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—Bienven…

Se detuvo, tragó saliva y empezó de nuevo.

—Bienvenidos, peregrinos, a la hospitalidad de mi casa. Me complace… Me complace que podáis quedaros con nosotros.

Acarició amablemente la cabeza de la criatura y pareció la Madre Dolorosa de esas Vesperbilder que se habían hecho tan populares últimamente, excepto que tenía los ojos cerrados y no miraba al ser que consolaba.

Para Dietrich todo quedó claro en un súbito y mareante segundo. El monstruo que la esposa del molinero acunaba estaba malherido. El efluvio que manaba de él era alguna especie de humor. Las tiras de tela que los demonios llevaban eran los restos rasgados y quemados de ropa empleada como vendaje alrededor de torsos y extremidades. Sus cuerpos y rostros estaban manchados de humo y el moteado de su piel indicaba magulladuras y arañazos verde oscuro. «¿Sufren tormentos terrenales las criaturas del infierno?» En cuanto a la criatura más pequeña que había echado a correr zumbando como un moscardón furioso…

Un niño, comprendió Dietrich. Y los demonios no tenían hijos; tampoco corrían y se abrazaban como había hecho la segunda criatura que corría detrás de la primera.

—¿Pastor? —dijo Max. Su voz temblaba. Estaba a punto de estallar, la mano en la daga—. ¿Qué clase de demonios son éstos?

—No son demonios, sargento. —Dietrich había agarrado la muñeca de Max. Miró a Hildegarde y al herido—. Creo que son hombres.

—¡Hombres!

Dietrich sujetó al otro con fuerza.

—¡Piensa, sargento! ¿No existen los centauros, medio hombres y medio caballos? ¿Y qué hay de los Blemyae de los que habló Plinio, hombres con los ojos en el torso? Honorius Augustodenensis describió y dibujó una docena de ellos.

Las palabras se atropellaban y luchaban entre sí, como si huyeran de su propia lengua.

—¡Seres más extraños que éstos adornan las paredes de nuestra iglesia!

— ¡Criaturas de las que se habla, pero que nadie ha visto!

Sin embargo, Dietrich notó que el hombre se relajaba un poco, y por eso le soltó el brazo. El sargento retrocedió un paso y luego otro. «Un paso más y echará a correr», pensó Dietrich.

Entonces las historias correrían por el pueblo y por toda la montaña para alojarse en los oídos de Friburgo; y se produciría una conmoción en aquel tranquilo rincón del mundo. Los predicadores encontrarían a Dios y al Diablo en las habladurías y anunciarían nuevas Herejías. Habría quien diría haber visto a esas criaturas en visiones extáticas; los filósofos cuestionarían su existencia. Algunos, en habitaciones ocultas, quemarían incienso y rezarían a sus imágenes; otros prepararían la hoguera para quienes lo hicieran. Se harían preguntas; vendría la inquisición. Se recordarían viejos asuntos, antiguos nombres.

Un cuclillo trinó desde la copa de un árbol y Dietrich advirtió corno los monstruos se asustaban de un pájaro inocente.

— Max —dijo—. Corre a la rectoría y trae mi bolsa de ungüentos y mi ejemplar de Galeno. Está encuadernado en cuero marrón oscuro y tiene el dibujo del cuerpo de un hombre en la portada.

Dudaba que Galeno tuviera mucho que decir sobre heridas de demonios, pero no podía dejar que nadie muriera vomitando en el suelo sin intentar salvarlo.

—Y, Max —añadió, llamando al sargento—, no le digas a nadie lo que hemos visto. No queremos que cunda el pánico. Si alguien pregunta, di que… que estos forasteros pueden tener la peste.

Max lo miró gravemente.

—¿Quieres avisarlos que hay peste para que no haya pánico?

—Entonces diles que es otra cosa. Lepra. Pero mantenlos alejados. Necesitamos tranquilidad. Ahora date prisa… y trae mis ungüentos.

Dietrich se deslizó por la cara del risco hasta donde se encontraban las criaturas, que formaban un grupo compacto. Algunos tenían hachas y mazas preparadas, pero había otros que no empuñaban ningún arma y se apartaron de él. Habían hecho un montón de troncos junto al extraño edificio blanco, y Dietrich advirtió que habían estado despejando los árboles caídos a su alrededor. Sin embargo ¿cómo podían haber levantado un edificio tan grande en pleno bosque sin despejarlo primero?

Se arrodilló junto a la criatura que Hilde consolaba y se humedeció los dedos con saliva.

—Con la condición de que hayas llevado una buena vida, yo te bautizo en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Amén. —Trazó la cruz sobre la frente de la criatura.

—Amén —dijo Hildegarde.

Dietrich se levantó y se sacudió el hábito, preguntándose si habría cometido sacrilegio. ¿Reservaba el cielo un lugar para estas criaturas? Tal vez, si tenían alma. No podía interpretar nada en la mirada sin expresión del ser herido; de hecho, no podía saber si estaba mirando o no, ya que no había párpados sobre los hemisferios facetados. Los otros no habían vuelto la cabeza mientras él le administraba a su compañero el bautismo condicional. Sin embargo, tenía la extraña sensación de que todos lo estaban mirando directamente. Sus extraños ojos saltones no se movían. No podían hacerlo, supuso.

Ahora que habían sido descubiertas, ¿qué harían estas criaturas? Era buena cosa que hubieran intentado permanecer ocultas, pues su antinatural presencia, demoníaca o no, debía permanecer en secreto. Sin embargo, se habían construido una casa en la tierra del Herr, así que parecía que pretendían quedarse, y ningún secreto podía ser guardado para siempre.

2. AHORA: Tom

Tom Schwoerin no era ningún ermitaño. Era el tipo de hombre a quien gusta la compañía y, aunque no era especialmente bullicioso, disfrutaba de una canción y una copa, y había clubes en la ciudad donde en otros tiempos había sido un cliente conocido.

Antes de conocer a Sharon, naturalmente. No sería justo decir que Sharon era una aguafiestas, pero controló las cosas. Eso no es del todo malo. Las varillas de carbono sirven también de controladores, y para un buen propósito. Tom siempre había sido algo frívolo antes de que ella lo tomara de la mano. Un hombre adulto no debería acicalarse tanto, y parte de la seriedad de ella se le pegó. Así que Tom, cuando se lo proponía, podía imitar de manera plausible a un ermitaño…, aunque fuera a un ermitaño más predispuesto a charlar que la mayoría. Le gustaba dar entidad a sus ideas, y eso implicaba hablar de ellas en voz alta. Sharon solía escucharlo a regañadientes (a veces muy a regañadientes, como aquella noche concreta), pero lo que le importaba era hablar, no que le escucharan. Tom siempre estaba dispuesto a hablar solo, y a veces lo hacía.

Sabía bien que lo habían echado del apartamento. No era una persona especialmente sensible a las sutiles pistas de las relaciones humanas, pero es difícil pasar por alto la conocida orden de romper filas. Y un nombre no tiene que ser demasiado sensible para sentirse un poco frustrado por ello. Visitar los archivos era en efecto lo sensato visto desde las claras y frías alturas de la lógica; pero aquello no tenía lógica.

La colección medieval de la biblioteca Memorial Teliow había empezado con una pequeña colección de arte en una galería decorada como un salón medieval. Había algunas piezas hermosas: trípticos, frentes de altar, ese tipo de cosas. Luego estaban las biblias, los libros de salmos y otros incunables, pergaminos y cartularios, registros y documentos de propiedad, libros de cuentas y archivos…, la materia prima de la historia. Originales comprados en subastas o encontrados en tesoros ocultos o donados para desgravar impuestos; sin revisar e inéditos, agrupados según su fuente de procedencia en clasificadores, atados en montones entre planchas de cartón y guardados a la espera de un investigador lo suficientemente desesperado para chapotear entre ellos. Allí habían estado esperando a Tom, y lo habían pillado bien.