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Mire a mí alrededor, pero nadie se había dado cuenta. Continuaban caminando lentamente, registrando el suelo del bosque. Me acerqué a ella y la encontré arrodillada junto a una piedra rota y hundida. La acción del suelo había reclamado la mitad inferior de la piedra, pero estaba hundida en un ángulo tal que la cara que había en ella había quedado protegida parcialmente de los elementos.

—¿Es esto? —pregunté en voz baja.

Ella jadeó y tomó aire. Se volvió y me vio y se relajó visiblemente.

—Doctor Zaengle —dijo—. Me ha asustado.

—Lo siento.

Me agaché junto a ella, mientras mis viejos huesos protestaban. Estudié la cara en la piedra. Estaba gastada, como sólo los vientos de siete siglos pueden gastar algo. Sus contornos estaban ajados por el tiempo, borrosos, apenas visibles. ¿Cómo la habían visto siquiera los soldados?

—¿Es ésta la tumba? —repetí.

Ella suspiró.

—Eso creo. Al menos, es la que encontraron los soldados. —Alzó una colilla de cigarrillo para demostrar cómo lo sabía—. La inscripción es casi ilegible y trozos de la parte superior se han caído. ¿Pero ve esto? ¿Las letras? … HANNES STE… —Las siguió con los dedos.

—Johannes Sterne —dije por ella—. Juan de las Estrellas. El nombre con el que fue bautizado. —Miré alrededor—. ¿Sabe cuántas tumbas debe de haber aquí? Y ésta es la que encontramos.

—Lo sé. Me da miedo.

—¿Miedo? ¿Qué?

—Cuando lo encontremos. No tendrá la forma adecuada. Será algo feo.

No supe cómo contestarle. Humano o alienígena, fuera cual fuese su forma, sería feo en un sentido u otro.

—Gus ha encontrado otra lápida —le dije—. Y Heinrich. Ambas estaban destrozadas. Tom cree que cuando la peste llegó aquí, los aldeanos vecinos vinieron y destruyeron las lápidas de los «hechiceros». Sin embargo, ésta, presumiblemente la que más los asustaba, quedó intacta. ¿Por qué?

Ella sacudió la cabeza.

—Hay muchas cosas que no sabemos ni sabremos nunca. ¿De dónde venían? ¿Cuántos eran? ¿Eran valientes exploradores o turistas asombrados? ¿Cómo entablaron comunicación Dietrich y ellos? ¿De qué hablaron, esos últimos meses de vida?

Su rostro, cuando lo volvió hacia mí, estaba al borde de las lágrimas.

—Imagino —dije lo más amablemente que pude— que hablaron de volver a casa y las grandes cosas que harían cuando llegaran allí.

—Sí —respondió ella, más tranquila—. Supongo que eso harían. Pero los que nos lo podrían haber contado llevan ya mucho tiempo muertos.

Sonreí.

—Podríamos hacer una sesión espiritista y preguntárselo.

¡No diga eso! —susurró ella. Apretó contra sus muslos los puños cerrados—. He estado leyendo sus cartas, sus diarios, sus sermones. He estado dentro de sus cabezas. No me parecen muertos. Anton, ¡la mayoría nunca fueron enterrados! Hacia el final, ¿quién quedó para empuñar la pala? Debieron de quedarse en el suelo y pudrirse allí. El pastor Dietrich era un buen hombre. Se merecía algo mejor que eso. —Ahora sí había lágrimas en sus mejillas—. Mientras atravesábamos el bosque, tuve miedo de encontrarlos, todavía vivos. Dietrich o Joachim o uno de los aldeanos o…

—O algo horrible.

Ella asintió en silencio.

—Eso es lo que la asusta, ¿no? Es una mujer racional del siglo XXI, que sabe con seguridad que criaturas alienígenas tendrían un aspecto y un olor diferente, y sin embargo saldría corriendo y gritando como cualquier campesina medieval. Tiene miedo de actuar igual de mal que fray Joachim.

Ella sonrió débilmente.

—Tiene bastante razón, doctor Zaengle. —Cerró los ojos y suspiró—. Hay cu'ú gitíp tói. Cho toi su'c manh. Me temo que no actuaría como lo hizo el pastor Dietrich.

—Él hace que todos nos sintamos avergonzados, hija —dije—. Hace que todos nos sintamos avergonzados.

Contemplé a mi alrededor los altos robles y las preciosas flores silvestres de la montaña, y escuché el tableteo de los pájaros carpinteros. Tal vez Dietrich había tenido un buen entierro, después de todo.

Judy inspiró profundamente y se secó las lágrimas.

—Vamos a decírselo a los demás —dijo entonces.

Heinrich dio instrucciones para la excavación.

—Después de tanto tiempo, el ataúd se habrá desintegrado. Todo estará lleno de tierra. Caven hasta que encuentren fragmentos de madera. Luego usaremos los palustres.

Gus y Sepp, el otro obrero, empezaron a cavar poco a poco alrededor de la tumba. Como los restos se habrían hundido a lo largo de los siglos, tendrían que cavar hondo. Querían que los bordes del agujero se combaran hacia dentro para que no se desplomaran. Ambos hombres eran de antiguas familias de Bisgrovia. Los familiares de Gus eran canteros desde hacía muchas generaciones y Sepp Fischer descendía de un largo linaje de pescadores del río Dreisam.

Atardecía ya cuando comenzó la excavación, pero Heinrich había venido preparado con lámparas de gas para trabajar de noche. También había traído tiendas y sacos de dormir.

—No querría tener que buscar el camino de vuelta en la oscuridad —dijo—. Acuérdense de Hänsel y Gretel.

Cuando el sol se ponía ya descubrimos cómo habían encontrado la cara los soldados. La luz se filtraba por un hueco entre los árboles, iluminando la piedra y prestando un claro relieve a la talla. Por algún accidente de la erosión, sólo cuando se iluminaba desde ese ángulo, con la luz del crepúsculo, se veía el rostro, como si fuera un holograma proyectado sobre la piedra. Gus y Sepp estaban trabajando con sus palas y no se dieron cuenta, pero Heinrich estaba encorvado justo al lado y, al oír el jadeo de Judy, se dio la vuelta y miró.

Era la cara de una mantis y no lo era. Los ojos eran grandes y saltones y el que había tallado la piedra había comunicado un atisbo de facetas en los ojos, de modo que parecían gemas en el semblante extraño (supe que aquellos ojos tenían que haber sido amarillos). Había rastros de líneas que tendrían que haber sido antenas o bigotes u otra cosa. En vez de mandíbulas como de insecto, había una especie de boca; una caricatura de labios y barbilla humanos, Judy me agarró el brazo. Pude sentir sus uñas clavándose en mi piel. Tom se pellizcaba el labio. Era la cara de la cripta de la iglesia.

Heinrich se detuvo y contempló la piedra sin decir nada. Era obvio que aquello no era ninguna distorsión de un rostro humano causada por la erosión. Era un demonio. O algo parecido a un demonio. Heinrich se volvió y nos miró, calibrando nuestras reacciones. El sol había continuado su camino y el rostro desaparecía.

—Creo que debería hacer un calco —dije.

La luna era un fantasma que vagaba sobre las copas de los árboles cuando Gus finalmente golpeó madera. Las linternas de gas siseaban y chisporroteaban proyectando un cambiante círculo de luz en la oscuridad del bosque. Judy estaba arrodillada al borde del agujero, con los ojos cerrados, sentada sobre sus talones. No sé si rezaba o dormía. Apenas podía ver las cabezas de los hombres en el agujero.

Tom se acercó y se detuvo a mi lado. Tenía en la mano el calco que Heinrich había hecho de la cara del alienígena. «Hans», me recordé. No «el alienígena» sino Johann Sterne, una persona, alguien que había muerto hacía mucho tiempo; lejos de su hogar, en compañía de extraños. ¿Qué había sentido cerca del final, cuando hubo perdido toda esperanza? ¿Que emociones habían cruzado aquella mente alienígena? ¿Significaban acaso algo mis preguntas? ¿Las extrañas enzimas que surcaban su sangre hacían el papel de la adrenalina? ¿Tenía sangre siquiera?