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—Ah, debes referirte a los átomos de Demócrito.

—¿Tenéis una palabra para esto?

Krarzer se volvió hacia Herr Gschert y, en otro aparte, traducido por la cabeza parlante, dijo:

—Si conocen esas cosas, es posible que aún puedan ayudarnos.

—No digas nada —replicó el Herr.

Al oír esto, Dietrich miró con curiosidad al sirviente.

—La analogía —dijo Kratzer— es que el número doble es el «átomo» del conocimiento, pues lo menos que se puede decir sobre una cosa es que es, o sea, uno; o que no es, que es cero.

Dietrich no parecía convencido. Que una cosa existiera bien podía ser lo máximo que podía decirse de ella, ya que no había ningún motivo excepto la gracia de Dios para que nada existiera. Pero se guardó sus dudas.

—Usemos entonces el término bisschen para este número doble vuestro. Significa «un bocadito» o «una cantidad muy pequeña», así que bien puede significar un pequeño fragmento de conocimiento. Nadie ha visto tampoco los átomos de Demócrito.

Lo del «bocadito» le hacía gracia. Siempre había pensado que el conocimiento era algo que se bebía (las fuentes del conocimiento), pero bien podía ser algo que se mordía.

—Háblame más de vuestros números —dijo Kratzer—. ¿Los aplicáis al mundo?

—Si es posible. Los astrónomos calculan la posición de las esferas celestiales. Y William de Heytesbury, un calculator del Merton, aplicó números al estudio del movimiento local y demostró que, comenzando de cero, toda velocidad, mientras sea finita y mientras aumente o disminuya uniformemente, equivaldrá a su media.

Dietrich había pasado muchas horas leyendo las Reglas para resolver sofismas de Heytesbury, que le había regalado Manfred, y la prueba de Euclides le había parecido muy satisfactoria.

Kratzer volvió a frotar entre sí los antebrazos.

—Explica qué significa eso.

—Dicho de manera simple, un cuerpo en movimiento que aumenta o disminuye de velocidad uniformemente durante un periodo determinado de tiempo recorrerá una distancia exactamente igual a la que recorrería en el mismo tiempo si se moviera constantemente a velocidad media. —Dietrich vaciló, para luego añadir—: Eso escribió Heytesbury, si no recuerdo mal las palabras.

—Debe ser esto —dijo Kratzer finalmente—: la distancia es la mitad de la velocidad final por el tiempo.

Escribió en una pizarra y Dietrich vio aparecer símbolos en la pantalla del Heinzelmännchen. El corazón le latió con más fuerza cuando Kratzer identificó cada símbolo como distancia, velocidad y tiempo. Ahí estaba la idea de Fibonacci: letras utilizadas para indicar las proposiciones de al-jabr de manera tan sucinta que se podían resumir párrafos enteros en una sola línea. Sacó un palimpsesto de su zurrón y escribió con carboncillo, usando letras alemanas y los números árabes. ¡Ah, cuánto más claramente podía decirse! Se le nublaron los ojos y se los frotó. «Gracias, oh, Dios, por este regalo.»

—Así vemos los frutos del aliento divino —dijo por fin.

—El Heinzelmännchen no está seguro. «Aliento» es cuando exhalas, ¿qué tiene eso que ver con el movimiento?

—Hubo una gran pregunta para nosotros: ¿participa más o menos el hombre en que el espíritu no cambie o crece o disminuye éste en el hombre? Lo llamamos «intensión y remisión de las condiciones», lo cual, por analogía, puede aplicarse a otros movimientos. Igual que una sucesión de condiciones de diferente intensidad explica un aumento o una disminución de la intensidad del color, la sucesión de nuevas posiciones adquiridas por un movimiento puede ser considerada una sucesión de condiciones que representan un nuevo grado de intensidad de ese movimiento. La intensidad de una velocidad aumenta con la aceleración, igual que el rojo de una manzana aumenta con su madurez.

El saltamontes gigante se agitó en su asiento e intercambió una mirada con el sirviente, diciendo algo que el mikrophone no tradujo esta vez. La conversación entre ambos aumentó de tono. El sirviente casi se levantó de su asiento y Kratzer golpeó con el antebrazo la mesa, mientras Herr Gschert seguía mirando sin cambiar de postura excepto para chasquear rítmicamente sus callosos labios laterales.

Dietrich se había acostumbrado a esas encendidas discusiones, aunque le molestaba su súbita vehemencia. Eran como las tormentas de verano, que descargaban de pronto venidas de ninguna parte y pasaban con la misma rapidez. Los krenken eran una raza colérica, como los italianos, o estaban sometidos a una gran tensión.

Cuando Kratzer recuperó la compostura, dijo:

—Esto ha sido dicho por otro. —Dietrich sabía que se refería al sirviente—. Tú dices una palabra. El Heinzelmännchen la repite en nuestra lengua. ¿Pero ha hablado lo que se ha dicho?

—Ése es un gran problema filosófico —admitió Dietrich—. El signo no es el significado, ni puede expresar el significado completo.

Kratzer echó brevemente atrás la cabeza en un gesto cuyo significado Dietrich aún no había deducido.

—Ahora lo oímos —se quejó el krenk—. El pobre Heinzelmännchen se ha quedado sin habla. ¿Qué es un «problema»? ¿Qué es una «filosofía»? ¿Cómo puede la madurez de una fruta o vuestro «aliento divino» ser como la velocidad de un cuerpo que cae?

El sirviente volvió a hablar y esta vez la caja tradujo sus palabras.

—La caja-que-habla dice que la palabra «filosofía» no pertenece a la lengua alemana.

—Filosofía es una palabra griega —explicó Dietrich—. Los griegos son otro pueblo, como los alemanes pero más antiguos e instruidos, excepto que sus grandes días fueron hace mucho tiempo. La palabra significa «amor a la sabiduría».

—¿Y «sabiduría» qué significa?

De inmediato Dietrich sintió lástima por el Aquiles de Zenón, corriendo eternamente detrás de la tortuga, acercándose siempre de manera gradual y sin alcanzarla nunca del todo.

—«Sabiduría» es… quizá tener la respuesta a muchas preguntas. Nuestros filósofos son aquellos que buscan respuestas a tales preguntas. Y un «problema» es una pregunta cuya respuesta no conoce nadie todavía.

—Qué bien conocemos ese significado.

Gschert se apartó de la pared y Kratzer se volvió hacia el sirviente, y por ese gesto Dietrich supo que había sido el sirviente el último en hablar, y que no era su turno.

—¡Silencio!

Dietrich no estaba seguro de si había sido Gschert o Kratzer quien había gritado, pero el sirviente no se dejó dominar.

—Podéis preguntarle a él.

Con eso, Herr Gschert cruzó de un salto la habitación a la velocidad del rayo, volcando los muebles y, antes de que Dietrich llegara a comprender lo que había sucedido, empezó a golpear al sirviente de la cabeza parlante con los antebrazos alzados, causándole cortes y magulladuras con cada golpe. También Kratzer volvió su furia contra el sirviente y le dio de patadas.

Dietrich permaneció mudo durante un momento antes de exclamar, sin pensarlo:

—¡Alto!

Se interpuso entre los combatientes. El primer golpe que recibió en la cabeza fue suficiente para dejarlo inconsciente, así que no llegó a sentir los demás.

Cuando recuperó el sentido se encontraba en el mismo lugar, tendido donde había caído. No había ni rastro de Gschert ni de Kratzer, Sin embargo, el sirviente estaba sentado a su lado en el suelo, con las largas patas recogidas. Mientras que un hombre podría haber apoyado la barbilla en las rodillas, las de la criatura superaban la altura de su cabeza. La piel del sirviente ya se ponía lívida con las magulladuras verde oscuro de su raza. Cuando Dietrich se agitó, el sirviente chisporroteó algo y la caja de la mesa habló.