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—Duele. —Había cerrado los ojos.

Había una pústula más, bajo el brazo derecho, tan grande como el pulgar de Dietrich. Fue más difícil abrirla, pues cuando le soltó las piernas, ella las dobló y las alzó, como hacen los niños pequeños cuando duermen. Theresia se abrazó las rodillas.

—Duele —dijo de nuevo.

—¿Por qué nos ha abandonado, Dios? —preguntó Gregor.

Dietrich trató de soltar el brazo de Theresia para poder abrir la última pústula. No creía que importara.

Dios no nos abandonará nunca —insistió—, pero nosotros podemos abandonar a Dios.

El cantero hizo un amplio gesto con el brazo, soltando su presa sobre el hombro de Theresia.

—¿Entonces dónde está él en todo esto? —gritó. Theresia dio un respingo y él inmediatamente bajó la voz y le acarició el pelo con sus grandes dedos toscos.

Dietrich pensó en todos los argumentos razonados de Tomás de Aquino y los otros filósofos. Se preguntó cómo habría respondido Joachim. Entonces pensó que Gregor no necesitaba una respuesta, ni la quería, pues la única respuesta era la esperanza.

—Theresia, necesito sajar la buba que tienes bajo el brazo.

Ella había abierto los brazos.

—¿Veré a Dios?

Ja. Doch. Gregor, busca un poco de aceite de cocina.

—¿Aceite de cocina? ¿Por qué?

—He de ungirla. No es demasiado tarde.

Gregor parpadeó, como si la unción fuera algo repentino y extraño que nunca hubiera oído antes. Entonces soltó a Theresia, se dirigió al otro lado de la casa, cerca de la chimenea, y volvió con un frasquito.

—Creo que es aceite.

Dietrich lo tomó.

—Servirá.

Sus labios se movieron en una silenciosa oración mientras bendecía el aceite.

Después, mojando el pulgar en él, trazó el signo de la cruz sobre la frente de Theresia y sobre sus ojos cerrados, rezando:

Illumina oculos meos, ne umquam obdormium in morte…

De vez en cuando, cuando Dietrich se detenía para recordar las palabras adecuadas, Gregor decía «amén» entre lágrimas.

Casi había terminado de administrar el sacramento cuando Theresia tosió y un bolo de sangre y vómito brotó por su boca. Dietrich pensó: «Las pequeñas-vidas están ahí dentro. Nos habrán afectado a Gregor y a mí.» Sin embargo, ésa no era la primera vez que lo manchaban, y Ulf, en su última inspección de la sangre de Dietrich, había declarado que todavía estaba limpia.

«Pero Ulf murió hace muchos días.»

Cuando completó el rito, Dietrich apartó el aceite (otros lo necesitarían pronto) y tomó una de las manos de Theresia. Parecía muy frágil, aunque la piel era áspera y estaba agrietada.

—¿Recuerdas cuando Fulk se rompió el dedo y yo te enseñé a arreglárselo? —dijo.

Los labios de ella, cuando sonrió, eran tan rojos como fresas.

—No sé cuál de los tres estaba más asustado, si tú, Fulk o yo. —Se volvió hacia Gregor—, Recuerdo sus primeras palabras. Era muda cuando la traje aquí. Estábamos en el Bosque Pequeño buscando peonías y otras hierbas y raíces, y yo le estaba enseñando cómo encontrarlas cuando se pilló el pie en el hueco de una rama rota y dijo…

—Ayudadme —dijo Theresia y su mano agarró la de Dietrich con toda la fuerza que le permitía su debilidad. Tosió un poco, y luego un poco más, y la tos aumentó hasta que un gran flujo de vómito y sangre brotó de ella, empapapándole el camisón hasta la cintura. Dietrich extendió la mano para volverle la cabeza de modo que no se ahogara, pero cuando la alzó supo, quizá porque era un poco más liviana que antes, que su hija adoptiva había muerto.

Un rato después, se encaminó al hospital para contarle a Hans lo que había sucedido y descubrió que el krenk también había muerto en su ausencia.

Dietrich se arrodilló junto al cadáver y alzó los grandes y largos brazos aserrados y se los cruzó sobre el pecho moteado en actitud de oración.

No pudo cerrarle los ojos, naturalmente, y éstos parecían todavía vivos, aunque era debido tan sólo a que los rayos del sol poniente más allá de los campos de otoño se reflejaban en ellos como en una de las gotas de lluvia de Teodorico, y la sombra de un arco iris se dibujó sobre las mejillas de Hans.

9. AHORA: Tom

El subconsciente es algo maravilloso. Nunca duerme, no importa lo que haga el resto de la mente. Y no deja de pensar. No importa lo que haga el resto de la mente.

Tom despertó bañado en sudor frío. «¡No, no es posible!» Era absurdo, ridículo. Pero todo encajaba. Todo estaba en su sitio. ¿O no? ¿Era la respuesta a su dilema o una quimera que sólo tenía sentido como sueño perturbado?

Miró a Sharon, que estaba acostada, completamente vestida, a su lado. Debía de haber regresado tarde del laboratorio y se había echado. Normalmente, él se despertaba cuando ella entraba en el apartamento, no importaba lo tarde que fuera o lo profundo de su sueño, pero no podía recordar a qué hora había vuelto ella la noche anterior. Sharon se volvió un poco y sus labios esbozaron una sonrisa. Soñando con cronones, sin duda.

Tom se levantó de la cama y salió de puntillas de la habitación, cerrando la puerta con cuidado. Se sentó ante CLIODEINOS y recuperó el archivo de Eifelheim. Repasó y cotejó cada artículo, creando un mapa de relaciones. La información se encuentra en la configuración de los hechos, no en los hechos mismos. Reagrúpalos de otro modo y, ¿quién sabe?, su significado puede cambiar por completo.

Puso los hechos en orden cronológico, situando los sin fechar por contexto o por relación lógica, cosa que no siempre era una tarea sencilla. No sólo se había reformado el calendario, sino que el año empezaba en otra fecha. Durante el Imperio, un año de Nuestro Señor empezaba con la fiesta de la Encarnación, mientras que los años civiles de Ludovico IV empezaban el día de Año Nuevo. A Tom le parecía algo retorcido, pero Judy se había echado a reír antes de decirle: «Al César lo que es del César, Tom. Los papas y emperadores puede que estuvieran compitiendo durante siglos, pero nadie se olvidó nunca de que tenían diferentes esferas de autoridad.»

Lo cual significaba que todo, desde el 1 de enero al 25 de marzo de 1349, según la terminología moderna, había sido registrado como Anno Domini 1348.

Comparó las fechas con la epidemia de Peste Negra en Basilea y Friburgo, y con cualquier otro acontecimiento contextual acerca del que pudo encontrar información. El registro era desigual, incompleto. Si los forasteros habían llegado en otoño, ¿por qué no hubo rumores de hechiceros y demonios en Oberhochwald durante seis meses o más? En realidad no sabía cuándo había comprado Dietrich el alambre, ni cuándo «los viajeros decidieron intentar volver a casa». ¿Y cómo encajaba Ockham? El Papa lo había invitado a Aviñón el 8 de junio de 1349, pero había pruebas de que había salido antes de Munich, justo antes de que se declarara la peste allí. No se había vuelto a saber de él, y los historiadores suponían que había muerto de peste por el camino. Su ruta lo habría llevado cerca de Oberhochwald. ¿Se habría pasado por allí para ver a «mi amigo, el doctor seclusus»? ¿Había llevado la plaga consigo desde Munich? ¿Había muerto allí?

Tom mordisqueó la punta de su lápiz óptico. Envidiaba a los físicos. Las respuestas estaban siempre «al final del libro». Si un físico era lo bastante persistente o lo suficientemente listo, podía arrancárselas a la fuerza al universo. Los cliólogos eran menos afortunados. Los hechos en sí mismos no siempre sobrevivían, y los que sobrevivían lo hacían por suerte, no por su importancia. Por muy persistente que fueras, no podías interpretar un archivo quemado en un incendio hacía siglos. Si no eras capaz de vivir con eso (con el conocimiento de que las respuestas no estaban al final del libro), era mejor que te apartaras por completo de la historia.