Выбрать главу

—¿Sí? ¿Cuál?

—Puede que no tenga una pista fresca; pero al menos sé que hay una pista.

Cuando salió de la biblioteca descubrió que la noche ya estaba avanzada y el campus desierto y tranquilo. Los aularios bloqueaban los ruidos del tráfico de Olney y el único sonido era el suave rumor de las ramas de los árboles. Sus sombras se agitaban a la luz de la luna. Tom encogió los hombros contra la insistente brisa y se dirigió hacia la puerta del campus. Así que Oberhochwald había cambiado de nombre… Eifelheim… «¿Por qué Eifelheim?», se preguntó en vano.

Casi había cruzado el patio cuando de repente se le ocurrió. Según el documento Moriuntur, la aldea se llamaba Oberhochwald hasta que la Peste Negra la borró de la faz de la Tierra.

¿Pero por qué cambió de nombre una aldea que ya no existía?

V. AGOSTO DE 1348

San Joaquín

Seppl Bauer entregó el diezmo de gansos el Día de Santa María: dos docenas de aves, grandes y pequeñas, blancas y negras y moteadas, las cabezas en todo tipo de ángulos inquisitivos, quejándose y caminando con la arrogancia inevitable de los gansos. Ulrike, con su cuello alargado y su barbilla hundida, parecida a un ganso ella misma, corría delante de la bandada y abrió la puerta mientras Otto el cuidador apremiaba a las aves para que entraran en el patio.

—Veinticinco aves —anunció Seppl mientras Ulrike echaba el cerrojo—. Franz Ambach ha añadido una de regalo porque rescatasteis su vaca del Herr.

—Dale las gracias de mi parte —dijo Dietrich con grave formalidad—, y a los otros también, por su generosidad.

El tributo de gansos lo fijaba la costumbre y no la generosidad, pero Dietrich siempre lo tomaba como un regalo. Aunque se encargaba de su propio huerto y poseía una vaca lechera que atendía Theresia, sus deberes sacerdotales le impedían dedicar tiempo a la cría de ganado como alimento, y por eso los aldeanos daban una parte de su propio sustento para mantenerlo. Del recordatorio de este privilegio se encargaban el archidiácono Willi en Friburgo y Herr Manfred. Dietrich sacó un pfenning de su zurrón y se lo puso a Seppl en la palma de la mano. También esto era una costumbre, y por eso los jóvenes de la aldea se disputaban el privilegio de entregar el tributo.

—Lo invertiré en mi propio terreno —anunció el muchacho, guardando la moneda en su bolsa—, y no lo malgastaré, como algunos que podría mencionar.

—Eres un muchacho frugal —dijo Dietrich.

Ulrike se había unido a ellos y daba la mano al chico mientras Otto jadeaba y su mirada pasaba del muchacho a la muchacha con sorprendidos celos.

—Bien, Ulrike —dijo Dietrich—, ¿estás preparada para la boda?

La muchacha asintió.

—Sí, padre.

Cumpliría doce años el mes siguiente, una mujer adulta, y la unión de los Bauer y los Ackermann había sido planeada hacía mucho tiempo.

Mediante acuerdos comprensibles solamente para un campesino ambicioso, Volkmar Bauer había organizado un intercambio en el que estaban implicados otros tres aldeanos, varios terrenos, algún ganado y una bolsa de pfennigs de cobre para conseguir la casa llamada Unterbach para su hijo. Los intercambios habían permitido que los Bauer y los Ackermann planearan juntos un acuerdo más amplio. «Menos turnos en el arado», había explicado Félix Ackermann con grave satisfacción.

Dietrich, mientras contemplaba marcharse a la joven pareja, esperaba que la unión fuera tan buena para ellos como ventajosa prometía ser para sus parientes. Los Minnesingers pregonaban las virtudes del afecto sobre el cálculo y los campesinos siempre imitaban las costumbres de sus superiores; sin embargo, los hombres tenían una forma de amar que podía reportar beneficios. El amor no impedía a ningún rey comerciar con sus hijos e hijas. La hija de Inglaterra, había dicho Manfred, descansaba en Burdeos camino de su boda con el hijo de Castilla, y por ningún motivo mejor que el hecho de que la unión molestaría a Francia. Del mismo modo, el amor no detenía tampoco a ningún campesino, por largo y estrecho que fuera su reino.

Al menos Seppl y Ulrike no eran desconocidos el uno para el otro, como lo eran el príncipe Pedro y la princesa Joan. Sus padres habían acordado también eso, cultivando los afectos entre sus retoños con la misma paciencia que atendían sus parras con la esperanza de una futura cosecha.

Dietrich entró en su patio, para descontento del diezmo de gansos, y sacó una maza y un cuchillo del cobertizo. Saludó a Theresia, que se ocupaba de las judías del huerto, golpeó a un ganso con la maza, lo llevó al cobertizo y lo amarró por las patas a un gancho. Le cortó el cuello, cuidando de no cercenar la espina dorsal para que los músculos no se contrajeran e hicieran más difícil el desplume.

—Siento, hermano ganso —le dijo al cadáver—, que mi hospitalidad (y tú mismo) hayan tenido tan corta vida, pero conozco a unos peregrinos que puede que agradezcan tu carne.

Y entonces colgó al ganso para desangrarlo.

Al día siguiente, con el ganso desplumado y envuelto en una bolsa de cuero, Dietrich se marchó a Burg Hochwald, donde Max Schweitzer esperaba con dos caballos ya ensillados.

—Una montura bien blandita para un sacerdote —prometió el sargento, ofreciéndole uno de los caballos—. El jamelgo está más gordo que un monje y se detendrá a comer siempre que pueda, así que su gordura no es accidental. Una buena patada en las costillas y echará a andar. —Aupó a Dietrich y esperó a que el sacerdote estuviera sentado en la silla—. ¿Conocéis ya el camino?

—¿No vas a venir esta vez?

—No. El Herr desea que me encargue de ciertos asuntos. Decidme si conocéis el camino.

—Conozco el camino. Seguir el sendero hasta la carbonera y los árboles caídos, y luego seguir las marcas como antes.

Schweitzer parecía dubitativo.

—Cuando los veáis… a ellos, tratad de comprar uno de esos tubos que guardan en sus zurrones. Nos apuntaron con uno la primera vez.

—Me acuerdo. ¿Supones que es un arma?

—Ja. Algunos demonios mantienen la mano cerca de esos zurrones mientras andamos por allí. La mano de un hombre alerta siempre está cerca de su empuñadura de esa forma.

—La mía se acercaría al crucifijo.

—Creo que puede ser algún tipo de honda. Un pot-de-fer en miniatura.

—¿Pueden hacerlas tan pequeñas? Dispararía una bala tan pequeña que no podría causar mucho daño.

—Eso dijo Goliat. Ofrecedles mi daga si creéis que pueden querer cambiarla. —Se había desabrochado el cinto y se lo entregó a Dietrich, con vaina y todo.

Dietrich lo sopesó.

—¿Tanto quieres esa honda? Bueno, pues sólo queda la cuestión de cómo decírselo.

—¡Sin duda que los demonios sabrán latín!

Dietrich no discutió.

—No tienen lengua ni labios adecuados para ello. Pero haré lo que pueda. Max, ¿para quién es el otro caballo?

Antes de que el soldado pudiera responder, Dietrich oyó la voz de Herr Manfred y, un momento más tarde, el señor atravesó la puerta de la muralla con Hilde Müller del brazo. Le sonreía, cubriendo con su mano la de ella, que llevaba prendida del codo izquierdo. Dietrich esperó a que un criado colocara un banco y ayudara a Hilde a montar.

—Dietrich, ¿hablamos?—dijo Herr Manfred. Sujetó el caballo por la rienda y le acarició el hocico, susurrando unas palabras para tranquilizar a la bestia. Cuando el caballo se alejó lo suficiente, dijo en voz baja—: Tengo entendido que hay demonios en nuestros bosques.