—El Señor ordenó que atendiéramos a los enfermos. ¿Haréis que Max los persiga, poniendo en peligro nuestras almas?
Manfred hizo una mueca. Sus dedos tamborilearon inquietos sobre la mesa.
—Averiguadlo, entonces —dijo—. Si están sanos, los capataces pueden utilizarlos para la cosecha. Un pfennig al día más la cena y pasaré por alto cualquier pieza de caza o pesca furtiva que hayan podido obtener hasta ahora. Dos pfennig si no quieren la comida. Sin embargo, si necesitan hospitalidad, es asunto tuyo. Emplaza un hospital en mi bosque, pero que ninguno de ellos entre en mi feudo ni en el pueblo.
Por la mañana, Max y Dietrich fueron en busca de los furtivos. Dietrich había preparado dos pañuelos perfumados con los que filtrar el mal, por si lo encontraban, pero no creía mucho en la teoría de Manfred de que la ropa pudiera llevar el aire malo consigo. Galeno no decía nada de eso, ni tampoco Avicena lo había escrito. Todo lo que en la ropa había eran pulgas y piojos.
Cuando llegaron al lugar donde los árboles estaban caídos como paja segada, Max se agachó e inspeccionó un tronco.
—El centinela echó a correr en esa dirección —dijo, extendiendo el brazo—. Más allá de ese abedul blanco. Localicé su posición en aquel momento.
Dietrich vio gran cantidad de abedules blancos, todos iguales. Confiado, siguió al soldado.
Pero Max sólo se había adentrado unos pasos en los matorrales cuando se detuvo junto al grueso tocón de un gran roble.
—Vaya. ¿Qué es esto?
Había un hatillo en el tocón.
—Comida robada de la despensa —dijo el sargento, abriéndolo—. Son las hogazas que Becker hornea para la cena de la cosecha… ¿Ves que son más largas que las normales? Y rábanos, y ¿qué es esto? —Olisqueó—. Ah. Coles agrias. Y un trozo de queso.
Max se volvió, sosteniendo una hogaza lo bastante grande para alimentar a tres hombres.
—Parece que comen bien para ser hombres sin tierra.
—¿Por qué lo habrán abandonado? —se preguntó Dietrich.
Max miró a su alrededor.
—Los hemos asustado. ¡Silencio! —Extendió un brazo hacia Dietrich para hacerlo callar mientras sus ojos estudiaban los matorrales cercanos—. Continuemos nuestro camino —dijo en voz alta, y se volvió como para seguir internándose en el bosque, pero el súbito chasquido de una rama tras ellos le hizo girarse y, de dos saltos, agarró un brazo.
—¡Te tengo, basura!
La figura que arrancó de su escondite chilló como un cerdo. Dietrich vio una toca de brocado y dos largas trenzas rubias.
—¡Hilde!
La esposa del molinero se volvió hacia Max, que se había girado al oír el grito de Dietrich, y lo golpeó en la nariz. Max aulló y la abofeteó con la mano libre, haciéndola girar de modo que pudo sujetarle el brazo tras la espalda, subido casi hasta el omóplato.
—¡Max, basta! —gritó Dietrich—. ¡Suéltala! ¡Es la esposa de Klaus!
Max retorció otra vez el brazo y empujó a la mujer. Hilde se tambaleó un par de pasos, luego se volvió.
—Creía que erais ladrones que veían a robar la comida que dejo para los pobres.
Dietrich observó el pan y el queso que había en el tocón.
—Ah… ¿Traes a los furtivos comida del festín de la cosecha? ¿Desde cuándo? —Dietrich no sabía por qué Hilde podría haber hecho una cosa así. No había nada en el hecho de lo que enorgullecerse.
—Desde el Día de Sixto. Lo dejo aquí en este tocón justo antes del anochecer, después del trabajo en la cosecha. A mi marido nunca le falta comida y éste es un uso tan bueno como cualquiera. Le pagué al hijo del panadero que me hace las hogazas.
—Así es como se libró del trabajo obligatorio. Pero ¿por qué?
Hilde se irguió.
—Es mi castigo ante Dios.
Max bufó.
—No deberías venir aquí sola.
—Dijisteis que había hombres sin tierra por aquí. Os oí.
—Los hombres sin tierra pueden ser peligrosos —dijo Dietrich.
—¿Más peligrosos que este patán? —Hilde señaló a Max con la cabeza—. Son tímidos. Esperan a que me marche para recoger la ofrenda.
—¿Y por eso pensaste en esconderte para echarles un vistazo? —dijo el sargento—. Típico pensamiento femenino. Si son siervos que han escapado de su feudo, no desearán ser vistos.
Hilde se dio la vuelta y señaló con un dedo a Schweitzer.
—¡Espera a que le diga a mi Klaus, el Maier, cómo me has tratado!
Max sonrió.
—¿Eso será después de haberle dicho cómo te internas en el bosque para dar de comer a los furtivos? Dime, ¿muerdes y arañas además de golpear?
—Acércate y verás.
Max sonrió y avanzó un paso al tiempo que Hilde retrocedía. Entonces su mirada pasó de largo y la sonrisa se le heló en la cara.
—¡Por las heridas de Cristo!
Dietrich vio una figura esbelta que corría hacia el bosque con el hatillo de comida. Era largirucho: brazos y piernas demasiado largos para su cuerpo, las articulaciones demasiado abajo en los miembros. Llevaba un cinturón de material brillante, pero más arriba de la cintura. Eso, y piel grisácea a través de vetas de tela de colores, fue todo lo que Dietrich pudo ver antes de que la figura desapareciera entre los arbustos. Las ramas de avellano crujieron, un grajo se quejó. Luego todo quedó en silencio.
—¿Lo habéis visto? —preguntó Max.
—Esa palidez… —dijo Dietrich—. Creo que es un leproso.
—Su cara…
—¿Qué pasa con su cara?
—No tenía cara.
—Ah. Es lo que pasa en las últimas etapas, cuando la nariz y las orejas se pudren.
No supieron qué hacer, hasta que Hildegarde Müller avanzó hacia los matorrales.
—¿Adonde vas, mujer ignorante? —exclamó Max.
Hilde miró sombría a Dietrich.
—Dijisteis que eran hombres sin tierra —dijo con una voz que parecía una cuerda de laúd demasiado afinada—. ¡Lo dijisteis!
Dio dos pasos más hacia la maleza, se detuvo y miró alrededor.
Max cerró los ojos y resopló. Luego desenvainó la daga y siguió a la mujer del molinero.
—Max —dijo Dietrich—, dijiste que no nos apartaríamos de los caminos de los venados.
El sargento marcó un árbol.
—Los venados tienen más sentido común. ¡Quieta, mujer idiota! Te perderás. Que Dios nos ayude. —Se agachó y se pasó por la mano algunas ramas de morera—. Rotas —dijo—. Por ahí.
Y echó a andar sin mirar si los otros lo seguían.
Cada pocos pasos, Max se agachaba a examinar el terreno o una rama.
—Pasos largos —murmuró en un momento determinado—. ¿Veis cómo el zapato ha pisado el barro? El propietario estaba aquí.
—Va saltando —dedujo Dietrich.
—O tiene los pies deformes. Mirad la hechura. ¿Cuándo se ha visto a un lisiado saltando?
—Hechos de los Apóstoles —dijo Dietrich—. Capítulo tres, versículo ocho.
Max gruñó, se levantó y se frotó las rodillas.
—Por aquí.
Los condujo poco a poco al interior del bosque, marcando en ocasiones un árbol o disponiendo las piedras del suelo como signo de que habían seguido aquel camino. Apartaron matorrales y maleza, pasaron por encima de árboles caídos que se habían enterrado en el sendero, saltaron sobre barrancos inesperados.
—¡Santo Dios! —exclamó Max cuando encontraron las huellas una vez más—. ¡Ha saltado de una orilla a otra!
Los árboles se fueron haciendo más altos y más dispersos, sus ramas se alzaban sobre ellos como la cúpula de una catedral. Dietrich comprendió lo que había querido decir Max cuando hablaba de no apartarse de los senderos. Allí, protegidos por el risco, ninguno de los árboles había caído con la andanada y todas las direcciones parecían iguales. Los matorrales y los árboles más pequeños habían entregado el terreno a sus triunfantes hermanos mayores. Una capa de hojas de otoño, de años de grosor, suavizaba sus pasos. Tampoco podían guiarse por el sol. La luz sólo llegaba en lanzadas dispersas que, como flechas, penetraban el follaje superior. Cuando Max marcó un árbol, ecos apagados hablaron desde todas las direcciones, de modo que Dietrich pensó que el sonido mismo se había perdido. Hilde empezó a decir algo, pero también su voz susurró en medio de la quietud y se calló inmediatamente y, a partir de entonces, siguió al suizo más de cerca.