—Siempre me encantaron esas historias cuando era joven —confesó el herrero—. Dietrich de Berna y sus caballeros combatiendo a Grim y los otros gigantes; engañando a los enanos; rescatando a la Reina de Hielo. Cuando imagino a Dietrich, siempre se parece a vos.
—¡A mí!
—A veces imagino nuevas aventuras para Dietrich y sus caballeros. Pensaba que podría escribirlas, si supiera de letras. Había una… La situé en la época que el héroe pasó con el rey Etzl, que me parecía especialmente buena.
—Siempre puedes contar tus historias a los niños. No hace falta saber de letras para eso. ¿Sabías que el verdadero nombre de Etzl era Atila?
—¿De veras? Pero no, nunca me atrevería a contar mis historias. No serían de verdad, sólo invenciones.
—Lorenz, todas las historias de Dietrich son invenciones. El casco invisible de Laurin, la espada encantada de Wittich, el brazalete de la sirena que llevaba Wildeber. Los dragones y los gigantes y los enanos. ¿Cuándo has visto tales cosas?
—Bueno, siempre había supuesto que en estos tiempos ruines hemos olvidado cómo forjar espadas encantadas. Y en cuanto a los dragones y los gigantes… Vaya, Dietrich y los demás héroes los mataron a todos.
—¡Los mataron a todos! —rió Dietrich—. Sí, eso salvaría las apariencias.
—Habéis dicho que Etzl fue real. ¿Qué hay de los reyes godos? ¿Teodorico y Ermanarico?
—Sí, todos vivieron en tiempos de los francos.
—¿Hace tanto?
—Sí. Fue Etzl quien mató a Ermanarico.
—¿Lo veis?
—¿Ver qué?
—Si ellos fueron reales (Etzl y Ermanarico y Teodorico), entonces ¿por qué no Laurin el enano o Grim el gigante? ¡No os riáis! Una vez conocí a un buhonero de Viena que me contó que, cuando estaban construyendo la catedral allí, encontraron unos huesos enormes enterrados. Así que los gigantes fueron reales, y sus huesos estaban hechos de piedra. Llamaron al pórtico la Puerta de los Gigantes por esa causa. No podrían haberlo hecho si fueran sólo invenciones.
El sacerdote se rascó la cabeza.
—Alberto el Grande describió esos huesos. Pensaba, como Avicena, que se habían vuelto de piedra por algún proceso mineral. Pero puede que fueran los huesos de algún gran animal perdido en el Diluvio y no de hombres gigantescos.
—Tal vez los huesos de un dragón, entonces —sugirió arteramente Lorenz, acercándose y colocándole una mano conspiradora en el brazo.
Dietrich sonrió.
—¿Eso crees?
—Vuestra jarra está vacía. Os traeré otra.
Lorenz se puso en pie pero vaciló antes de marcharse.
—Corren habladurías —dijo tras una pausa.
Dietrich asintió.
—Suele haberlas. ¿Sobre qué?
—Dicen que vais demasiado a menudo al bosque con Frau Müller.
Dietrich parpadeó y miró su jarra vacía. Se preguntó por qué le sorprendía enterarse de esos chismes.
—Dicho llanamente, amigo mío, el Herr ha creado un lazareto…
—En el Bosque Grande. Ja, doch. Pero sabemos qué pie calza Frau Müller y, si está de verdad cuidando a los leprosos, será por otro par de zapatos.
También Dietrich se preguntaba por qué una mujer tan egoísta y orgullosa había insistido en practicar la caridad.
—Juzgar de esa manera es pecado, Lorenz. Además, Max el suizo suele venir con nosotros.
El herrero se encogió de hombros.
—Dos hombres en el bosque con su esposa difícilmente tranquilizarán al molinero. Sólo he dicho lo que he oído. Sé… —Hizo una pausa y volcó la jarra que tenía en la mano. Era como si su alma se hubiera retirado de las dos ventanas de su rostro. Los restos de cerveza cayeron al suelo—. Sé la clase de hombre que sois, así que os creo.
—Podrías intentar creer con más convencimiento —dijo Dietrich bruscamente, de modo que Lorenz se volvió hacia él, molesto, antes de marcharse.
El herrero era un hombre amable (algo sorprendente, dada su fuerza), pero le podían los chismes.
Felix e Ilse fueron a darle un par de gallinas por la bendición de su casa. Dietrich las hubiese rechazado, pero el invierno se acercaba e incluso los sacerdotes tienen que comer. Los huevos serían apreciados y, más tarde, el guiso. A cambio, Dietrich buscó en su zurrón y sacó la muñeca de madera para su hijita. La había pulido para eliminar las partes chamuscadas y había sustituido los brazos y piernas quemados por palos nuevos que había encontrado. El pelo era de su propia cabeza. Pero María tiró la muñeca al suelo y exclamó:
—¡Ésa no es Anna! ¡No es Anna! —Y echó a correr hacia la cabaña reconstruida, dejando a Dietrich arrodillado en el suelo.
Con un suspiro, volvió a guardar la muñeca en su zurrón. No se trataba de la muñeca, pensó. La muñeca era sólo una figura de palos y trapos. Esas cosas no tenían nada de precioso. Se levantó y recogió la caja de madera con las gallinas.
—Ahora venid, hermanas gallinas —dijo—. Conozco a un gallo que está ansioso por conoceros.
«Algo que ha sido reparado nunca es como era», pensó mientras regresaba a la rectoría. Aunque las piezas fueran sustituidas, los recuerdos no podían serlo nunca.
Dos años antes de su muerte, mientras rezaba fervorosamente en el monte Alvernia, san Francisco de Asís recibió en su cuerpo una impresión de las sagradas heridas de Cristo. Tres cuartos de siglo más tarde, el papa Benedicto XI, un hombre erudito, enfermizo y amante de la paz, intranquilo sin la compañía de su orden dominica, estableció la fiesta como signo de buena voluntad hacia la orden rival. Así que, aunque Hildegarde de Bingen era la santa del día, Dietrich leyó la misa Mihi autem para honrar a Francisco y como gesto fraternal hacia su huésped. Esto tal vez decepcionara a Theresia, pues la abadesa Hildegarde, autora de un famoso tratado sobre medicina, era una de sus favoritas; pero, si fue así, no protestó.
La misa acababa de terminar cuando Joachim se tiró de bruces en el suelo recién fregado, ante el altar. Dietrich, que guardaba los cálices, pensó que la exhibición era inadecuada. Cerró el armario y rodeó al monje postrado mientras cruzaba el santuario.
—Hoy en Gálatas —dijo—, Pablo nos ha dicho que no importa que llevemos marcas visibles mientras nos convirtamos en hombres nuevos.
Las oraciones de Joachim se interrumpieron bruscamente. Al cabo de un momento el hombre se puso de rodillas, se persignó y se dio la vuelta.
—¿Eso es lo que pensáis?
—En Galacia, los judíos que no habían aceptado a Cristo criticaban a aquellos que lo habían hecho, porque los paganos gálatas que también habían sido salvados no seguían la Ley de Moisés. Así que los judíos cristianos instaron a los gálatas cristianos a circuncidarse, con la intención de usar esa marca externa para apaciguar a sus acusadores. Pero los gálatas tenían terror a las mutilaciones corporales, así que se produjo un gran alboroto. Pablo les escribió para recordarles que los signos externos ya no importaban.
Joachim apretó los labios y Dietrich pensó que iba a replicarle, pero se puso en pie y se alisó la túnica.
—No estaba rezando por eso.
—¿Porqué, entonces?
—Por vos.
—¡Por mí!
—Sí. Sois un buen hombre, creo; pero sois frío. Preferís pensar en el bien que hacerlo y os parece más atrayente debatir sobre ángeles y cabezas de alfiler que vivir la auténtica vida de pobreza de los compañeros del Señor…, cosa que sabríais, sí pensarais en lo que quería decir Pablo en esa carta.
—¿Tan santo eres, pues? —dijo Dietrich, algo acalorado.
—Soy plenamente consciente de que el corazón de los hombres no siempre alberga lo que proclaman sus labios… ¡ja, desde la infancia! ¡Muchos proclaman a Jesús con su lengua y lo crucifican con sus manos y sus cuerpos! Pero en la Nueva Era el Espíritu Santo guiará al Hombre Nuevo para que se perfeccione en el amor y el espíritu.