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Dietrich dirigió una brusca mirada a Max, pero el soldado se limitó a encogerse de hombros.

—No son demonios —le dijo al Herr—, sino peregrinos enfermos de un lugar extraño y lejano.

—Muy extraño y muy lejano, si hay que creer a mi sargento. Dietrich, no quiero demonios en mis bosques. —Alzó una mano—. No, ni «peregrinos de un lugar extraño y lejano». Exorcízalos o ponlos en camino, lo que te parezca apropiado.

—Mi señor, vos y yo estamos de acuerdo en eso.

Manfred dejó de acariciar a la bestia.

—Lo contrario me disgustaría. Ven esta noche, tras tu regreso.

Soltó al caballo y Dietrich lo hizo volverse hacia el camino.

—Adelante, caballo —dijo—. Encontrarás más cosas que mordisquear más allá.

Los caballos avanzaban por los campos, donde los campesinos seguían trabajando en la cosecha. Tras haber completado el trabajo en las tierras del señor, los aldeanos trabajaban sus propias parcelas. Los siervos se habían retirado al granero para moler el grano del señor. Los campesinos trabajaban en el común, pasando de una franja a otra siguiendo un intrincado plan que el Maier, el Schultheiss y los capataces habían elaborado mucho antes.

Una pelea había estallado en Zur Holzbrücke, una parcela que pertenecía a Gertrude Metzger. Dietrich se alzó en los estribos y vio que los capataces ya habían intervenido.

—¿Qué ocurre? —preguntó Hilde mientras se le acercaba.

—Una mujer se estaba guardando grano en la blusa para robarlo y el sobrino de Trude ha alzado la guadaña y la ha acusado.

Hilde se envaró.

—Trude debería volver a casarse y dejar que un hombre trabajara su tierra.

Dietrich, que no veía ninguna relación entre la viudez de una y el robo de la otra, permaneció en silencio. Continuaron avanzando hacia el bosque.

—¿Un pequeño consejo? —dijo poco después.

—¿Referido a qué?

—El Herr. Es un hombre de apetitos. No estaría bien alimentarlos. Su esposa lleva dos años muerta.

La mujer del molinero no dijo nada durante un rato. Luego agitó la cabeza y dijo:

—¿Que sabéis vos de apetitos?

—¿No soy un hombre?

Hilde lo miró con desdén.

—Buena pregunta. Si pagarais la tarifa podríais demostrármelo. Pero la tarifa es doble si la mujer está casada.

El cuello de Dietrich enrojeció y la miró un rato mientras los caballos seguían avanzando firmemente. Frau Müller cabalgaba con la falta de elegancia propia de una campesina, aplanada contra la silla, botando a cada desnivel. Dietrich apartó la mirada antes de que sus pensamientos pudieran ir más lejos. Había probado de esa mesa y había encontrado sus placeres demasiado exagerados. Gracias a Dios, las mujeres tenían poco atractivo para él. Hilde no volvió a hablar hasta que entraron en el bosque.

—Fui a suplicarle comida y bebida para esos horribles seres del bosque. Eso fue todo. Me dio los sacos que veis aquí, atados tras la silla. Si pensó en un precio por ese favor, no lo mencionó.

—Ah. Había pensado…

—Sé lo que pensasteis. Tratad de no pensar tanto en ello.

Y tras esa observación, espoleó su caballo y se adelantó en el camino, agitando las piernas sin gracia con cada sacudida.

Tras llegar a la carbonera, Dietrich frenó su montura y pronunció una breve oración por las almas de Anton y Josef. Poco después, el caballo se inquietó y retrocedió y Dietrich alzó la cabeza para ver a dos de las extrañas criaturas observándolos desde el borde del claro. Se detuvo un instante. ¿Se acostumbraría alguna vez a su aspecto? Las imágenes, por grotescas que fueran, eran una cosa cuando estaban talladas en madera o piedra y otra muy distinta cuando estaban formadas de carne.

Hilde no se volvió.

—Son ellos, ¿verdad? —dijo—. Lo noto por la forma en que miráis.

Dietrich asintió, algo aturdido, y Hilde suspiró.

—Me marea su olor —dijo—. Con su contacto se me eriza la piel.

Uno de los centinelas agitó un brazo en una imitación pasable de un gesto humano y saltó hacia el bosque, donde se detuvo para que Dietrich y Hilde lo siguieran.

El caballo de Dietrich vaciló, así que tuvo que espolearlo hasta que la bestia avanzó, con notable reticencia. El centinela se movía con grandes saltos deslizantes, deteniéndose de vez en cuando para repetir el gesto de llamada con el brazo. Llevaba un arnés en la cabeza, según vio Dietrich, aunque tenía una parte libre alrededor de la boca. De vez en cuando trinaba o parecía escuchar.

En la linde del claro donde las criaturas habían erigido su extraño granero el caballo trató de escapar. Dietrich recurrió a habilidades medio olvidadas y luchó contra la bestia, haciéndola volverse y cubriéndole los ojos con su ancho sombrero de viaje.

—¡Quédate atrás! —le dijo a Hilde, que se había rezagado—. Los caballos temen a estos seres.

Hilde tiró con fuerza de las riendas.

—Entonces tienen más sentido común.

Dietrich y ella desmontaron lejos de la vista de los extraños. Después de amarrar los caballos, llevaron los sacos de comida al campamento, donde los esperaban varias de las criaturas. Una recogió los sacos y, usando un instrumento de algún tipo, cortó la comida en trocitos que metió en pequeños frascos de cristal. Dietrich vio a la criatura olisquear la boca de un frasco y alzarlo hacia la luz, y de repente se le ocurrió que era un alquimista. Tal vez aquella gente nunca había visto gansos ni rábanos ni manzanas y algunos temían comerlos.

El centinela tocó el brazo de Dietrich: era como el roce de un palo seco. Trató de recordar las características especiales de la criatura, pero no había nada a lo que su mente pudiera agarrarse. Su altura: más alto que muchos. Su color: un gris más oscuro. La veta amarilla que asomaba por la abertura de su camisa… ¿una cicatriz? Pero, fueran como fuesen, la terrible impresión que causaban aquellos ojos amarillos facetados y los labios callosos y los miembros demasiado largos se imponía a todo lo demás.

Siguió al centinela hasta el granero. La pared era al tacto sutil y resbaladiza, muy distinta a ningún material que conociera, como si fuera un cuerpo mixto que combinara los elementos tierra y agua. Una vez dentro, descubrió que el granero era de hecho una insula como las que solían construir los romanos, pues el interior estaba dividido en apartamentos, más pequeños incluso que la choza de un Gärtner. Aquella extraña gente debía de ser tremendamente pobre para vivir tan apretujada.

El centinela lo condujo a un apartamento donde esperaban otros tres y luego se marchó, dejando a Dietrich curiosamente desconcertado. Estudió a sus anfitriones.

El primero estaba sentado justo enfrente de él, tras una mesa sobre la que había varios curiosos objetos de diversas formas y colores. Un fino marco rectangular encuadraba el dibujo de un prado florido y árboles lejanos. ¡No era un bajorrelieve y sin embargo tenía profundidad! El artista había resuelto evidentemente el problema de plasmar la distancia en una superficie plana. ¡Ay, qué no habría dado Simone Martini, muerto ya desde hacía un puñado de años, por estudiar aquella técnica! Dietrich miró con más atención.

Había algo extraño en las formas, algo incorrecto en los colores. No llegaban a ser flores del todo, ni árboles, y había demasiado azul en su verde. Los capullos tenían seis pétalos de intenso dorado, dispuestos en tres pares opuestos. La hierba era del color pálido de la paja. ¿Una escena de la patria de donde venían esos seres? Debía estar muy lejos, pensó, para tener flores tan extrañas.

La iconografía del cuadro, su simbolismo, que llamaba la atención sobre las habilidades del pintor, se le escapaba a Dietrich. La colocación de santos o bestias concretos, o el tamaño relativo de las ricuras, o el tamaño relativo de las figuras, o sus gestos o entornos tenían un significado; pero ninguna criatura viva ocupaba la escena, lo cual era quizá lo más extraño de todo. ¡Era como si el cuadro tuviera la pretensión de ser simplemente la reproducción de un paisaje! Sin embargo, ¿para qué semejante crudo realismo cuando el ojo podía contemplarlo sin ayuda?