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Tom había preparado una lista. No era demasiado metódico, pero incluso él sabía que no podía lanzarse de cabeza en aguas desconocidas. No sabía qué estaba buscando, pero sí qué tipo de cosa buscaba, y por eso tenía media batalla ganada. Así que revisó el contenido de cada caja, apartando algunos documentos para examinarlos con más atención. Paralelamente, obtuvo fragmentos dispersos del trivium y el quadrivium, pues era el tipo de hombre que no puede buscar una cosa sin encontrar en el proceso otra media docena. De esta manera el día fue pasando y cayó la noche.

Entre la paja ya cribada había un solo grano de trigo: una nota en el índice de casos episcopales del siglo XVII que decía que «de rerum Eifelheimensis, la cuestión del bautismo de un tal Johannes Sterne, caminante, era dudoso debido a la muerte por peste de todos los protagonistas». Aquel índice procedía en parte de otro de principios del siglo XV, basado a su vez en originales del siglo XIV perdidos.

No era exactamente una pista fresca.

Cerró los ojos y se frotó la frente y pensó en rendirse. Podría haberse marchado entonces, si no hubiera recibido un inesperado toque de atención:

—¿Sabe, doctor Schwoerin, que no hay demasiados vivos por aquí?

Pablo camino de Damasco no podría haberse sobresaltado más por la repentina voz. La bibliotecaria, que le había traído diligentemente cajas y más cajas durante toda la noche, en silencio, estaba junto a la mesa con la que él acababa de revisar apoyada en la cadera. Era una mujer atractiva, con un vestido estampado por debajo de las rodillas y gafas grandes y sencillas. Llevaba el pelo recogido en un moño.

«Lieber Cott —pensó Tom—. ¡Un arquetipo!»

—¿Disculpe? —dijo en voz alta.

La bibliotecaria se ruborizó.

—Normalmente los investigadores piden sus datos por teléfono. Uno de los miembros del personal los escanea y los pasa al ordenador, cobra el coste a la beca correspondiente y eso es todo. Éste puede ser un trabajo terriblemente solitario, sobre todo de noche, cuando lo único que hacemos es esperar peticiones del extranjero. Trato de leer todo lo que escaneo, y luego está, naturalmente, mi propia investigación. Eso nos ayuda, a algunos.

Ahí estaba el nexo. Una bibliotecaria solitaria quería una conversación humana y un cliólogo solitario necesitaba un descanso de su infructuosa búsqueda. De otro modo, no habría habido ninguna conversación entre los dos en toda la noche.

—Necesitaba salir un rato del apartamento —dijo Tom.

—Oh —le respondió la joven—. Me alegro de que haya venido. He estado siguiendo sus investigaciones.

Los historiadores normalmente no tienen seguidores.

—¿Por qué demonios lo ha hecho? —preguntó, sorprendido.

—Me licencié en historia analítica con el doctor LaBret, en Massachusetts, pero la topología diferencial era demasiado dura para mí, así que me pasé a historia narrativa.

Tom se sintió como un biólogo molecular entrando en contacto con un «filósofo natural». La historia narrativa no era ciencia, sino literatura.

—Recuerdo mis propios problemas con las superficies catastróficas de Thorn —logró decir—. Siéntese, por favor. Me está poniendo nervioso.

Ella permaneció de pie, con la caja apoyada en la cadera.

—No pretendo distraerlo de su trabajo. Sólo quería preguntarle… —Vaciló—. Oh, probablemente es obvio.

—¿De que se trata?

—Bueno, está usted investigando una aldea llamada Eifelheim.

—Sí. El lugar es un vacío inexplicable en la cuadrícula de Christaller.

Tom la estaba poniendo a prueba deliberadamente. Quería saber qué entendía ella.

La bibliotecaria alzó las cejas.

—¿Abandonado y nunca repoblado?

Tom asintió.

—Y sin embargo —musitó ella—, en el lugar tuvo que haber afinidad o nunca habría sido ocupado por primera vez. Tal vez un lugar cercano… ¿No? Qué raro. A lo mejor las minas se agotaron o el agua se secó.

Tom sonrió, encantado de su perspicacia y de su interés. Le había costado trabajo convencer a Sharon de que había un problema, y lo único que le había sugerido era una causa general, como la peste negra. Esa joven sabía al menos lo suficiente para sugerirle causas particulares.

Después de que él le explicara su problema, la bibliotecaria frunció el ceño.

—¿Por qué no ha buscado información anterior a la desaparición de la aldea? Lo que causó su abandono puede que ocurriera antes.

Él señaló la caja de cartón.

—¡Por eso estoy aquí! ¡No quiera enseñarle a la abuela a batir huevos!

Ella ladeó la cabeza, capeando el temporal.

—Pero nunca ha buscado la referencia de Oberhochwald, así que pensé…

—¿Oberhochwald? —Él sacudió la cabeza, irritado—. ¿Por qué Oberhochwald?

—Ése era el antiguo nombre de Eifelheim.

—¿Qué?

Tom se puso bruscamente de pie, derribando la pesada silla de lectura, que golpeó el suelo con estrépito. La bibliotecaria dejó caer la caja y los clasificadores se esparcieron. Se llevó la mano a la boca y luego se agachó para recogerlos.

Tom rodeó la mesa.

—No se preocupe por eso ahora —dijo—. Ha sido culpa mía. Yo lo recogeré. Dígame qué sabe de Oberhochwald.

Cuando la ayudó a ponerse en pie le sorprendió lo bajita que era. Sentado, le había parecido más alta.

Ella se zafó de sus brazos.

—Lo recogeremos entre los dos —le dijo. Colocó la caja en el suelo y se puso a cuatro patas. Tom se arrodilló junto a ella y le tendió un clasificador.

—¿Está segura de lo de Oberhochwald?

Ella metió tres clasificadores en la caja y lo miró, y él advirtió que sus ojos eran grandes y marrones.

—¿Quiere decir que no lo sabía? Yo lo descubrí por accidente, pero pensaba que usted… Bueno, fue hace un mes, creo. Un hermano de la escuela de teología me pidió que le buscara un manuscrito raro y lo escaneara para introducirlo en la base de datos. El nombre Eifelheim me llamó la atención porque ya había escaneado varios artículos para usted. Era una glosa marginal sobre el nombre Oberhochwald.

Tom se detuvo con varios clasificadores en la mano.

—¿Cuál era el contexto?

—Lo ignoro. Sé latín pero estaba en alemán. Oh, si lo hubiera sabido le habría enviado un e-mail comentándoselo. Pero pensé… Tom le puso una mano en el brazo.

—No hizo nada malo. ¿Lo tiene aquí? El manuscrito que pidió el hermano. Necesito verlo.

—El original está en Yale.

—Una copia me servirá.

—Sí. Estaba a punto de preguntárselo. Guardamos una copia en formato pdf en nuestra propia base de datos, y df_imaging entra una vez al mes y nos organiza los archivos. Puedo recuperarlo.

—¿Lo haría por mí? Bitte sehr? Quiero decir por favor… Yo acabaré de recoger.

Buscó bajo la mesa y recuperó otro clasificador. ¡Rayos! ¡Otro hallazgo imprevisto! Amontonó otros dos clasificadores sobre los que ya había recogido. No era extraño que no hubiera encontrado ninguna alusión a Eifelheim de la época. No se llamaba Eifelheim todavía. Miró a la bibliotecaria, ocupada ante el teclado de su despacho.

Entschuldigung —la llamó. Ella se detuvo y se volvió—. No le he preguntado su nombre siquiera.

—Judy —le dijo ella—. Judy Cao.

—Gracias, Judy Cao.

Era una pista poco sólida, un hilo suelto que colgaba de una antigua maraña de hechos. En un momento indeterminado del siglo XIV un minorita errante llamado fray Joachim había dado un sermón sobre «los hechiceros de Oberhochwald». El texto del sermón no había sobrevivido a los siglos, pero la fama como orador del hermano Joachim sí, y un comentario sobre el sermón había sido incluido en un tratado de homilética contra la brujería y el culto al diablo. Un lector posterior (del siglo XVI a juzgar por la caligrafía) había añadido una glosa al margen: Dieses Dorp heiβt jetzt Eifelheim, «ahora este pueblo se llama Eifelheim».