El Heinzelmännchen aprendió rápidamente alemán, pues la cabeza parlante, una vez que aprendía un uso, no lo olvidaba nunca. Poseía una memoria prodigiosa, aunque las lagunas en su comprensión eran curiosas. Había aprendido lo que significaba «día» intuitivamente, escuchando hablar a la gente en la aldea, pero lo que significaba «año» lo sorprendió por completo cuando se lo explicó. Sin embargo, ¿cómo podía ninguna raza del hombre, por distante que fuera su patria, no conocer el recorrido del sol? También ocurría lo mismo con la palabra «amor», que el aparato confundía con la griega eros debido a desafortunadas observaciones clandestinas acerca de las cuales Dietrich consideraba mejor no indagar.
—Es una agrupación intuitiva de poleas y engranajes —le dijo Dietrich al sargento después de una sesión—. Aprende de inmediato cualquier palabra que sea un signo en sí misma, es decir, las que se refieren a seres o acciones de los seres; mientras que se confunde con las que significan especies o relaciones. Por ejemplo, tuvo claro el significado de «casa» y «castillo», pero el de «habitación» tuve que aclarárselo.
Max sonrió.
—Tal vez no tiene tan buena educación como tú.
En septiembre el año hizo una pausa, cansado de la cosecha, y tomó aliento para la siembra de otoño, la vendimia y la matanza. El aire se volvió frío y las hojas de los árboles temblaron de expectación. Tiempo suficiente, entre el verano y las labores de otoño, para terminar las reparaciones del Gran Incendio y casar a Seppl y Ulrike.
La boda tuvo lugar en los prados de la aldea, donde los testigos podían congregarse alrededor de la pareja. Allí, Seppl declaró su intención y Ulrike, vestida con el traje amarillo tradicional, dio su consentimiento, después de lo cual todos subieron la colina de la iglesia. El Concilio de Letrán había exigido que todas las bodas fueran públicas, pero no que la Iglesia participara en ellas. Sin embargo, a pesar de sus pérdidas en el incendio, Félix había querido una misa nupcial para la de su hija. Dietrich predicó un sermón sobre la historia y el desarrollo del matrimonio, y explicó cómo era una metáfora de Cristo casado con su Iglesia. Estaba explicando el contraste entre Muntehe, o alianza familiar, y Friedehe, la unión amorosa preferida por la Iglesia, cuando sintió la inquietud de los congregantes y la creciente concupiscencia de la pareja, y concluyó su sermón de un modo apresurado y poco razonado.
Los amigos y parientes acompañaron a la pareja desde la iglesia hasta una cabaña que Volkmar había preparado para ellos, y los vieron acostarse juntos, dando valiosos consejos de última hora todo el rato. Luego los vecinos se marcharon y esperaron ante la ventana. Dietrich, que se había quedado en la iglesia, oyó los gritos y los golpes a las cacerolas que llegaban hasta la cima de la colina. Se volvió hacia Joachim, que le estaba ayudando a recoger el altar.
—Es asombroso que los jóvenes se casen en público, si tienen que soportar todo esto.
—Sí —respondió Joachim, con expresión sombría—. Un matrimonio en el bosque tiene sus ventajas.
La observación del minorita estaba cargada de ironía y Dietrich se preguntó qué habría querido decir con ella. La ventaja de los votos pronunciados en privado es que son fáciles de negar después. En ausencia de testigos, ¿quién podía decir qué se había prometido o si se había dado consentimiento? Un matrimonio prometido en la agonía de la pasión podía desvanecerse como esa misma pasión. Para combatir este mal, la Iglesia insistía en las bodas públicas. Incluso así, muchas parejas todavía intercambiaban sus votos en el bosque… ¡y hasta en la misma cama!
Dietrich dobló por la mitad el mantel del altar y luego otra vez por la mitad. Decidió que Joachim había pretendido remachar con humor su propia observación.
—Doch —dijo, y eso le valió una brusca mirada, rápidamente reprimida, por parte del franciscano.
Las chozas reconstruidas fueron bendecidas en la conmemoración del papa Cornelio, todavía recordado como amigo de los pobres y por tanto un patrón auspicioso para semejante bendición, Lueter Holzhacker condujo una tropa de hombres hasta el Bosque Pequeño, al pie de la colina de la iglesia y allí taló un pino, quizá de siete metros de altura, que llevaron al prado con gran ceremonia. Los hombres pelaron el tronco de mitad para arriba, dejando intactas las ramas más altas y liberando el dulce aroma de la madera virgen. Decoraron las ramas restantes con coronas, guirnaldas y otros adornos, y una profusión de banderas de colores. Luego levantaron el árbol en el agujero preparado en una esquina de la cabaña de Félix Ackermann.
Después, hubo cantos y bailes y se sirvieron grandes jarras de cerveza y la carne de un cerdo asado que Ackermann y los hermanos Feldmann ofrecieron conjuntamente como regalo a sus vecinos. Las celebraciones se extendieron por toda la calle, alcanzando también el pozo, el horno y el prado del molino.
Los soldados que habían ayudado a combatir el incendio acudieron desde el Burg para unirse a la fiesta. Eran algo fanfarrones y endurecidos. A su lado los jóvenes de la aldea parecían unos inocentes. Más de una doncella se dejó embaucar por historias de tierras lejanas y acciones intrépidas, y más de un soldado se dejó engatusar por una bella doncella. Los padres ardían de recelo y las madres de desaprobación. Hombres como aquellos rara vez poseían tierras, y eran poca cosa para la hija de un campesino.
Después de bendecir solemnemente el árbol y las cabañas, Dietrich se mantuvo aparte y observó las celebraciones. Era solitario por naturaleza: uno de los motivos por los que había ido a vivir a aquella aldea remota. Buridan a menudo lo castigaba por esa tendencia. «Vives demasiado dentro de tu cabeza y, aunque a veces es una cabeza muy interesante, también debe de ser un sitio solitario», le decía el maestro. La broma le había hecho mucha gracia al visitante de Oxford, quien al encontrar a Dietrich leyendo sus libros en lugares solitarios por toda la universidad, empezó a llamarlo doctor seclusus. Ockham poseía la mente más brillante que Dietrich hubiese conocido, pero sus afectos a menudo le causaban problemas. Era un hombre hábil con las palabras que poco después había descubierto que el mundo se componía de algo más que de palabras, pues había sido convocado a Aviñón para ser interrogado.
—Pensarán que sois poco amigable —dijo Lorenz, apartándolo de aquellos recuerdos—. Estáis aquí sentado junto al árbol mientras todos los demás están allí.
Indicó los sonidos de violines, silbatos y gaitas, una mezcla de ruidos con la apariencia de canciones populares, aunque atenuada un poco por la distancia y las risas, de modo que sólo tenían sentido fragmentos dispersos de la tonada.
—Estoy vigilando el árbol —dijo Dietrich muy serio.
—¿Ah, sí? —Lorenz volvió la cabeza hacia los alegres adornos que aleteaban en la copa del árbol. La brisa agitaba las banderas y guirnaldas de modo que también el árbol parecía bailar—. ¿Y quién podría robar una cosa así?
—Grim, tal vez. O Ecke.
Lorenz se echó a reír.
—Qué gracioso.
El herrero se sentó en el suelo y se apoyó contra la pared de la cabaña de Ackermann. No era un hombre grande (Gregor le superaba en altura), pero estaba templado como el metal con el que trabajaba: era inmune a los golpes más fuertes y tan flexible como el famoso acero de Damasco. Tenía el pelo negro, como el de un italiano, y la piel manchada por el humo de la fragua. Dietrich a veces lo llamaba Vulcano, por motivos obvios, aunque sus rasgos eran finísimos y su voz más aguda de lo que cabía esperar en un hombre con semejante apodo. Su esposa era una mujer guapa, más grande y mayor que él, de rasgos fuertes y conducta casta. Dios no los había bendecido con hijos.