—Ja doch —dijo Dietrich—. «La Nueva Era.» ¿Fue Carlos de Anjou o Pedro de Aragón quien la inició? Se me ha olvidado.
Había profetizado la Nueva Era Joaquín di Fiore. París lo había considerado un fraude y un futurólogo aficionado, pues sus seguidores aseguraban primero que la Nueva Era comenzaría en 1260 y luego en 1300 dependiendo del viento político que soplara en las Dos Sicilias. De Fiore decía que san Francisco había sido una reencarnación del propio Cristo, algo que para Dietrich era a la vez impío y lógicamente imperfecto.
—«El hombre carnal persigue a los nacidos del espíritu» —citó Joachim—. Oh, tenemos muchos enemigos: el Papa, el emperador, los dominicos…
—Yo consideraría a papas y emperadores enemigos suficientes sin tener que enfrentarme a los dominicos.
Joachim echó atrás la cabeza.
—Burlaos. La Iglesia visible, tan corrompida por Pedro con falsificaciones judías, siempre ha perseguido a la Iglesia pura del espíritu. ¡Pero Pedro desaparece y el amado Juan aparece! ¡La muerte azota la tierra; los mártires arden! ¡El mundo de los padres será sustituido por un mundo de hermanos! ¡El Papa ya ha sido expulsado y los emperadores gobiernan en su nombre!
—Lo cual nos deja todavía a los dominicos —dijo Dietrich secamente.
Joachim bajó los brazos.
—Las palabras cuelgan como un velo ante vuestra comprensión. Subordináis el espíritu a la naturaleza, y a Dios mismo a la razón, y por eso no podéis ver. Dios no es ser, sino que está por encima del ser. Está en todas partes en cualquier momento, en momentos y lugares que no podemos conocer excepto mirando en nuestro interior. Es todas las cosas porque combina todas las perfecciones de una forma que está más allá de nuestra comprensión. Pero cuando vemos más allá de las limitaciones de cosas como la «vida» y la «sabiduría», lo que queda es Dios.
—Lo cual no parece estar más allá del alcance de la comprensión en absoluto y reduce a Dios a un mero residuum. Predicas platonismo recalentado como las gachas de ayer.
El rostro del joven se cerró.
—Soy un pecador. Pero si rezo a Dios para que perdone mis pecados, ¿tan terrible es que incluya también los vuestros?
Se inclinó y volvió a levantarse con una ramita de avellano que se había caído de la cesta de Theresia. Los dos se marcharon sin decir nada más.
Dietrich siempre se ponía nervioso en sus reuniones con los krenken.
—Es la inmovilidad de sus rasgos —le decía a Manfred—. Carecen de capacidad para sonreír o fruncir el gesto, no digamos ya expresiones más sutiles. Tampoco tienden a gesticular o expresarse de otro modo, y los rodea un aire de amenaza. Parecen estatuas que hubieran cobrado vida.
Ése había sido uno de los terrores de su infancia. Recordaba haber estado sentado junto a su madre, en la catedral de Colonia, contemplando las estatuas en sus nichos, y cómo el aleteo de las velas hacía que pareciera que se movían. Pensaba que si las miraba demasiado se enfadarían y bajarían de sus pedestales para ir por él.
Dietrich había llegado a la conclusión de que no era el Heinzelmännchen quien hablaba, sino Kratzer quien lo hacía a través de él, y había aprendido a percibir las palabras de la cabeza parlante como si surgieran del gigantesco saltamontes… Aunque que las cajas o los saltamontes hablaran era en cualquier caso maravilloso. Se lo dijo así a Kratzer, quien le explicó que la caja recordaba las palabras como números.
—Un número puede ser expresado como una palabra —respondió Dietrich—. Tenemos la palabra, eins, que significa «el número uno». ¿Pero cómo puede una palabra ser expresada como un numero? Ah… Te refieres a un código. Los mercaderes y los agentes imperiales utilizan esos métodos para mantener sus mensajes en secreto.
Kratzer se inclinó hacia delante.
—¿Tenéis ese tipo de conocimiento?
—Los signos que usamos para seres y relaciones entre ellos son arbitrarios. Los franceses e italianos usan signos-palabra diferentes a los nuestros, por ejemplo, así que asignar un número a un significado es en principio lo mismo. Sin embargo ¿cómo lo hace el Heinzelmännchen? Ah, ya veo. Realiza un al-jabr de algún tipo con el código.
Entonces tuvo que explicar qué era el al-jabr… y luego quiénes eran los sarracenos.
—Bien —dijo Kratzer por fin—. Pero esos números sólo tienen dos signos: cero y uno.
—¡Qué pobre! Normalmente hay más de dos cosas de una especie.
Kratzer frotó sus antebrazos.
—¡Atiende! La… esencia-que-fluye… ¿Fluido? Mucha gracia. El fluido que impulsa la cabeza parlante fluye a través de innumerables pequeños caminos de molinos. Uno le dice al Heinzelmännchen que abra una compuerta para que el fluido pueda correr por un camino concreto. Cero le dice que deje la compuerta cerrada.
La criatura tamborileó rápidamente sobre la mesa, pero Dietrich no estaba seguro de qué significaba eso. En un hombre, podía significar impaciencia o frustración. Estaba claro que Kratzer buscaba comunicar ciertos pensamientos que difícilmente encajaban con el vocabulario que su cabeza parlante le había proporcionado hasta el momento, y por eso Dietrich debía extraer el significado de las palabras como si hilara lana.
Herr Gschert había estado escuchando la conversación en su postura habitual, apoyado desenfadadamente en la pared del fondo. De repente zumbó y chasqueó y la cabeza parlante captó algo de lo que decía a través del autómata de «pequeño-sonido» al que Dietrich había dado el nombre griego de mikrophone.
—¿De qué sirve esta conversación?
—Todo conocimiento sirve, siempre —dijo Kratzer. Dietrich no creía que el comentario estuviera dirigido a él y se mantuvo impertérrito…, aunque mantenerse impertérrito podía significar muchas cosas para gente tan inexpresiva como los krenken. El sirviente que atendía la cabeza parlante se volvió un poco y, aunque sus grandes ojos facetados nunca miraban de frente, Dietrich tuvo la incómoda sensación de que lo había mirado para calibrar su reacción. Los suaves labios superiores e inferiores del sirviente se unieron y separaron en una lenta y silenciosa versión de lo que el sacerdote había llegado a considerar la risa krenk.
«Creo que he visto sonreír a uno de ellos.» El pensamiento le llenó de una curiosa sensación de comodidad.
—El número doble es el fragmento menor de conocimiento —le instruyó Kratzer.
—No estoy de acuerdo —respondió Dietrich—. No es conocimiento alguno. Una frase puede contener conocimiento; incluso una palabra. Pero no un número que representa un mero sonido.
Kratzer se frotó los antebrazos en lo que pareció ser un gesto ausente, y Dietrich pensó que era algo parecido a rascarse la cabeza o frotarse la barbilla en un hombre.
—El fluido que impulsa la cabeza parlante no es como el que impulsa vuestra noria, pero puede que sepamos algo de uno estudiando el otro —le dijo Kratzer al cabo de un momento—. ¿Tenéis una palabra que signifique esto? ¿Analogía? Mucha gracia. Oye esta analogía, pues. Puedes romper una vasija en pedazos y estos pedazos en fragmentos y los fragmentos en polvo. Pero incluso el polvo puede romperse en piezas más pequeñas.