En un pequeño claro donde un arroyo se abría paso a través del bosque, se detuvieron a descansar entre los helechos. Dietrich se sentó en una piedra cubierta de liquen junto a un estanque. Max probó el agua, luego la recogió con las manos y bebió.
—Está fría —dijo, mientras llenaba su odre—. Debe de venir del Katerinaberg.
Hilde miró a su alrededor y se estremeció.
—Los bosques son aterradores. Aquí viven lobos, y brujas.
Max se rió de ella.
—Historias de aldeanos. Mis padres vivían en el bosque. ¿Os lo he contado alguna vez, pastor? Cortábamos leña y la vendíamos a los carboneros. Comprábamos nuestro grano a la gente del valle y nadie nos molestaba mucho, excepto una vez una tropa de hombres de Saboya que llegaron después de una batalla. —Reflexionó en silencio un momento, luego cerró el tapón de su odre de agua—. Fue entonces cuando me marché. Ya sabéis cómo son los jóvenes. Me preguntaba si había un mundo fuera del bosque y los de Saboya necesitaban un guía. Así que fui con ellos hasta que les enseñé el camino a… a alguna parte. Se me ha olvidado. Allí lucharon con los Visconti por un trozo sin valor del Piamonte. Pero me marché con ellos y aprendí a llevar armas y combatí a los milaneses. —Llenó el odre de Dietrich también—. No creo que podáis comprender eso, pastor. La alegría abrumadora cuando tu enemigo cae. Es como… es como tener a una mujer, y supongo que tampoco entendéis eso. Os lo advierto, nunca he matado a un hombre que no hubiera desnudado su hoja ante mí. No soy ningún asesino. Pero ahora sé por qué nunca podré regresar. Vivir en los Alpes después de lo que he visto, vivir en un lugar como éste… —Hizo un gesto abarcando cuanto le rodeaba.
Hilde miró al sargento con peculiar intensidad.
—¿Qué tipo de hombre disfruta matando?
—Uno vivo.
La réplica fue recibida en silencio por parte del sacerdote y la esposa del molinero, y en ese silencio oyeron el continuo chirrido de las cigarras, el sonido de martillos lejanos. Max estiró el cuello.
—Por allí. En marcha. Y sin hacer ruido. El sonido se transmite en el bosque.
Al acercarse a la fuente, Dietrich oyó un coro, una mezcla arrítmica pero no desagradable. Tambores, pensó. O maracas. Por debajo de todo, roces y chasquidos. Un sonido pudo identificar: el golpe de un hacha contra un árbol, seguido por el peculiar estrépito de un pino al caer.
—No podemos consentirlo —dijo Max—. Esos árboles pertenecen al Herr.
Indicó a los demás que se apartaran y se arrastró a cuatro patas hasta el borde de la pantalla de árboles que marcaba la cima del risco. Allí se detuvo y Dietrich, que lo había seguido, susurró:
—¿Qué ocurre?
Max se volvió.
—¡Corred, por vuestra alma! —exclamó.
Dietrich, en cambio, agarró al sargento.
—¿Qué…?
Y entonces también él vio lo que había allá abajo.
Habían abierto un gran claro circular en el bosque, como si un gigante hubiera pasado una guadaña. Los árboles estaban caídos en todas direcciones. En el centro había un edificio blanco, tan grande como el granero de una abadía, con puertas abiertas en un costado. Una docena de figuras se habían quedado quietas y contemplaban a Max y Dietrich.
No eran hombres sin tierra.
No eran hombres.
Larguiruchos, delgados, con articulaciones extrañas. Los cuerpos adornados con tiras de ropa. Piel gris moteada de manchas verde claro. Torsos largos y sin pelo rematados por caras inexpresivas que carecían de nariz y orejas, dominadas por ojos enormes y dorados, globulares, facetados como diamantes, que no miraban a ninguna parte pero lo veían todo. En sus frentes cimbreaban antenas como el trigo en verano.
Sólo sus bocas tenían expresión: se movían suavemente o colgaban entreabiertas, o se cerraban en una firme línea. Labios húmedos y suaves se separaban de dos formas a cada extremo, de manera que parecían sonreír y fruncirse al mismo tiempo. En los pliegues de cada comisura, de unas tiras gemelas de materia córnea, surgía un sonido entrecortado, como el de chicharras lejanas.
Una criatura era sujetada por dos de sus compañeros. Abrió la boca como para hablar, pero lo que salió de ella no fueron palabras, sino un pus amarillo que le corrió por la barbilla. Dietrich trató de encogerse, pero la garganta se le cerró de terror. Recordó las pesadillas de su infancia, pobladas de grandes gárgolas de piedra de la catedral de Colonia que cobraban vida en la noche para arrancarlo de la cama de su madre. Se dio la vuelta, dispuesto a huir, pero encontró a otras dos criaturas más tras él. Oyó el fuerte olor de la orina y su corazón redobló como los tambores del Schmidmühlen. ¿Eran esos monstruos los que esparcían la peste?
—Santa María, Madre de Dios —susurraba Max una y otra vez.
Por lo demás, todo estaba en silencio. Los pájaros se habían callado y sólo se oía el leve susurro del viento. El bosque parecía tranquilo, sus helechos y recovecos una mentira de seguridad. Dietrich pensó que si echaba a correr, se perdería… ¿Pero no era eso mejor que quedarse allí y perderse para toda la eternidad?
Sin embargo, era todo lo que se interponía entre aquellas apariciones y sus dos acompañantes, pues sólo a él se le había concedido el poder para expulsar demonios. Con el rabillo del ojo vio que los dedos de Max se posaban sobre la empuñadura de su daga.
La mano derecha de Dietrich subió hasta el pecho y agarró su cruz pectoral, sosteniendo ante sí al Crucificado como si fuera un escudo. Un demonio respondió acercando lentamente la mano a una bolsa que colgaba de su cinturón…, sólo para ser apaciguado por su compañero. Dietrich advirtió que la mano tenía seis dedos, un número poco reconfortante. Trató de pronunciar las palabras del exorcismo, «Yo, sacerdote de Jesucristo, os ordeno abjurar de espíritus impíos», pero la boca se le había secado.
Un agudo zumbido taladró el aire y todas las cabezas se volvieron hacia el granero, de donde había salido otra criatura, ésta enana y con una cabeza enorme. Corrió hacia ellos y uno de los demonios más altos dejó escapar un sonido ululante y la siguió en la carrera. ¿Para hacer qué? ¿Para arrancarles el alma del cuerpo?
La situación estalló.
Dietrich gritó.
Max desenvainó su daga.
El demonio que tenían detrás sacó un extraño tubo brillante de su bolsa y les apuntó con él.
Y Hildegarde Müller bajó dando tumbos hacia donde estaban los demonios.
Se detuvo una vez y miró atrás, cruzando la mirada con Dietrich. Su boca se abrió como para hablar; entonces cuadró los hombros y continuó su camino. Extrañamente, las criaturas se apartaron de ella.
Dietrich controló su miedo y contempló con terrible concentración el drama que se desarrollaba ante ellos. «¡Dios, concédeme la gracia de comprender!» Intuía que muchas cosas dependían de su comprensión.
Hildegarde se detuvo ante el demonio que escupía pus por la boca y tendió ambos brazos hacia él. Las manos se cerraron, se apartaron, volvieron a abrirse. Y el demonio cayó en sus brazos y se desplomó contra ella.
Con un agudo gritito, Hildegarde se arrodilló sobre el polvo y la ceniza y los pedazos de madera y acunó a la criatura en su regazo. El líquido verdoso y amarillento le manchó la ropa. Desprendía un olor nauseabundo y dulzón.