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C'est le chemin qu'on appelle le Val d'Enfer. Que votre Altesse me pardonne l'expression; je ne suis pas diable pour y passer.
CLAUDE-LOUIS-HECTOR DE VILLARS,
refiriéndose al Höllenthal, 1702

Prefacio: Anton

Sé dónde se encuentra el camino a las estrellas. La puerta se abrió una vez, hace mucho tiempo y en un lugar lejano e improbable. Y luego se cerró. Ésta es la historia de cómo se abrió y de cómo se cerró y, tal vez, de lo que dependió de ella.

Verán, Sharon Nagy era física y Tom Schwoerin era cliólogo. Eso era el meollo del negocio entonces. Eso era el principio y el final y la mayor parte de lo que sucedía entre uno y otro.

O tal vez no lo vean, pues ver no es fácil. Las pautas de asentamientos medievales y la teoría de branas múltiples parecen a mundos de distancia. De hecho, están en mundos distintos, tangentes sólo en aquel pequeño apartamento de Filadelfia que Tom y Sharon compartían. Pero tan apretujados no pudieron evitar aprender cada cual un poco del trabajo del otro, y ése fue el fulcro sobre el que movieron el mundo.

Pero mi intervención en el asunto fue insignificante, y tal vez sea mejor dejar que la historia se cuente sola.

I. AGOSTO DE 1348

Maitines, en la conmemoración de la muerte de Sixto II y sus diáconos

Dietrich despertó con una sensación de inquietud en el corazón, como una voz grave cantando desde un rincón oscuro del coro. Abrió los ojos y escrutó la habitación. Una vela que chisporroteaba en su candelero proyectaba sombras sobre la mesa y la palangana, el reclinatorio y el libro de salmos, y hacía que la figura del crucifijo se agitara como si intentara desclavarse. En los rincones y ángulos del cuarto, las sombras se hinchaban cargadas de secretos. A través de la ventana que daba al este, un oscuro brillo rojo, fino como un cuchillo a través de la garganta, recortaba la cima del Katerinaberg.

Inspiró profundamente, para calmarse. La vela indicaba que ya tocaban maitines de todas formas, así que apartó la manta y se cambió el camisón por una sotana. Se le puso la carne de gallina y el vello se le erizó en la nuca. Dietrich se estremeció y se abrazó. «Hoy va a suceder algo.»

Junto a la ventana había una mesita de madera con una jofaina y un aguamanil. El aguamanil era de cobre, tallado en forma de gallo, con las plumas labradas por el hábil buril del artesano. Cuando lo inclinó, el agua cayó del pico hasta sus manos y el cuenco.

—Señor, lava mis pecados —murmuró.

Sumergió las manos en el agua fría del cuenco y se la echó en la cara. Una buena friega dispersaría los temores nocturnos. Con un trozo de jabón se restregó las manos y la cara. «Hoy va a suceder algo.» ¡Menuda profecía! Su miedo le hizo sonreír un poco.

Por la ventana vio una luz que se movía, casi al pie de la montaña. Aparecía, avanzaba un poco, luego desaparecía, sólo para volver a materializarse al cabo de un momento y repetir la danza. Dietrich frunció el ceño, sin saber qué era. ¿Una salamandra?

No. Un herrero. Dietrich fue consciente de su tensión sólo en el momento de liberarla. La fragua se hallaba al pie de la montaña, con la casita del herrero al lado. La luz era una vela que se movía de un lado a otro ante una ventana abierta: Lorenz, caminando como una bestia enjaulada.

Vaya. El herrero también estaba despierto y evidentemente nervioso, o lo estaba su mujer.

Dietrich tomó el aguamanil para enjuagarse el jabón y sintió un picotazo en la palma.

—¡Santa Catalina!

Dio un paso atrás, derribando la jofaina y la jarra al suelo, donde el agua jabonosa se desparramó sobre el enlosado de piedra. Se buscó alguna herida en la mano y no encontró ninguna. Después de un instante de vacilación, se arrodilló y recogió el aguamanil, sujetándolo con precaución, como si pudiera picarle de nuevo.

—Eres un gallo atrevido. Mira que picotearme de esa forma… —le recriminó al recipiente.

El gallo, ajeno a la advertencia, se dejó colocar en su sitio. Mientras se secaba las manos con la toalla, Dietrich advirtió que tenía los pelos de punta, como el pelaje de un perro antes de una pelea. La curiosidad se debatía con el miedo. Se arremangó la sotana y vio que el vello de su brazo también estaba erizado. Aquello le recordó algo sucedido hacía mucho tiempo, pero el recuerdo era confuso.

Consciente de sus deberes, decidió ignorar el enigma y se acercó al reclinatorio, donde chisporroteaba la vela moribunda. Se arrodilló, se persignó y, uniendo las manos, miró la cruz de hierro que había en la pared. Lorenz, el mismo herrero que caminaba de un lado a otro al pie de la montaña, había forjado la forma sacramental con un puñado de clavos y pinchos y, aunque no llegaba a parecer un hombre en la cruz, podía pasar por tal con la suficiente concentración. Recuperó su breviario del estante del reclinatorio, lo abrió por donde había marcado su oficio matutino con una cinta el día anterior.

—«Los pelos de tu cabeza están contados —leyó en la oración de maitines—. No tengas miedo. Eres más valioso que muchos gorriones…»

¿Y por qué esa oración aquel día en particular? Era demasiado adecuada. Se miró de nuevo el vello del dorso de la mano. ¿Una señal? Y si lo era, ¿de qué?

—«Los santos se regocijarán en la gloria —continuó—. Se regocijarán en sus altares. Danos la alegría de la comunión con Sixto y sus diáconos en la beatitud eterna. Te lo pedimos por Nuestro Señor Jesucristo. Amén.»

Naturalmente. Era el día del papa Sixto II, y por eso lo mencionaba la oración de maitines. Dietrich permaneció arrodillado en silenciosa meditación acerca de la firmeza de aquel hombre, incluso en la muerte. Un hombre tan bueno como para ser recordado once siglos después de su asesinato: decapitado en la celebración de la misa. Sobre la tumba de Sixto, que el propio Dietrich había visto en el cementerio de Calixto, el papa Dámaso había hecho inscribir más tarde un poema y, aunque los versos no eran tan buenos como buen hombre había sido Sixto, contaban bastante bien su historia.

«Teníamos mejores Papas en aquellos tiempos», pensó Dietrich, y luego inmediatamente se reprendió. ¿Quién era él para juzgar a nadie? La Iglesia, aunque no perseguida abiertamente por los reyes que se decían cristianos, se había convertido en el juguete de la corona de Francia. La subordinación era una persecución más sutil, y por eso tal vez hacía falta un valor más sutil. Los franceses no habían decapitado a Bonifacio como habían hecho los romanos con Sixto…, pero el Papa había muerto por el maltrato.

Bonifacio había sido un hombre arrogante y despectivo sin un solo amigo en el mundo. Sin embargo, ¿no era también un mártir? Aunque había muerto no tanto por proclamar el Evangelio como por proclamar la Unam sanctum, para gran descontento del rey Felipe y su corte, mientras que Sixto había sido un hombre de Dios en una época sin Dios.

Dietrich miró de repente por encima del hombro, y luego se reprendió por el sobresalto. ¿Pensaba que iban a ir por él también? Era posible que lo hicieran. Pero ¿qué motivo tenía el duque Friedrich para detenerlo?

O, más bien, ¿qué motivo podía conocer Friedrich?

«No tengas miedo», le ordenaba la oración del día, la orden más frecuente en boca del Señor. Pensó de nuevo en Sixto. Si los antiguos no vacilaban ante la muerte, ¿por qué debería su propio corazón, instruido por la sabiduría moderna, tener miedo por ninguna causa concreta?

Estudió el vello erizado del dorso de su mano, se lo alisó y lo vio alzarse otra vez. ¿Cómo habría abordado Buridan ese problema, o Alberto? Marcó por dónde iba leyendo el libro para laudes; luego colocó una nueva vela en el pebetero, la espabiló y la encendió con lo que quedaba de la vela antigua.