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—Siempre había pensado…

—¿Qué?

—Siempre había pensado que tenían una causa justa. Los Armleder, quiero decir, contra los ricos.

Dietrich contempló las llamas de la antorcha.

—Sí que la tenían; pero summum ius, iniuria summa.

Un lunes, Dietrich y Max partieron hacia el Bosque Grande para buscar a Josef el carbonero y su aprendiz, a quienes no habían visto desde los incendios del Día de Sixto. Hacía calor y Dietrich ya estaba empapado de sudor antes de que hubieran recorrido la mitad de la distancia. Una fina bruma mitigaba la intensidad del sol, pero era un pobre alivio. En los campos de primavera, donde el ejército recolector trabajaba en las tierras del señor, Oliver Becker descansaba a la sombra de un grueso roble, ajeno a las miradas de sus compañeros.

—El muy descarado —dijo Max cuando Dietrich lo señaló—. Se deja el pelo largo como si fuera un joven señor. Se pasa todo el día sentado viendo a todos los demás trabajar porque puede pagar la multa. En Suiza, todo el mundo trabaja.

—Debe de ser un país maravilloso, entonces, Suiza.

Max le dirigió una mirada recelosa.

—Lo es. No tenemos «mein Herrs». Cuando hay que resolver un asunto, reunimos a todos los guerreros y lo resolvemos a mano alzada, sin que hagan falta señores.

—Creía que las tierras suizas eran feudos de Habsburg.

Schweitzer manoteó.

—Supongo que el duque Albrecht lo piensa también: pero la gente de las montañas tenemos una idea distinta… Parecéis pensativo, pastor. ¿Qué ocurre?

—Temo que las manos de todos esos vecinos, alzadas juntas, puedan imponer un día una tiranía mayor que la mano de un solo señor. Con un señor, al menos sabes a quién pedir cuentas, pero cuando una turba alza muchas manos, ¿de quién es la culpa?

Max hizo una mueca.

—¿Pedir cuentas a un señor?

—Hace cuatro años, la aldea presentó un pleito contra el administrador de Manfred cuando éste cerró el prado común.

—Bueno, Everard…

—El señor debe salvar su honor. Es una artimaña legal, pero resulta útil. Como esa daga tuya. Un palmo más larga y sería una espada, lo cual estaría por encima de tu rango.

—A los suizos nos gusta —respondió Max, posando una mano en el pomo y sonriendo.

—Lo que quiero decir es que Manfred pudo entonces castigar a su administrador por hacer lo que le había dicho que hiciera, y todo el mundo fingió creerlo.

Max hizo un gesto cortante.

—Moorgarten consiguió un veredicto más contundente. Trajimos al duque de Habsburg a rendir cuentas.

Dietrich lo miró.

—Todo lo que sea demasiado contundente acaba con los campesinos colgando de un árbol. Es una fruta que preferiría no ver cosechada otra vez.

—En Suiza, los campesinos ganaron.

—Y sin embargo estás aquí, sirviendo al señor de Hochwald, quien sirve al conde de Baden y al duque de Habsburg.

A esto Max no contestó nada.

Cruzaron el puente sobre el arroyo y siguieron el camino hacia el valle del Oso. A la izquierda quedaron los campos en barbecho y a la derecha los de otoño. El terreno era cada vez más escarpado e iba acercándose al camino de tierra, de modo que éste parecía más una trinchera que un sendero. Setos y matorrales para impedir que las vacas y ovejas se internaran en los sembrados proporcionaban un poco de sombra a los caminantes… y parecían auténticos árboles a causa de la altura del terreno donde brotaban. El camino, enfangado en ese trecho a causa de un arroyuelo, serpenteaba primero hacia un lado, luego hacia el otro según dictaba la pendiente. Dietrich se había preguntado muchas veces qué tipo de lugar podía ser el valle del Oso para que los viajeros no parecieran dispuestos a ir allí directamente.

Cerca de los pastos comunes, el camino abandonaba su aspecto subterráneo y remontaba la cima de una colina, una leve hinchazón del terreno que marcaba el primer pico hacia el Katerinaberg. El sol estaba allí más implacablemente presente, pues incluso la leve sombra de los setos había desaparecido. Alguien había abierto la puerta entre los campos comunes y los de otoño para que las vacas de la aldea pudieran pastar y depositar sus excrementos para la siembra de otoño.

Desde la elevación del prado, amarillo de flores de amor del hortelano, divisaron la mansión de Heinrich Altenbach, en el camino del Salto del Ciervo. Altenbach había dejado la mansión hacía varios años para desecar los páramos. Como eran territorio yermo, los páramos no habían sido reclamados como propiedad de ningún señor, y Altenbach había construido en ellos una casa para no tener que caminar cada día hasta sus campos.

—Supongo que todos los hombres preferirían vivir en sus propias tierras —sugirió Max cuando Dietrich indicó la granja—. Si poseyera su propio arado y sus bestias, y no tuviera ningún deseo de compartirlos con su vecino. Pero está muy lejos del castillo si un ejército pasa por aquí, y esos vecinos tal vez no le abrieran la puerta.

Al otro lado del prado, el bosque se oscurecía lentamente. Finas columnas de humo blanco se retorcían entre los pinos, robles y abedules. Dietrich y Max se detuvieron bajo un roble solitario para beber de sus odres de agua. Dietrich llevaba algunas nueces en el zurrón, que compartió con el sargento. Éste, por su parte, estudió las columnas de humo con mucha atención mientras sopesaba las nueces en su mano como si fueran un par de dados.

—Es fácil perderse ahí—comentó Dietrich.

—No hay que dejar el sendero —contestó Max, medio distraído—. No debe uno internarse en la maleza.

Cascó la nuez y se metió el fruto en la boca.

El bosque era más frío que el campo abierto. La luz del sol penetraba solamente aquí y allá, llegando a los matorrales y las florecitas que crecían bajo las copas. Unos cuantos pasos y Dietrich se sintió engullido. Los sonidos de la cosecha se alejaron, luego se apagaron hasta cesar por completo de enfrentarse al silencio. Max y él pasaron entre los robles, abedules y abetos negros pisando la alfombra crujiente de hojas del año anterior. Dietrich no tardó en desorientarse por completo y procuró no apartarse del sargento.

El aire apestaba a humo rancio y cenizas y, superponiéndose a todo, imperaba un penetrante olor a sal y orina y azufre mezclados. Pronto llegaron a un terreno quemado. Allí, las ascuas brillaban dentro de los troncos hendidos, esperando un soplo de aire para estallar de nuevo en llamas. En los matorrales había atrapados cuerpos calcinados de animales pequeños.

—La carbonera de Holzbrenner está más allá, creo —dijo Dietrich—. Por ahí. —Max no dijo nada. Intentaba mirar a todas partes a la vez—. El carbonero es un hombre solitario —continuó Dietrich—. No le habría ido mal la vida contemplativa. —Pero Max no escuchaba—. Sólo fue un rayo —dijo Dietrich, y el sargento dio un respingo y se volvió por fin a mirarlo.

—¿Cómo sabíais…?

—Pensabas en voz alta. No te habría pedido que me acompañaras, pero nadie ha visto a Josef desde el incendio y Lorenz teme por él y su aprendiz.

Max gruñó.

—El herrero teme quedarse sin carbón. Klaus me ha dicho que ese Josef sólo va a la aldea cuando tiene carbón que vender o impuestos que pagar al señor, y entonces casi siempre envía al muchacho. El viento sobrenatural derribó su horno y prendió fuego al bosque, y ha estado cavando uno nuevo. Por eso no hemos visto su humo.

—El viento no fue sobrenatural —insistió Dietrich, pero sin demasiada convicción.

La desolación fue aumentando a medida que avanzaban. Vieron árboles caídos, desenraizados, tumbados, apoyados unos sobre otros. La luz del sol asomaba entre las copas.