Dietrich se frotó las manos contra el cristal rugoso del cuenco de vino mientras reflexionaba.
—No había ninguna cadencia en la voz —decidió—. O, más bien, su cadencia era mecánica, sin florituras retóricas. Carecía de entonación, de alegría, de énfasis…, de vacilación. Dijo «muchas gracias» como el volante recorre la urdimbre de un telar.
—Ya veo —dijo Manfred, y Dietrich alzó un dedo.
—Y hay otro punto interesante. Vos y yo comprendemos que por «ver» dais a entender algo más que la impresión directa del sentido de la vista. Como dijo Buridan, hay más en el significado de un murmullo que en las palabras murmuradas. Pero el Heinzelmännchen no comprendía las figuras retóricas. Cuando descubrió que la «lengua» es una parte del cuerpo, pareció confuso cuando me referí a «la lengua alemana». No comprendía la metonimia.
—Yo tampoco sé qué es eso.
—Lo que quiero decir, mí señor, es que creo… Creo que puede que desconozcan la poesía.
—Sin poesía… —Manfred frunció el ceño, agitó su copa de vino y tomó un trago—. Imagínate.
Durante un momento, Dietrich pensó que el Herr había hablado con ironía, pero el hombre lo sorprendió cuando murmuró casi para sí:
—¿Ningún Rey Rother? ¿Ninguna Eneida?
Alzó la copa y recitó:
—Por Dios, no puedo oír esos versos sin sentir un escalofrío. —Se volvió hacia Dietrich—. ¿Juras que ese Heinzelmännchen es sólo un artilugio y no un duende de verdad?
—Mein Herr, Bacon describió una «cabeza parlante» similar, aunque sabía que no se podía crear ninguna. Hace trece años los milaneses construyeron un reloj mecánico en su plaza pública que da las horas sin que intervenga la mano de ningún hombre. Si un aparato mecánico puede decir la hora, ¿por qué no puede un aparato más sutil hablar de otros asuntos?
—Esa lógica tuya te meterá en líos un día de éstos —le advirtió Manfred—. Pero dices que ya conocía algunas frases y palabras. ¿Cómo es posible?
—Colocaron artilugios cerca de la aldea para escucharnos hablar. Me han enseñado uno. No era más grande que mi pulgar y parecía un insecto, y por eso los llamo «bichos». Por lo que oyeron, el Heinzelmännchen dedujo de algún modo un significado… Ese «¿cómo va?» es un saludo o ese «cerdo» un animal concreto, y cosas así. Pero estaba limitado por lo que los bichos mecánicos veían y oían, mucho de lo cual no entendían adecuadamente. Así que, aunque sabían que a ese cerdo se le llama a veces «gorrino» o «cochinillo», no captan la diferencia, mucho menos la que hay entre los que se guardan en el primero, segundo o tercer corral o se crían para reproducción…, por lo cual deduzco que esta gente no son criadores de cerdos.
Manfred gruñó.
—Sigues llamándolo Heinzelmännchen, pues.
Dietrich se encogió de hombros.
—Es un nombre tan bueno como otro cualquiera. Pero he acuñado un término en griego para definir tanto al duende como a los bichos.
—Sí, típico en ti.
—Los llamo «autómatas», porque actúan solos.
—Como la noria del molino, entonces.
—Muy parecido, excepto que no sé que fluido los impulsa.
Los ojos de Manfred escrutaron el salón.
—¿Podría un «bicho» estar escuchándonos ahora mismo?
Dietrich se encogió de hombros.
—Los colocaron la víspera del Día de Lorenzo, justo antes de vuestro regreso. Son sutiles, pero dudo que hayan podido internarse en el Hof o el Burg. Los centinelas puede que no sean los más atentos, pero habrían advertido la presencia de un saltamontes de un metro ochenta de estatura.
Manfred se echó a reír y le dio a Dietrich una palmada en el hombro.
—¡Un saltamontes de metro ochenta! ¡Ja! ¡Sí, lo habrían advertido!
En la rectoría, Dietrich examinó las habitaciones con cuidado y acabó por encontrar un bicho no mayor que la uña de su dedo meñique colocado en los brazos de la cruz de Lorenzo. Un buen escondite. El autómata podía observar toda la habitación sin dejar, oscuro como era, de ser invisible.
Dietrich lo dejó en su sitio. Si la intención de los forasteros era aprender la lengua alemana, cuanto antes lo consiguieran antes podría explicarles Dietrich la necesidad de que se marcharan.
—Tomaré una vela de horas nueva —anunció al instrumento de escucha. Luego, tras sacarla del arcón, explicó—: He sacado una vela de horas nueva.
Alzó la vela ante el bicho.
—Esto se llama «vela de horas». Está hecha de… —Le dio un pellizquito—. De cera de abeja. Cada número marca una doceava parte del día, desde el amanecer al atardecer. Mido el tiempo viendo hasta dónde ha ardido la vela.
Habló conscientemente al principio, luego más bien al estilo de un maestro artesano que da una lección. Sin embargo, no le escuchaba una clase de estudiantes, sino una de las cabezas parlantes de Bacon, y se preguntó hasta qué punto lo entendía el aparato o si, en caso de hacerlo, el hecho de comprender tenía algún sentido.
VI. SEPTIEMBRE DE 1348
Los Estigmas de San Francisco
Se hacían llamar los krenken, o algo a lo que la lengua humana no podía acercarse; pero Dietrich no pudo discernir de inmediato si el término era tan amplio como «humano» o tan concreto como «habitante de la Selva Negra».
—Desde luego, parecen enfermos —dijo Max después de una visita, y se rió la gracia, pues krenk sonaba muy parecido a la palabra «enfermo» en alemán. De hecho, con su forma larguirucha y su tez gris, el nombre le parecía a Dietrich un incómodo ejemplo de capricho divino.
Theresia había querido acompañarlos con hierbas.
—Es lo que Dios Nuestro Señor habría hecho —dijo, cosa que avergonzó a Dietrich, pues a él mismo le preocupaba más verlos marchar que curarlos y, aunque admitía que curarlos era un medio eficaz para lograr ese fin, había que hacer el bien por el bien mismo y no como medio para conseguir otro bien. Sin embargo, era reacio a admitir a Theresia en el círculo de aquellos que conocían la existencia de los krenken. Seres de tan extraño aspecto y poderes atraerían el interés, destruyendo para siempre el aislamiento de Dietrich… y cuatro era ya un número suficientemente alto para guardar secretos. Contentó a Theresia recurriendo a las instrucciones del Herr, pero ella le dio las pociones de todas formas. Los krenken parecieron mejorar o no con su uso, igual que los humanos.
A medida que el verano transcurría, Dietrich visitaba el campamento cada pocos días. A veces iba solo, a veces con Max o Hilde. Hilde cambiaba vendajes y limpiaba las heridas, que sanaban lentamente, y Dietrich les enseñaba a Kratzer y Gschert suficiente alemán a través de los buenos oficios de la cabeza parlante para que ellos entendieran que tenían que marcharse. Su respuesta hasta el momento había sido una negativa cortés, pero no quedaba claro si era por deseo propio o por incomprensión.
Max se sentaba a veces con él durante aquellas sesiones. Como ejercitarse era para él algo natural, ayudaba con la repetición y el juego continuo necesario para comunicar el significado de muchas palabras. Más a menudo, el sargento vigilaba a Hilde como si fuera su ángel guardián y luego, cuando terminaba su desinteresada labor, la escoltaba de vuelta a Oberhochwald.