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—Un gigante ha jugado a los bolos —dijo Dietrich.

—He visto una destrucción como ésta.

—¿Como ésta? ¿Dónde?

Max sacudió la cabeza.

—Pero no tan grande. Mirad cómo los árboles yacen en direcciones opuestas, como si todos hubieran caído hacia afuera desde un mismo centro.

Dietrich lo miró con interés.

—¿Por qué?

—En el asedio de Cividale en Friuli, hace casi… Oh, casi veinte años ya, creo. Cristo, sí que era joven y estúpido para haberme escapado de esa forma. ¿Ayudar a los austríacos contra los venecianos? ¿Qué tenía que ver esa disputa conmigo? Dos de los caballeros alemanes trajeron un pot-de-fer con pólvora negra. Bueno, nos ayudó a tomar la ciudad, pero uno de los barriles estalló mientras mezclaban la pólvora… Siempre hacen la mezcla en el campo y comprendo por qué. Hubo un estallido como un trueno y el viento hizo caer a hombres y equipo por todas partes. —Miró de nuevo los árboles caídos—. Como éstos.

—¿De qué tamaño debe ser un barril de pólvora negra para producir tanto daño? —preguntó Dietrich.

Max no respondió. Un sonido vibrante, como el canto de las cigarras, llenó el aire: aunque no era tiempo de chicharras. Dietrich contempló los árboles caídos y pensó: «El impulso vino de esta dirección.»

Finalmente, el sargento resopló.

—Bueno, pues. Por aquí.

Se volvió para seguir el camino que conducía a la carbonera.

El claro era un pozo poco profundo de cincuenta pasos de diámetro cubierto con una capa de ceniza y tierra batida. En el centro aplanado se encontraba el horno en sí: un montículo de tierra y hierba de cinco largos pasos de diámetro. Pero el sello de tierra se había abierto por un lado, revelando la madera de su interior y permitiendo que el viento avivara el fuego. Las chispas se habían dispersado hacia el bosque, iniciando los incendios cuyos restos acababan de encontrar.

El Día de Sixto, el viento había hecho sonar las campanas de la iglesia al otro lado del valle. Allí tenía que haber soplado con cien veces más fuerza…, sacudiendo los árboles que rodeaban el claro, arrasando los cortavientos que regulaban la entrada de aire en el horno, arrancando la tierra y creando un canal a través del bosque como un río en una riada. Sólo los árboles más fuertes permanecieron firmes, y muchos se doblaron y quebraron.

Dietrich rodeó el horno destrozado. Un abanico de troncos quemados y paja marcaba el lugar donde antes se encontraba la casa del carbonero. Al fondo, contra los árboles caídos al otro lado del claro, Dietrich encontró a Josef y su aprendiz.

Sus torsos calcinados carecían de brazos y piernas y, en el caso del muchacho, de cabeza. Dietrich rebuscó en su memoria el nombre del chico, pero no logró recordarlo. Ambos cuerpos habían sido zarandeados y se habían roto, como si hubieran caído de una gran altura, y estaban cubiertos de astillas de madera. Sin embargo ¿qué viento podía ser tan fuerte? Más allá, vio una pierna ensartada en una rama de abedul. No siguió buscando, sino que dio la espalda al terrible espectáculo.

—Están muertos, ¿verdad? —preguntó Max desde el otro lado del horno.

Dietrich asintió y rezó con la cabeza gacha una breve plegaria de corazón. Cuando se persignó, Max hizo lo mismo.

—Necesitaremos un caballo para transportar los cuerpos —dijo el sargento—. Mientras tanto, el horno servirá de cripta.

Sólo hicieron falta unos minutos, en el transcurso de los cuales Dietrich encontró la cabeza del muchacho. El pelo se había quemado por completo y los ojos se habían derretido, y Dietrich lloró sobre los restos calcinados de la belleza del joven. Anton. Recordó entonces el nombre. Un muchacho simpático, de ojos prometedores. Josef lo amaba con toda el alma, como al hijo que su vida solitaria nunca le había concedido.

Cuando terminaron, colocaron hierba suelta en la abertura para protegerla lo más posible contra los animales.

Schweitzer dio un respingo y un paso hacia los bosques humeantes que tenía detrás. El crujido de unas ramas se perdió velozmente en la distancia.

—Nos vigilan —dijo.

—No parecían pasos —comentó Dietrich—. Parecía más bien un ciervo, o un conejo.

El sargento negó con la cabeza.

—Un soldado sabe cuándo lo vigilan.

—Entonces, sean quienes sean, son tímidos.

—No lo creo —respondió Max sin darse la vuelta—. Creo que son centinelas. Corren para llevar la noticia o para que no los veamos. Es lo que yo haría.

—¿Caballeros proscritos?

—Lo dudo. —Acarició el pomo de su daga—. En Francia hay trabajo de sobra. No tienen por qué vivir como ladrones en un sitio como éste. —Pasados unos segundos, añadió—: De todas formas, se han ido. El señor volverá mañana. Veremos cuáles son sus deseos.

IV. AGOSTO DE 1348

Santa Clara de Asís

Bajo el calor asfixiante de la tarde de agosto, Herr Manfred von Hochwald hacía danzar su palefridus por el camino de Oberreid para diversión y deleite de los campesinos inclinados sobre la cosecha. En cabeza iba Wolfram el heraldo, a lomos de una jaca blanca, portando el estandarte con las armas de Hochwald y anunciando a gritos el regreso del señor al ejército de campesinos dedicados a la recolecta. Lo seguía la tropa de soldados, con las picas al hombro y los cascos resplandeciendo como el sol en el arroyo del molino. Luego venían los capitanes y los caballeros, después el capellán Rudolf y Eugen, el jung-herr o escudero, y luego el propio señor: alto y espléndido, erguido en su silla, hermoso con su sobrepelliz, el casco bajo el brazo y la mano levantada en bondadoso saludo.

En los campos sembrados en primavera, ahora repletos de grano, las mujeres se levantaban, las hoces colgando de sus manos entumecidas, y los hombres se volvían con las guadañas a medio descargar para contemplar la procesión. Se detenían, se frotaban la frente con un pañuelo o una gorra, intercambiaban miradas de incertidumbre, suposiciones, exclamaciones, hasta que todos (siervos y hombres libres, hombres y mujeres y niños) echaron a andar hacia el camino, cada vez más rápido, la emoción acumulándose, desparramándose sobre el arroyo que bordeaba los campos, mientras las voces pasaban de ser un murmullo a convertirse en un grito. Detrás, en las carretas, los capataces se lamentaban de la tarde perdida, pues el grano maduraría con o sin la guadaña. Pero también los capataces agitaron el gorro al paso de la noble procesión antes de volver a encasquetárselo.

La partida cruzó el valle. Pies y cascos tamborilearon sobre el puente del arroyo; los soldados gritaron saludando a novias y esposas anhelantes (o eso esperaban). Los padres llamaban a los hijos que habían regresado felizmente (y se habían vuelto muchísimo mayores), entre gemidos por los esposos, hijos, hermanos desaparecidos de las filas. Los perros ladraron y corretearon tras los hombres. Hubo destellos en el aire cuando Eugen lanzó unas cuantas monedas a la multitud. El botín tomado a los soldados ingleses muertos, o conseguido como rescate por los vivos. Hombres y mujeres corrieron a recoger las piezas de cobre del suelo, alabando a su señor por su generosidad y mordiendo las monedas.

La procesión remontó la colina de la iglesia, donde Dietrich, Joachim y Theresia esperaban. Dietrich se había vestido para la ocasión con una casulla dorada, pero el minorita llevaba la misma túnica remendada de siempre y observó la llegada del señor con una mezcla de cautela y desdén. Posiblemente más de lo segundo que de lo primero, pensó Dietrich. Junto a ellos, menos tranquilas, más inseguras, las hijas del señor charlaban con su ama. Irmgard, la menor, alternaba sonrisas con gestos de aprensión. ¡Venía su padre! Pero dos años son una eternidad para una niña, y hacía tiempo que se había convertido en un desconocido. Everard se mordisqueaba el bigote con la intranquilidad de un hombre que ha estado dos años a cargo de las posesiones de su amo. Klaus, el Maier del pueblo, se encontraba junto a él con una indiferencia que revelaba o bien un corazón inocente o uno más seguro de sus malversaciones.