—¿Qué hay de las descripciones de los mundos internos ocultos y la Trinidad de Trinidades? ¿No te suena a hipoespacio?
Ella se encogió de hombros.
—O a tecnología medieval. La física y la religión parecen ambas un galimatías si desconoces los axiomas básicos.
Sharon echó el agua caliente en una tetera y dejó que la infusión reposara. Sin embargo, en la mesa de la cocina no había sitio. Estaba cubierta de papeles. Cuando había dejado encima la carpeta, parte del contenido se había salido. Las páginas de Tom estaban mezcladas con las suyas del laboratorio. Manuscritos medievales y diagramas de circuitos para los detectores de cronones. Chasqueó la lengua cuando vio el desaguisado y empezó a recogerlo. Tom se quedó en la puerta.
—¿Sabes lo que encuentro significativo? —dijo Tom—. La manera en que Dietrich se refería a los alienígenas.
—Si eran alienígenas y no alucinaciones.
—Muy bien. Si eran alienígenas. Siempre los llamaba «seres», o «criaturas», o «mis huéspedes», o «viajeros». Nunca nada sobrenatural. ¿No dijo Sagan una vez que los visitantes alienígenas tendrían cuidado de que no los confundieran con dioses o demonios?
Ella bufó.
—Sagan era un optimista. La capacidad para cruzar el espacio no vuelve a nadie más ético, igual que la capacidad para cruzar el océano no hizo a los europeos más éticos que los indios.
Esa página y aquella otra eran de Tom. Esa página era suya. Puso cada una en la carpeta correspondiente.
—Recuerdo lo que dijo que sería una prueba convincente de la visita de alienígenas. Estaba en el libro que escribió con Schlovski.
—¿Que fue?
—Un conjunto de planos para algún tipo de hardware de alta tecnología.
Y esa página era de Tom. Y ésa era suya… No, un momento. Aquello no era un diagrama de circuitos, era la capitular de Tom. Se detuvo de pronto, la garganta tensa.
—¡Oh, Dios mío!
—¿Qué? —Él se apartó de la pared—. ¿Qué ocurre?
—¡No puedo creerlo! —Agitó la copia de la capitular del tratado ante su cara—. ¡Mira esto! ¿Grecas y hojas y trinidades? ¡Esto es un diagrama de circuitos! ¡Son las conexiones de Josephson! Tom… Hernando y yo construimos este circuito la semana pasada.
Sharon hojeó los papeles hasta encontrar el diagrama que quería. Lo colocó junto al manuscrito y estudió ambos. ¿Eran lo mismo? La iluminación estaba retorcida como una enredadera, no trazada geométricamente. Trató de hacer encajar las hojas y nudos y racimos de uvas con los arcanos símbolos nucleónicos. Sólo las conexiones del dibujo importaban, se dijo, no la longitud ni la forma de las parras-cable. Casi, le pareció. Las dos encajaban, prácticamente. Pero no del todo.
—Confuso en la transmisión —le dijo a Tom. ¿Confuso o era ella la que ahora veía lo que quería ver?—. Ese enlace no es posible… —Señaló la letra—. Y esto es un circuito cerrado. Y estos dos componentes deberían estar al revés. ¿O no…? Espera un momento.
Siguió con el dedo las enredaderas, con cuidado.
—No todas las diferencias son confusiones. Esto es un generador no un detector. ¿Ves esto? ¿Y esto? Es parte de un circuito generador. Tiene que serlo. Parte de su puerta a las estrellas. ¡Maldita sea!
Había llegado al final de la página.
—¿Qué pasa?
—Está bien, parte del diagrama. No está completo.
Frunció el ceño y salió de la cocina, sumida en sus pensamientos. Llegó a su sofá y se tumbó. Cerró los ojos y empezó a balancearse sobre el entramado parecido a una jungla de su hipoespacio como un pre-homínido que aún no ha abandonado los árboles.
—Puede que esto te suene extraño —anunció Tom—, pero me siento decepcionado.
Ella abrió los ojos y lo miró. Él estaba estudiando el diagrama del circuito medieval.
—¿Decepcionado?
Ella no podía creer que hubiera dicho eso. ¿Decepcionado cuando les acababan de dar las estrellas?
—Me refiero a que no dejaron un conjunto completo de planos. De haber sido así, entonces tú sabrías qué hacer.
Ella lo miró, allí de pie, en la puerta de la cocina.
—Pero ya sé lo único que importa.
—¿Qué?
—Sé que puede hacerse.
10. AHORA: Anton
Me reuní con Tom y Judy en la Hauptbahnhof de Bismarckallee, donde el tren magnético sube desde Frankfurt del Main. Tomamos el tranvía de Bertholdstrasse hasta Kaiser Josef Strasse y desde allí fuimos caminando hasta el hotel de Geberau. Fui señalando las vistas como el peor de los guías turísticos. Tom lo había visto todo ya, naturalmente; pero era nuevo para Judy.
Cuando atravesamos la Schwaben Tor, ella hizo el comentario de que parecía de cuento. Aquella puerta llevaba ya un siglo en las murallas de la Ciudad Vieja cuando el pastor Dietrich había entablado amistad con ciertos forasteros. Cerca se encuentra el Oso Rojo, que ya era una posada en esa misma época. El viento del Höllental era fresco, un signo de que el final del verano estaba cerca.
Después de que se instalaran en sus habitaciones, los llevé a almorzar al Römischer Kaiser. Dedicamos toda nuestra atención a la comida. Hacer lo contrario en la Schwarzwald habría sido un pecado capital. Nadie en el mundo cocina como los Schwarzwälder; incluso los maniquíes de nuestros grandes almacenes son gordos. Hasta que el camarero trajo nuestra Streussel no permití que la conversación se centrara en los negocios.
Tom quería ir al bosque inmediatamente. Noté su ansiedad, pero le dije que esperaríamos hasta el día siguiente.
—¿Por que? —quiso saber—. Quiero ver el sitio personalmente.
Judy esperó pacientemente, sin decir nada.
—Porque Eifelheim está en lo más profundo de la Selva Negra —dije—. Será un trayecto largo en coche y un buen trecho caminando, aun en el caso de que localicemos el lugar rápidamente. Te hará falta una buena noche de sueño para recuperarte del jet lag.
Tomé otro bocado de mi Streussel y solté el tenedor.
—Y por otro motivo, amigos míos. Monseñor Lurm de la oficina diocesana se nos unirá cuando tenga el permiso del obispo. Naturalmente, no le he dicho lo que esperamos encontrar. De este modo será un valioso detector de nuestras ideas preconcebidas.
Tom y Judy se miraron.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Tom—. ¿Por qué necesitamos a la oficina diocesana?
A veces, mis amigos son un poco lentos.
—Es un cementerio católico, nicht wahr? No habéis venido hasta aquí sólo para mirar. Sin duda querréis abrir la tumba y ver quién, o qué, hay enterrado en ella. Para eso necesitamos el permiso.
—Pero… —Tom frunció el ceño—. Ese cementerio tiene setecientos años de antigüedad.
Me encogí de hombros.
—¿Y qué? Algunas cosas son eternas.
Él suspiró.
—Tienes razón. Supongo entonces que tendremos que esperar hasta mañana.
Los americanos siempre tienen demasiada prisa. Un solo hecho los lleva a un caudal de deducciones. Es mejor planear con cuidado cómo dar con ese hecho. Tom nos habría llevado antes al lugar… pero sin pala.