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Max había hecho formar en dos filas a la guardia del castillo, y dieciséis hombres presentaron armas con un grito y un estrépito de metal cuando su señor cabalgó entre ellos. Incluso Dietrich, que había visto demostraciones más espléndidas que ésta en pueblos y ciudades mucho más espléndidas, se sintió conmovido por el espectáculo.

El heraldo desmontó y plantó el estandarte de Hochwald: un jabalí bajo un roble, sinople, muy adecuado. Manfred se detuvo ante él y su caballo retrocedió y alzó una mano. Los campesinos, que habían subido con ellos la colina, aplaudieron la maestría del jinete, pero Theresia susurró:

—¡Oh, pobre bestia, tan agotada que está!

Si el caballo estaba agotado, también lo estaban los hombres. Dietrich advirtió los signos de una marcha forzada bajo la valiente demostración. Ojos cansados; uniformes ajados. Eran menos de los que habían partido y se les habían añadido algunos rostros extraños: los rechazados y refugiados de algún campo de batalla, ansiosos de un señor que los alimentara. Lo suficientemente hambrientos para dejar atrás su patria.

Eugen, el jung-herr, desmontó, se tambaleó y se agarró a las riendas para no caer. El caballo se asustó y golpeó el suelo con los cascos, levantando un poco de tierra. Entonces Eugen avanzó hacia el estribo de su señor y lo sostuvo mientras éste desmontaba.

Manfred tocó el suelo con una rodilla ante Dietrich y el pastor colocó su mano izquierda sobre la frente del señor y trazó en el aire la señal de la cruz con la derecha, dando gracias públicamente por el regreso a salvo de la tropa. Todos se persignaron y Manfred le besó la mano.

—Quisiera rezar un momento en privado —le dijo a Dietrich tras levantarse.

Dietrich vio arrugas antes inexistentes alrededor de sus ojos y más canoso el pelo. El rostro alargado y demacrado indicaba pesar. «Estos hombres deben de haber sufrido mucho», pensó.

Al dirigirse a la iglesia, el señor estrechó la mano a su administrador y a Klaus y les dijo que fueran esa noche a la casa para rendir cuentas. Abrazó a sus dos hijas con pasión, tras quitarse los guantes para acariciarles el pelo. Kunigunda, la mayor, rió de placer. Estudió con profunda preocupación a todos los que saludó (sacerdote, administrador, Maier, hijas), cuando había sido Manfred quien había estado ausente y sin dar noticias durante esos dos años.

El señor se detuvo ante la puerta de la iglesia.

—La buena santa Catalina —dijo, pasando una mano por la figura de la santa y tocando con un dedo su triste sonrisa—. Hubo momentos, Dietrich, en que pensé que nunca volvería a verla.

Después de una mirada de curiosidad a Joachim, entró en la iglesia. Lo que le dijo a Dios, qué gracia pidió o qué le agradeció, no lo comentó nunca.

El Herrenhof, el castillo del señor, se alzaba dentro de las tierras de la diócesis, en la cima de una colina, en el valle situado frente a la iglesia, de modo que señor y sacerdote dominaban el terreno desde sus respectivas posiciones y vigilaban a la gente que había entre ambos: cuerpos y almas. La separación tenía otro simbolismo: era la representación a pequeña escala del drama que en otras partes había sacudido tronos y catedrales.

En la cresta, Burg Hochwald vigilaba el camino de Oberreid. La muralla exterior, que abarcaba además del castillo terreno de la diócesis, no tenía nada de imponente. Era, junto con el foso, para mantener alejados a los animales salvajes y que no escaparan los domésticos, sin ningún valor militar. La muralla interior, la Schildmauer, era más orgullosa y militarmente más valiosa. Tras la muralla escudo se encontraba la torre o Bergfried, la edificación que antiguamente había servido de refugio a los lores de los altos bosques cuando sarracenos y vikingos saqueaban a placer y cada amanecer podían ver una horda magiar recortándose contra el horizonte. El castillo era una máquina diseñada para la defensa y bastaba para guardarlo, como a la mayoría, sólo una pequeña guarnición; pero había sido puesto a prueba una sola vez, y no hasta el límite. Ningún ejército había marchado por Bisgrovia desde que Ludwig el Bávaro derrotara a Friedrich el Hermoso en Mühldorf; por eso el puente levadizo estaba bajado y la reja subida y los guardias no vigilaban demasiado.

El recinto cubría media hectárea alrededor de la casa. Coronaban la colina una lechería, un palomar, un redil de ovejas, una cervecera, una cocina y una panadería, además de un granero de doce silos para guardar la cosecha de grano de las tierras del señor y un establo donde mugían vacas y bueyes y relinchaban los caballos. Al fondo, más ruidoso, estaba el excusado común. Además, había un huerto de manzanos, una viña, un corral para los animales extraviados que se habían internado inocentemente en sus tierras.

En otros tiempos el feudo había producido para sí todo lo necesario, pero mucho de ese trabajo se había abandonado. ¿Por qué tejer en casa cuando podía encontrarse tela mejor en el mercado de Friburgo? En la actualidad los buhoneros venían desde Bisgrovia, arriesgándose, para conseguir beneficios, a incurrir en las iras de Von Falkenstein.

No había siervos. Según la costumbre, la jornada de cosecha terminaba cuando se servía la cena en el campo y el señor no podía exigir que se trabajara después. Ningún sacristán monástico, contemplando su reloj de agua para marcar las horas canónicas, calculaba tan bien el tiempo como un siervo del feudo. Las cosas eran distintas entre los hombres libres. Dietrich había advertido mucha actividad tardía en cobertizos y jardines y dentro de las murallas al pasar por la aldea a la luz del candil. Pero un hombre que trabajaba por su cuenta no observaba el sol con tanta atención como el que trabajaba para otro.

La entrada de Dietrich en las tierras del castillo fue recibida con gran indignación por parte de los gansos residentes, que corrieron a perseguir al sacerdote.

—El próximo San Martín adornaréis la mesa del Herr —reprendió Dietrich a las aves.

Pero la reprimenda no tuvo ningún efecto mientras lo escoltaban hasta las puertas de la mansión, anunciando su llegada. La vaca de Franz Ambach, retenida por haberse colado en el recinto, observaba tan tranquila mientras esperaba su rescate.

Gunther, el mayordomo, condujo a Dietrich hasta un pequeño scriptorium situado al fondo de la mansión, donde Herr Manfred estaba sentado a una mesa, bajo una ventana. Por la ventana entraban el humo de las cenas, los gritos de los halcones que sobrevolaban las almenas de la torre, los martillazos de los herreros, el lento redoble de Joachim tocando la campana del Angelus al otro lado del valle y los restos de color ámbar de la luz de la tarde. El cielo se teñía de añil ribeteado de naranja bajo las nubes. Manfred estaba sentado en una silla curul de palisandro cuyas láminas terminaban en forma de cabezas de bestias. Su pluma rasgaba una hoja de papel.

Alzó la cabeza cuando vio a Dietrich, se dedicó una vez más a su escrito, luego apartó la pluma y le pasó la hoja a Max, que estaba de pie a un lado.

—Que Wilimer haga copias de esto y lo envíe a cada uno de mis caballeros.

Manfred esperó a que Max se hubiera marchado antes de atender a Dietrich. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa.

—Dietrich, llegas puntual. Siempre te he admirado por eso.