—¡Ahí están las riquezas de la Iglesia! —exclamó Theresia, y dio una palmada—. ¡Oh, me encanta esa historia!
—Ojalá les gustara tanto a más papas y obispos —murmuró Joachim. Entonces, al escucharse a sí mismo, continuó con más fuerza—: ¡Recuerda lo que escribió Mateo del camello y el ojo de la aguja! Algún día, oh, mujer, puede que los artesanos creen una aguja singularmente grande. En algún lugar de la lejana Arabia tal vez viva un camello diminuto. Sin embargo, el significado implícito de las palabras del Maestro es el siguiente: los ricos y los obispos, aquellos que comen en mesas repletas, que sientan sus posaderas en cojines de seda, no son nuestros guías morales. ¡Mira al sencillo carpintero! Y mira a Lorenzo, que sabía dónde estaba el auténtico tesoro: donde el ladrón no puede robar ni los ratones consumir. ¡Benditos sean los pobres! ¡Benditos sean los pobres!
Exaltaciones como ésa habían hecho que se recelara mucho de la orden de Joachim. Los conventuales habían repudiado a sus hermanos por ello, pero los espirituales no se mordían la lengua. Algunos habían muerto en la hoguera, otros habían huido en busca de la protección del kaiser. Cuánto mejor era, pensaba Dietrich, pasar completamente inadvertido. Alzó los ojos al cielo y algo pareció moverse entre las sombras producidas por las velas en las vigas y travesaños del techo de la iglesia. Un pájaro, tal vez.
—Pero la pobreza no es suficiente mérito —le advirtió Dietrich a Theresia—. Muchos Gärtners en sus chozas aman más las riquezas que un señor generoso de mano abierta. El bien y el mal están en todas partes. —Antes de que Joachim pudiera discutir el argumento, añadió—: Ja, el rico tiene más problemas para encontrar a Cristo porque el brillo del oro deslumbra sus ojos; pero nunca olvides que el pecado está en el hombre, no en el oro.
Regresó al altar para terminar la misa y Joachim tomó el pan y el vino de la credencia y lo siguió. Theresia le entregó una cesta de hierbas y raíces que había recogido y Joachim la llevó también al altar. Luego, como sólo había recibido órdenes menores, el franciscano minorita se hizo a un lado. Dietrich abrió los brazos y recitó una oración para la ofrenda.
—Oratio mea…
Theresia lo aceptó todo con la simpleza con que lo aceptaba todo en la vida. Era una buena mujer, pensó Dietrich. Nunca sería colocada en el calendario de los santos, nunca sería recordada por los siglos de los siglos como Lorenzo y Sixto: sin embargo, poseía su misma generosidad de espíritu. Cristo vivía en ella porque ella vivía en Cristo. Sin poder evitarlo, la comparó con la casquivana Hildegarde Müller.
Los concilios habían propuesto que el sacerdote diera la espalda a su rebaño y no los viera desde el altar como se había hecho desde tiempos inmemoriales. El argumento era que pastor y grey debían mirar juntos a Dios, el oficiante delante de todos como el comandante de un ejército conduce a sus lanceros a la batalla. Algunas de las grandes catedrales habían invertido ya sus altares, y Dietrich esperaba que la práctica pronto se hiciera universal. Sin embargo, qué triste sería no poder contemplar a las Theresias del mundo.
Después de la vigilia, mientras regresaban a la rectoría, Joachim le dijo a Dietrich:
—Ha sido hermoso eso que habéis dicho. No me lo esperaba.
Dietrich había estado observando a Theresia marcharse con su cesta de hierbas, ahora bendecidas y por tanto aptas para preparar pócimas y ungüentos.
—¿Qué he dicho? —No esperaba recibir alabanzas por parte de Joachim y el cumplido de la primera observación le satisfacía más que la crítica implícita de la puya subsiguiente.
—Cuando dijisteis que el rico no puede encontrar a Cristo porque el oro deslumbra sus ojos, me ha gustado. Me gustaría repetirlo.
—He dicho que le costaba más encontrarlo. Nunca es fácil para nadie. Y no olvides el resplandor. El oro en sí es una cosa útil. Es el resplandor la ilusión cegadora.
—Podríais haber sido franciscano.
—¿Y arder con todos vosotros? Soy un cura sencillo de la diócesis. Gracias, pero me quedaré al margen. Los kaisers y los papas son como las piedras del molino de Klaus. Entre ellas, mal sitio para situarse.
—Nunca he leído que Cristo predicara el lujo y la riqueza.
Dietrich alzó la antorcha para ver mejor a su compañero.
—¡Tampoco he oído yo que dirigiera bandas de campesinos armados para saquear un feudo!
Tanta vehemencia hizo que Joachim se encogiera.
—¡No! —dijo el minorita—. No predicamos eso. El ejemplo de Francisco es…
—¿Dónde estabais cuando el movimiento campesino de los Armleder fue por toda Rhineland colgando a los ricos y quemando sus casas?
Joachim se lo quedó mirando.
—¿Los Armleder? Yo era un niño y vivía en casa de mi padre. Los Armleder nunca llegaron hasta allí.
—Agradece que no lo hicieran.
Una extraña expresión se dibujó en los rasgos del monje. Miedo, pero también algo más. Luego el rostro se cerró una vez más.
—Es inútil discutir lo que podría haber sido.
Dietrich gruñó, cansado de pronto de pinchar al joven, quien seguramente tenía ocho o nueve años cuando las turbas habían campado a sus anchas por la región.
—Cuida de no dar rienda suelta a pasiones como la envidia —dijo.
Joachim se apartó de él, pero se volvió después de unos cuantos pasos.
—De todas formas, ha sido una buena frase.
Se marchó, y Dietrich agradeció que el joven no le hubiera hecho la misma pregunta. «¿Dónde estabas, Dietrich, cuando pasaron los Armleder?»
Un movimiento a su derecha le llamó la atención, pero deslumbrado por la antorcha no pudo distinguir más que una sombra que saltó de detrás de la iglesia. Dietrich corrió hasta la cima de la colina y alzó la antorcha para iluminar la pedregosa cuesta del otro lado, pero sólo vio agitarse unos matorrales y una piedra cayendo colina abajo.
Otro movimiento, éste detrás de él. Se dio media vuelta y atisbo unos grandes ojos brillantes. Luego le arrebataron la antorcha de las manos y cayó al suelo. Soltó un grito mientras el segundo intruso huía dejando un rastro de ramas rotas y hojas agitadas.
En unos instantes, Joachim y Theresia acudieron a su lado. Dietrich aseguró a sus rescatadores que estaba ileso, pero de todas formas Theresia exploró su cráneo y sus brazos buscando heridas. Cuando sus dedos le tocaron la nuca, dio un respingo.
—¡Ay!
—Tendréis un chichón aquí por la mañana —le dijo Theresia—, pero el hueso no está roto.
Joachim había recuperado la antorcha y la alzó para que Theresia pudiera ver lo que estaba haciendo.
—¿También eres cirujana? —preguntó.
—Mi padre me enseñó las hierbas y medicinas, y a arreglar huesos tal como decían sus libros —le dijo Theresia—. Poneos algo frío, padre —le recomendó a Dietrich—. Si os duele la cabeza, tomad un poco de raíz de peonía con aceite de rosas. Haré una mezcla esta noche y os la traeré.
Cuando se marchó, Joachim dijo:
—Os ha llamado «padre».
—Muchos lo hacen —respondió Dietrich secamente.
—Me pareció que quería decir… algo más.
—¿Ah, sí? Bueno, fue mi pupila, por si quieres saberlo. La traje aquí cuando tenía diez años.
—Ah. ¿Entonces sois su tío? ¿Qué les ocurrió a sus padres?
Dietrich recuperó la antorcha.
—Los Armleder los mataron. Quemaron la casa con todos dentro. Sólo Theresia escapó. Le enseñé lo que había aprendido de medicina en París y, cuando cumplió los doce años y se hizo mujer, Herr Manfred le concedió el derecho de practicarla en sus tierras.