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—Bueno, aún más, viendo lo raro que se ha vuelto.

Manfred se rió sin ganas, luego continuó estudiando la puesta de sol.

—La peste llegó a París este junio pasado —dijo en voz baja.

Dietrich se sobresaltó.

—¡La peste!

—Sí. —Manfred se cruzó de brazos y pareció encogerse—. Dicen que la mitad de la ciudad ha muerto y creo que no es una exageración. Vimos… cosas que ningún hombre debería ver. Los cadáveres pudriéndose en las calles. Los forasteros sin sitio donde cobijarse. Obispos y señores huyendo, dejando París abandonada a su suerte. Y las campanas de las iglesias llamando a un funeral tras otro hasta que el consejo de la ciudad las obligó a parar. Lo peor, creo, fueron los niños: abandonados por sus padres, muriendo solos y sin comprender nada.

Dietrich se persignó tres veces.

—Santo Dios, ten piedad de ellos. ¿Tan malo como en Italia, entonces? ¿Emparedaron a familias enteras en sus casas, como hicieron los Visconti en Milán? ¿No? Entonces quedaba una pizca de hospitalidad.

—Ja. Me dijeron que las hermanas del Hospital permanecieron en sus puestos. Murieron, pero por rápido que fueran muriendo, otras ocupaban su lugar.

—¡Un milagro!

Manfred gruñó.

—Tienes un extraño gusto para los milagros, amigo mío. A los ingleses no les fue mejor en Burdeos. La peste llegó a Aviñón en mayo, aunque para entonces ya había pasado lo peor. No te preocupes, Dietrich. Tu Papa sobrevivió. Sus médicos judíos le hicieron sentarse entre dos fuegos y ni siquiera cayó enfermo. —El Herr hizo una pausa—. Allí conocí a un hombre valiente. Quizás al hombre más valiente que conoceré jamás. Guy de Chauliac. ¿Lo conoces?

—Sólo de oídas. Se dice que es el médico más importante de la cristiandad.

—Es posible. Es un hombre grande con manos de campesino y una forma lenta y deliberada de hablar. Yo no lo habría identificado como médico si no lo hubiera encontrado en la batalla. Después de que Clemente se marchara de la ciudad y se fuera a su casa de campo, De Chauliac se quedó… «para evitar la infamia», me dijo, aunque no hay vergüenza ninguna en huir de un enemigo semejante. Él mismo cayó enfermo de peste. Y mientras yacía en cama, comido por las fiebres y el dolor, describió sus síntomas y se trató de formas diversas. Lo anotó todo, para que quien lo sucediera conociera el curso de la enfermedad. Perforó sus propias bubas y tomó nota del efecto. Era… Era como el caballero que defiende su territorio contra el enemigo, no importa qué heridas haya recibido. Ojalá tuviera yo a seis hombres con su valor a mi lado en la batalla.

—¿De Chauliac ha muerto, entonces?

—No, vivió, alabado sea Dios, aunque es difícil decir qué tratamiento lo salvó…, si en efecto fue por algo más que por el capricho de Dios.

Dietrich no comprendía cómo la enfermedad podía recorrer tales distancias. Había habido epidemias anteriormente (en ciudades amuralladas o castillos, entre ejércitos al asedio), pero desde la época de Eusebius no habían consumido naciones enteras. Una criatura invisible y malévola parecía acechar la Tierra. Pero todos los médicos estaban de acuerdo en que era el mal aire. Un mal odour.

Una conjunción de planetas había provocado terribles terremotos en Italia y los abismos habían exhalado un enorme cuerpo de aire rancio y malo que los vientos llevaban luego de un lugar a otro. Nadie sabía hasta dónde llegaba el mal, hasta dónde viajaría antes de que finalmente se disolviera. Los habitantes de diversas ciudades habían tratado de aplacarlo con ruidos fuertes, campanas de iglesia y cosas similares, pero sin conseguir nada. Los viajeros habían marcado su progreso a través de la península italiana y a lo largo de la costa hasta Marsella. Ya había llegado a Aviñón y, de ahí, a París y Burdeos.

—¡Nos ha pasado de largo! —exclamó—. ¡La peste se ha dirigido al oeste y al norte! —Dietrich sintió una vergonzosa alegría. No se alegraba de que París hubiera sufrido, sino de que Oberhochwald se hubiera salvado.

Manfred le dirigió una dura mirada.

—¿Ningún signo entre los suizos, entonces? Max dijo que no, pero hay más de un camino para salir de Italia desde que construyeron ese puente en el paso de San Gotthard. Mientras veníamos, nos preocupaba encontraros a todos muertos, que hubiera pasado por aquí antes de llegar a Aviñón.

—Tal vez estamos a demasiada altura para que llegue el mal —le dijo Dietrich.

Manfred hizo un gesto de indiferencia.

—No soy más que un simple caballero, y dejo esas cosas a los eruditos. Pero en Francia hablé con un caballero de San Juan, que acababa de llegar de Rodas, y dijo que la peste venía de Catay, y la historia es que allí los muertos son incontables. Me dijo que llegó a Alejandría, y que su hermandad al principio consideró que era un castigo de Dios sobre los sarracenos.

—Dios no tiene tan mal tino como para arrasar a la cristiandad mientras diezma al infiel —dijo Dietrich.

—Han estado quemando judíos en la hoguera por todo el norte Mediterráneo…, excepto en Aviñón, donde tu Papa los protege.

—¿Los judíos? Eso no tiene sentido. También los judíos mueren de peste.

—Eso dijo Clemente. Tengo una copia de su Bula que conseguí en Aviñón. Sin embargo, los judíos viajan por toda Europa, como hace la peste. Se dice que sus cabalistas han estado envenenando los pozos, así que es posible que los judíos buenos no sepan nada.

Dietrich sacudió la cabeza.

—Es aire malo, no agua mala.

Manfred se encogió de hombros.

—De Chauliac decía lo mismo, aunque en su delirio escribió que las ratas eran las causantes de la peste.

—¡Las ratas! —Dietrich negó con la cabeza—. No, no puede ser. Siempre ha habido ratas y esta peste es nueva sobre la Tierra.

—Es posible —respondió Manfred—. Pero el pasado mayo el rey Pedro acabó con una matanza de judíos en Barcelona. Recibí la noticia de don Pedro mismo, que había venido al norte buscando la gloria en la guerra de Francia. Los catalanes se levantaron en armas, pero la milicia del burgo protegió los barrios judíos. La reina Juana tuvo la misma intención en Provenza, pero la gente se alzó y expulsó a los napolitanos. Y el mes pasado el conde Henri ordenó que todos los judíos de Dauphine fueran encarcelados, para protegerlos de la turba, creo; pero Henri es un cobarde y la muchedumbre puede que sea más fuerte que él. —Manfred cerró el puño derecho—. Así que ya ves que no ha sido algo tan simple como la guerra lo que me ha impedido volver durante dos años.

Dietrich no quería creer que fuera verdad.

—Las historias de los peregrinos…

—… pueden ir exagerándose de boca en boca. Ja, ja. Tal vez sólo hayan quemado a dos judíos y muerto sólo veinte en Catay; pero sé lo que vi en París, y preferiría no verlo aquí. Max me ha dicho que hay furtivos en el bosque. Si traen la peste consigo, tendré que expulsarlos.

—Pero la gente no lleva consigo el aire malo —dijo Dietrich.

—Debe de haber un motivo para que se extienda tanto. Algunas ciudades, como Pisa y Lucca, han informado de cierto éxito impidiendo el paso a los viajeros, así que los viajeros bien pueden extender la peste. Tal vez el mal se aferra a su ropa. Tal vez es verdad que envenenan los pozos.