ya está harto de Francia, o eso dice en su mensaje. Le preguntaré su opinión. —Siguió contemplando el bosque—. Allí había un brillo extraño antes del amanecer. Luego, el humo. Supongo que me diréis que ha sido también la «naturaleza».
Se dio media vuelta y se marchó, tocándose el gorro al pasar junto a Hildegarde Müller.
Dietrich no vio ningún otro movimiento entre los árboles. Tal vez no había visto nada antes, sólo los retoños cimbreándose en el bosque.
III. AGOSTO DE 1348
Completas, en la vigilia de San Lorenzo
—Dispersit —dijo Dietrich—. Dedit pauperibus; justitia ejus manet in saeculum saeculi: cornu ejus exaltabitur in Gloria.
Joachim le respondió:
—Beatus vir, qui timet Dominum; in mandates ejus cupit nimis.
—Gloria Patri et Filio et Spintui Sancti.
—Amén —dijeron ambos al unísono, sin otro eco por parte de la congregación que el de Theresia Gresch, arrodillada sobre las piedras de la nave a la luz de las velas. Pero Theresia era una presencia tan constante en la iglesia como las estatuas de las hornacinas.
Sólo había dos tipos de mujeres tan fervorosas en su devoción: las locas y las santas, aunque no eran dos especies muy alejadas entre sí. Hay que estar un poco loco para ser santo, al menos tal como entiende el mundo la locura.
Theresia tenía el rostro suave y redondo de una doncella, aunque Dietrich la conocía desde hacía veinte años. Que él supiera, nunca había estado con un hombre, y en efecto hablaba con sencillez e inocencia. En ocasiones, Dietrich sentía celos, pues el Señor había abierto las puertas del cielo a aquellos que eran como niños pequeños.
—«… de la opresión de la llama que me rodeaba —leyó Joachim del Libro de la Sabiduría— y en medio del fuego no me quemé…»
Dietrich dio gracias en silencio por haber sido salvados del fuego tres días antes. Sólo Rudolf Pforzheimer había muerto. Su anciano corazón se había parado cuando la esencia elektronik estaba en su apogeo.
Dietrich trasladó el libro al otro lado del altar y leyó el Evangelio de Mateo, concluyendo:
—«Si alguien quiere venir conmigo, que coja lo que tiene y se lo dé a los pobres.»
—Amén —exclamó Joachim.
—Na, Theresia —dijo Dietrich mientras cerraba el libro y ella se sentaba sobre sus talones para escucharlo con sonrisa carente de toda culpa—. Sólo unas cuantas fiestas tienen vigilia nocturna. ¿Por qué está la de San Lorenzo entre ellas?
Theresia sacudió la cabeza, lo cual significaba que se acordaba, pero prefería que Dietrich se lo dijera.
—Hace unos cuantos días, recordamos al papa Sixto II, que fue asesinado por los romanos mientras cantaba misa en las catacumbas. Sixto tenía siete diáconos. Cuatro murieron con él en la misa y a otros dos que fueron perseguidos los mataron el mismo día. Por eso decimos «Sixto y sus compañeros». Lorenzo fue el último de los diáconos y eludió la captura durante varios días. Sixto le había entregado las posesiones de la Iglesia para que las guardara…, incluyendo, dicen, la copa de la que bebió Nuestro Señor en la Última Cena y que los papas habían usado hasta entonces para decir misa. Lorenzo las distribuyó entre los pobres. Cuando los romanos lo encontraron y le ordenaron que entregara las riquezas de la Iglesia, Lorenzo los llevó a los suburbios de la ciudad y les mostró a los pobres, señalando…