La segunda criatura estaba sentada a una mesa más pequeña, en la zona derecha del apartamento. Llevaba un arnés en la cabeza y estaba sentada medio vuelta hacia la pared. Dietrich interpretaba el arnés como una marca de servicio. Como todo aquel que se concentraba en su deber, no advirtió la entrada de Dietrich, pero sus dedos bailaban sobre otro cuadro: un grupo de cuadrados de colores con extraños símbolos. Entonces el sirviente tocó uno… ¡y la imagen cambió!
Dietrich se quedó boquiabierto y retrocedió tambaleándose, y la tercera criatura, la que se apoyaba contra la pared de la izquierda con sus largos brazos entrelazados como si fueran parras, abrió mucho la boca y agitó sus labios inferior y superior, emitiendo un sonido como un bebé que empieza a hablar.
—Wa-bwa-bwa-bwa.
¿Era un saludo? Esa criatura era alta, quizá más alta que el propio Dietrich, e iba adornada con un atuendo más pintoresco que los demás: un chaleco sin botones como los que usaban los moros, pantalones anchos tres cuartos, un cinturón con diversos artilugios colgando, una faja amarillo vivo. Tantos finos detalles indicaban que se trataba de un hombre de rango. Dietrich, recuperado el aplomo, inclinó la cabeza y los hombros.
—Wabwabwabwa —dijo, repitiendo el saludo lo más certeramente que pudo.
Como respuesta, la criatura le dio un fuerte golpe.
Dietrich se frotó la mejilla dolorida.
—No debes golpear a un sacerdote de Jesucristo —le advirtió—. Te llamaré Herr Gschert («zafio»).
El que la criatura recurriera tan fácilmente a los golpes había confirmado su sospecha de que era de noble cuna.
La primera criatura, vestida tan sencillamente como el sirviente pero con cierto aire de mando, golpeó la mesa con el antebrazo. Se produjo un parloteo y tanto él como Gschert agitaron los brazos. Dietrich vio que los sonidos los hacían con las comisuras callosas de la boca, haciéndolas chasquear rápidamente como las hojas gemelas de unas tijeras. Pensó que debía ser habla, pero a pesar de su absoluta concentración le pareció solamente ruido de insectos.
La discusión entre los dos llegó a un punto culminante. El que estaba sentado alzó ambos brazos y los frotó. Había bordes callosos en ellos y el gesto produjo un sonido como de ropa al rasgarse. Herr Gschert hizo un movimiento como para golpear, y el que estaba sentado se levantó dispuesto a devolver el golpe. Desde el otro lado del apartamento, el sirviente siguió mirando, como tienen que hacer los sirvientes cuando sus superiores pelean.
Pero el Herr cambió el golpe e hizo otro movimiento completamente distinto, un gesto de arrojar que Dietrich no tuvo ninguna dificultad para interpretar como de despedida, lo que apoyaba que habían discutido. La otra criatura echó atrás la cabeza y abrió los brazos y Herr Gschert chasqueó una vez las mandíbulas laterales, bruscamente, mientras el otro ser se sentaba.
Dietrich no pudo comprender del todo qué había sucedido. Se había producido una discusión. La primera criatura había desafiado a su señor… y de algún modo había triunfado. ¿Cuál era entonces el estatus del que estaba sentado? Plantear un desafío implicaba que el individuo tenía honor, cosa que no podía poseer un villano. ¿Era entonces un sacerdote? ¿Un poderoso vasallo o el hombre de otro señor a quien Gschert no deseaba ofender? Dietrich decidió llamar a éste Kratzer, «raspador», por el gesto que había hecho con los brazos.
Gschert se apoyó contra la pared y Kratzer volvió a sentarse. Luego, mirando a Dietrich, empezó a chasquear sus labios callosos. En medio del zumbido de insecto, una voz dijo:
—Alabado sea Dios.
Dietrich se sobresaltó y se volvió para ver si alguien más había entrado en la habitación.
—Alabado sea Dios —repitió la voz. ¡Brotaba claramente de una cajita que había sobre la mesa! A través del tejido, Dietrich distinguió una membrana. ¿Tenían las criaturas un Heinzelmännchen atrapado dentro? Trató de mirar a través de la cortina (nunca había visto a un duende), pero la voz dijo—: Siéntate.
La orden fue tan inesperada que a Dietrich no se le ocurrió otra cosa sino obedecer. Había algo parecido a una silla cerca y, como pudo, encajó en ella. El asiento era incómodo, para un trasero distinto al suyo.
Por tercera vez, la voz habló.
—Alabado sea Dios.
Esta vez, Dietrich simplemente respondió:
—Alabado sea Dios. ¿Cómo te va, amigo Heinzelmännchen?
—Va bien. ¿Qué significa esa palabra Heinzelmännchen?
Las palabras eran monótonas y parecían el latido de un péndulo. ¿Se divertía el duende? La gente pequeña disfrutaba con las bromas, y aunque algunos tenían fama de juguetones, otros, como los Gnurr, podían ser malintencionados y maliciosos.
—Un Heinzelmännchen es uno como tú —dijo Dietrich, preguntándose adonde iría a parar aquel diálogo.
—¿Entonces conoces a otros como yo?
—Eres el primero que he visto —admitió Dietrich.
—Entonces ¿corno sabes que yo ser un Heinzelmännchen?
¡Qué astuto! Dietrich vio que se iniciaba una batalla de ingenio. ¿Habían capturado las criaturas a un duende y requerían ahora de los oficios de Dietrich para hablar con él?
—¿Quién —razonó— podría caber dentro de una cajita muy pequeña sino un hombre muy pequeño?
Esta vez una pausa como respuesta, y Herr Gschert hizo sonidos wa-wa de nuevo, a lo que Kratzer, que no había dejado de mirar a Dietrich, respondió con el gesto despectivo. Chasqueó los labios y el duende dijo:
—No hay ningún hombre pequeño. La caja habla.
Dietrich se echó a reír.
—¿Cómo puede ser, si no tiene lengua?
—¿Qué significa «lengua»?
Divertido, Dietrich sacó la lengua.
Kratzer extendió su largo brazo y tocó el marco del cuadro. La imagen cambió para convertirse en un retrato de Dietrich en el acto de sacar la lengua. De algún modo, la lengua del retrato brillaba. Dietrich se preguntó si se había equivocado acerca de la naturaleza demoníaca de esos seres.
—¿Esto es lengua? —preguntó el Heinzelmännchen.
—Sí, eso es la lengua.
—Muchas gracias.
—Y cuando me dio las gracias —le contó Dietrich a Manfred más tarde—, empecé a sospechar que era una máquina.
—Una máquina… —reflexionó Manfred—. ¿Quieres decir como el eje de levas de Müller?
Los dos estaban junto a una mesita, cerca de la chimenea, en el gran salón. Habían retirado los restos de la cena, las niñas se habían ido a la cama con su ama, el malabarista había dado las gracias y se había marchado con su pfennig y Gunther había escoltado a los otros huéspedes a la puerta. El salón estaba cerrado e incluso los criados se habían visto obligados a marcharse, dejando sólo a Max para guardar la puerta. Manfred llenó dos Maigeleins de vino él mismo. Ofreció ambos y Dietrich eligió el de la izquierda.
—Gracias, mein Herr.
Manfred sonrió.
—¿Debo sospechar que también tú eres todo ejes y poleas?
—Por favor, fui consciente de la ironía.
Se apartaron de la mesa para acercarse al fuego. Las ascuas rojizas siseaban y se convertían ocasionalmente en llamas.