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Hans consultó por su mikrophone, escuchó, luego suspiró.

—Arnold lo probó. No hace nada.

—Sin embargo, si ensordece el dolor… ¿Gregor? —Dietrich llamó al cantero, que estaba sentado junto a su hijo mayor al otro lado de la fragua—. ¿Hemos preparado té de corteza de sauce?

Gregor negó con la cabeza.

—Theresia estaba pelando corteza hace dos días. ¿Voy a traerlo?

Dietrich se sacudió la túnica.

—Yo iré. Descansa bien —le dijo a Hans—. Volveré con la poción.

—Cuando esté muerto —repuso el krenk—, y Gottfried y Beatke beban de mí en mi memoria, cada uno dará su parte al otro por caridad, y así la cantidad será doble en tamaño por haber sido intercambiada. ¡Bwah-wa-wah!

Dietrich no entendió el chiste y supuso que su amigo había cometido un error al desarrollarlo. Cruzó el camino y saludó a Seybke, que trabajaba en la cantera de su padre. Tallando lápidas. Dietrich les había dicho a los canteros que no se preocuparan por la tarea, pero Gregor había respondido:

—¿Qué sentido tiene vivir si la gente olvida cuándo has muerto?

Dietrich llamó a la puerta de la casa de Theresia y no obtuvo ninguna respuesta.

—¿Estás despierta? —llamó—, ¿Has preparado corteza de sauce?

Volvió a llamar y se preguntó si Theresia habría ido al Bosque Pequeño. Pero tiró de la aldaba y abrió la puerta.

Theresia estaba descalza en el suelo de tierra, vestida sólo con su camisón arrugado. Retorcía una colcha con las manos. Cuando vio a Dietrich, exclamó:

—¿Qué queréis? ¡No!

—He venido a buscar corteza de sauce. Disculpa mi intrusión —retrocedió.

—¿Qué les habéis hecho?

Dietrich se detuvo. ¿Se refería a los que había dejado? ¿A los que habían muerto en el hospital?

—¡No me hagáis daño! —Su cara estaba roja de ira, tenía la mandíbula apretada y tensa.

—Yo nunca te haría daño. Lo sabes.

—¡Estabais con ellos! ¡Os vi!

Dietrich apenas había empezado a analizar la frase, cuando ella abrió la boca una vez más; sólo que en vez de gritos de miedo brotó de ella una fuente de vómito negro. Él estaba tan cerca que una parte lo manchó y su hedor llenó rápidamente la habitación. Dietrich contuvo una arcada.

—¡No, Dios! —gritó—. ¡Lo prohibo!

Pero Dios no escuchaba y Dietrich se preguntó frenético si también Él había caído víctima de la peste y su vasta esencia incorpórea, «infinitamente extendida sin extensión ni dimensión», se pudría en el infinito vacío de la esfera Empírea, más allá de los cielos cristalinos.

El temor y la furia habían huido del semblante de Theresia y se miró a sí misma con asombro.

—¿Padre? ¿Qué ocurre, padre?

Dietrich le ofreció los brazos abiertos y ella avanzó tambaleándose hacia ellos.

—Ven. Tienes que acostarte.

Rebuscó en su zurrón y sacó su pañuelo de flores y se lo puso sobre la nariz. Pero la esencia se había agotado, o bien el hedor era demasiado intenso.

La condujo hasta la cama y pensó, mientras ella se apoyaba en él, que ya se había vuelto liviana como un espíritu. Igual que la naturaleza de la Tierra es buscar el centro de la Tierra, la naturaleza del aire es buscar los cielos.

Gregor había llegado a la puerta de la casa.

—Os he oído gritar… ¡Ach, Dios del cielo!

Theresia se volvió hacia él.

—Ven, querido esposo.

Pero Dietrich la agarró con fuerza.

—Tienes que acostarte.

—Ja, ja, estoy muy cansada. Cuéntame una historia, papá. Háblame del gigante y el enano.

—Gregor, trae mi escalpelo. Lávalo con vino viejo y ponlo al fuego, como nos enseñó Ulf. Luego date prisa.

Gregor se apoyó contra el marco de la puerta y se pasó una mano por la cara. Alzó la cabeza.

—El escalpelo. Ja, doch. Lo antes posible —vaciló—. ¿Ella se…?

—No lo sé.

Gregor se marchó y Dietrich acostó a Theresia sobre la paja. Le colocó bajo la cabeza una manta a modo de almohada.

—He de comprobar las pústulas —le dijo.

—¿Estoy enferma?

—Lo veremos.

—Es la peste.

Dietrich no dijo nada, pero levantó el camisón empapado.

Allí estaba, en su ingle, grande y negra e hinchada, como un sapo maligno. Era más grande que la que le había sajado a Everard. No podía haber crecido de la mañana a la noche. Cuando el ataque era rápido, la víctima moría rápida y tranquilamente, sin bubas. No, aquello llevaba varios días creciendo, a juzgar por lo que había visto en otros.

Gregor entró corriendo y se arrodilló a su lado. Le entregó primero el escalpelo, aún cálido por el fuego, y luego le cogió la mano a Theresia.

—Schatzi —dijo.

Theresia había cerrado los ojos. Ahora los abrió y miró seriamente a Dietrich a la cara.

—¿Moriré?

—Todavía no. Tengo que abrir tu pústula. Te causará mucho dolor y no tengo más esponjas.

Theresia sonrió y la sangre manó por las comisuras de su boca, recordando a Dietrich las historias del hombre-lobo de Freudenstadt.

Gregor había encontrado un paño en alguna parte y estaba frotando la sangre, tratando de limpiarla, pero más sangre se acumulaba con cada frotamiento.

—Temo que abra la boca —dijo, tenso—. Creo que se le desparramará toda la vida.

Dietrich se montó a horcajadas sobre las piernas de la mujer.

—Gregor, sujétala por los brazos y los hombros.

Buscó la buba en la entrepierna de Theresia. La punta del escalpelo apenas había tocado la dura hinchazón cuando Theresia chilló:

¡Sancta Maria Virgina, ora pro feminis!

Sus piernas se agitaron espasmódica, salvajemente, casi desmontando a Dietrich. Gregor le sujetó con fuerza los brazos.

Dietrich apretó con la punta para romper la piel, como había llegado tristemente a acostumbrarse a hacer. «Llego demasiado tarde —pensó—. La hinchazón está muy avanzada.» Era del tamaño de una manzana, de un oscuro y maligno color azul.

—No tenía ningún signo ayer —dijo Gregor—. Lo juro.

Dietrich lo creyó. Ella había ocultado los signos, temerosa de que la acostaran entre los demonios. ¿Qué tipo de temor era aquél, se preguntó, que podía incluso sofocar el temor de una muerte horrible? El Señor lo había ordenado: «No temáis.» Pero los hombres quebrantaban todos sus mandamientos, ¿por qué no ése?

La piel se rompió y manó un icor denso, amarillo y hediondo que manchó los muslos de Theresia y empapó la paja del colchón. Theresia gritó y llamó a la Virgen una y otra vez.

Dietrich encontró otra pústula, mucho más pequeña, en la parte interior del muslo. La abrió con más rapidez y con un trapo limpió tanto pus como le fue posible.

—Examina bajo los brazos y en el pecho —le dijo al cantero.

Gregor asintió y le subió el camisón hasta donde pudo. Los gritos de Theresia se habían convertido en sollozos.

—El otro hombre no fue tan amable —dijo.

—¿Qué dices, querida? Pastor, ¿a qué se refiere?

Dietrich evitó mirarlo.

—Está delirando.

—Tenía barba también; pero era rojo vivo. Pero papá lo espantó.

La sangre le caía por la barbilla mientras hablaba y Gregor la limpiaba sin esperanza.

Dietrich recordaba al hombre. Se llamaba Ezzo y tenía la barba roja de su propia sangre después de que Dietrich le cortara la garganta y lo quitara de encima de la niña.

—Ahora estás a salvo —le dijo a la mujer en que se había convertido—. Tu marido está aquí.