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Quería decir en realidad «por obedecer una llamada», pero Dietrich se guardó los comentarios. Tal vez ni siquiera fuese cierto, pero ninguno de los dos lo había probado todavía.

Manfred señaló una silla de respaldo recto que había ante la mesa y esperó a que Dietrich se hubiera sentado.

—¿Qué es esto? —preguntó cuando el sacerdote colocó un pfenning ante él.

—La multa por la vaca de Ambach.

Manfred recogió la moneda y miró a Dietrich un momento antes de dejarla en una esquina de la mesa.

—Se lo diré a Everard. Sabes que si siempre pagas las multas por ellos perderán el miedo a delinquir.

Dietrich no dijo nada y Manfred se volvió hacia su cofre y sacó un puñado de pergaminos envueltos en piel y atados con una cuerda.

—Toma. Son los últimos tratados de los sabios de París. Los hice copiar mientras nos aburríamos en Picardía. La mayoría son copias directas de los maestros, pero hay unas cuantas de los Oxford Calculators del Merton College que te interesan mucho. Son copias de los originales, naturalmente, hechas por eruditos ingleses.

Dietrich revisó el montón. Sobre el cielo, de Buridan, además de sus Preguntas sobre los ocho libros de física. Un fino volumen, Sobre el dinero, de un estudiante llamado Oresme. El Libro de los cálculos, de Swineshead. Los títulos conjuraron un enjambre de recuerdos y durante un cegador momento de insoportable anhelo Dietrich se acordó de sus días de estudiante en París, de Buridan y Ockham y él hablando sobre dialéctica ante jarras de cerveza. Peter Aureoli frunciendo el ceño e interrumpiendo con la petulancia propia de la edad. Los debates públicos, con el maestro respondiendo las preguntas lanzadas por la multitud. A veces oyendo el rumor de los abetos que rodeaban Oberhochwald a Dietrich le parecía escuchar las disputas de doctores, maestros, inceptores y bachilleres, y se preguntaba si la paz y el aislamiento habían tenido un precio demasiado alto.

Encontró la voz con dificultad.

Mein Herr, no sé qué… —Se sintió como el famoso asno de Buridan, inseguro de qué manuscrito leer primero.

—Ya sabes el precio. Comentarios, si los consideras útiles. Adecuados para un «cabezón» como yo. Debes escribir tu propio tratado…

—Compendio.

—Compendio, pues. Cuando esté terminado, lo enviaré a París, a tu antiguo maestro.

—Jean Buridan —dijo Dietrich, reflexionando—. En la escuela llamada Sorbona.

¿De verdad quería que París se acordara de su paradero?

—Bien. —Manfred cruzó las manos bajo la barbilla—. Veo que tenemos por aquí a un franciscano.

Dietrich esperaba el interrogatorio. Apartó los manuscritos.

—Se llama Joachim de Herbholzheim, del convento de Estrasburgo. Vive aquí desde hace tres meses.

Esperaba que Manfred preguntara por qué el minorita se alojaba en una parroquia perdida en el bosque en vez de en la abarrotada ciudad catedralicia de Alsacia, pero el señor ladeó la cabeza y se pasó un dedo por la mejilla.

—¿Un Von Herbholz? Tal vez conozca a su padre.

—A su tío, más bien. Su padre es el hermano menor. Pero Joachim renunció a su herencia cuando hizo voto de pobreza.

El labio de Manfred tembló.

—Me pregunto si renunció a ella antes de que su tío lo desheredara. No me causará problemas, ¿verdad? El muchacho, quiero decir, no el tío.

—Sólo las habituales denuncias por demasiada riqueza y excesivos dispendios.

Manfred hizo una mueca.

—Que proteja él la zona sin los medios para mantener a una tropa de hombres.

Dietrich conocía todos los argumentos en contra y vio en la mirada entornada del señor que Manfred así lo recordaba. Las rentas y servicios de los campesinos mantenían algo más que a los soldados. Sufragaban los ropajes y los banquetes y a los bufones y a los trovadores. Manfred tenía una casa de acuerdo con su posición y se enorgullecía de ello; si era necesaria protección, se encontraba en el fondo de un valle, en la Roca del Halcón, mucho más cerca que Mühldorf o Crécy.

—Lo mantendré atado corto, sire —le aseguró al Herr antes de que los viejos asuntos pudieran resucitar.

—Encárgate de ello. Lo último que quiero es a un exploratore haciendo preguntas e inquietando a la gente. —De nuevo hizo una pausa y dirigió a Dietrich una mirada significativa—. Ni tú, supongo.

Dietrich decidió ignorar la resurrección.

—Trato de no inquietar a la gente, pero no puedo evitar hacer preguntas de vez en cuando.

Manfred se lo quedó mirando un momento, luego echó atrás la cabeza y soltó una carcajada y dio un manotazo sobre la mesa.

—Por mi honor, te he echado de menos estos dos últimos años. —Se tranquilizó al instante y sus ojos parecieron contemplar otra cosa sin dejar de mirarlo—. Por Dios, vaya si lo he hecho —añadió, más calmado.

—¿Fue mala entonces, la guerra?

—¿La guerra? No peor que otras, aparte de que John el Ciego tuvo una muerte estúpida. Supongo que ya te habrás enterado de la historia.

—Cargó en la batalla unido por una cuerda a sus doce paladines. ¿Quién no se ha enterado? Un acto imprudente para un ciego, diría yo.

—La prudencia no fue siempre su principal virtud. Todos esos luxemburgueses están locos.

—Su hijo es ahora rey de Alemania.

—Sí y káiser romano también. Todavía estábamos en Picardía cuando nos enteramos de la noticia. Bueno, la mitad de los electores habían votado a Karl contra el rey mientras Ludwig estaba todavía vivo, así que supongo que no hubo muchas vacilaciones una vez que estuvo muerto. El pobre Ludwig… Sobrevivir a todas esas guerras con los Habsburgo, y luego caerse del caballo yendo de caza. Supongo que el viejo Graf Rudolf…, no, ahora es Friedrich, según he oído… y el duque Albrecht habrán hecho sus juramentos, lo cual deja para mí zanjado el asunto. ¿Sabes por qué no murió Karl con John en Crécy?

—Puestos a suponer —dijo Dietrich—, diría que no tenía ningún lazo con su padre.

Manfred hizo una mueca.

—O una cuerda desorbitadamente larga. Cuando la caballería francesa cargó contra los arcos largos ingleses, Karl von Luxemburg cargó en dirección contraria.

—Entonces fue un hombre sabio, o un cobarde.

—Los hombres sabios suelen serlo. —Los labios del Herr se torcieron—. Todo es a causa de la lectura, Dietrich. Saca a los hombres del mundo y los mete dentro de su propia cabeza, y ahí no hay nada más que fantasmas. He oído que Karl es un hombre instruido, el pecado que Ludwig nunca cometió.

Dietrich no respondió. Los káiseres, como los papas, eran de tipos muy distintos. Se preguntó qué les sucedería ahora a los franciscanos que habían huido a Munich.

Manfred se levantó y se acercó a la ventana ojival para asomarse.

Dietrich lo vio acariciar ausente la suciedad del alféizar. El sol de la tarde bañaba el rostro del señor, dándole a su tez un tono rojizo.

—No has preguntado por qué he tardado dos años en regresar —dijo al cabo de un rato.

—Imaginé que habría dificultades —respondió Dietrich con cuidado.

—Imaginaste que estaba muerto. —Manfred se apartó de la ventana—. Una suposición natural cuando se piensa en cuántos muertos hay desde aquí hasta Picardía. Está anocheciendo —añadió, levantando la cabeza hacia el cielo—. Querrás una antorcha para regresar sin problemas.

Dietrich no respondió y, después de otro instante, Manfred continuó.

—El reino francés es un caos. El rey fue herido; su hermano murió. El conde de Flandes, el duque de Lorena, el rey de Mallorca… y el necio rey de Bohemia. Como he dicho… Todos muertos. Los Estados se han reunido y han reprendido amablemente a Felipe por perder la batalla, y a cuatro mil caballeros en ella. Le concedieron más fondos, naturalmente, pero quince deniers no compran lo que tres compraban antes. Nuestro regreso ha sido difícil. Los caballeros venden su lanza a quien quiera contratarlos. Fue… una tentación desprenderse de toda responsabilidad y agarrar todo lo que un fuerte brazo derecho puede tomar. Cuando los príncipes huyen de la batalla y los príncipes van por libre y los barones roban a los peregrinos, ¿qué valor tiene el honor?